Mi historia personal con los casamientos está íntimamente ligada a los roperos pero, por fortuna, no con salir del clóset. Como nunca tuve trabajos que requieran demasiada formalidad, cada invitación a un enlace -ya sea civil o religioso, aunque en la inmensa mayoría de los casos fueron de la mano- fue acompañada por el acto de abrir el placard y, entre decenas de remeras y jeans, descifrar si me seguía entrando el último traje que me compré y si tenía una camisa y una corbata para lucir que no hubiese usado antes (¡qué buchonas son las mil fotos que te sacan en esas fiestas y que después circulan por todos lados!). Nunca me imaginé a mí mismo pasando por el Registro Civil (¡menos por el altar!) porque siempre sospeché que casarse era elevar a la enésima potencia ese acto desmoralizante de saber si el traje que tenía me seguía quedando bien y si lo podía convertir en algo que pareciese nuevo. 

   Sin embargo, mientras escribo esto se acerca mi “cuarto aniversario de bodas”. Me casé sin invitados más que mi familia, sin parafernalia pero también sin secretos, con la persona que había conocido un año antes y la que cuando le dije, a pocos días de estar con él por primera vez, que me gustaría casarme me respondió “¿Casamiento? ¿Vos sabés todos los papeles que hay que firmar si te querés divorciar?”. Me casé sin traje, de jean y zapatillas. Pero el día anterior me compré un sweater más caro de los que suelo tener y con el que estoy en las pocas fotos que hay de esa mañana y que al verlas hoy descubro que no me quedaba tan bien… ¿cómo no me dijo nada el vendedor del shopping? 

   En algo tenía razón mi ahora esposo: casarse puede ser muchas cosas pero sobre todo se trata de papeles. Papeles tamaño A4 y papeles tamaño oficio. Papeles originales, duplicados, triplicados y papeles fotocopiados “es copia fiel”. Papeles con sellos, con firmas en cada página y con firma y aclaración al final. Los que llenamos en 2014 en el Registro Civil de la calle Uruguay tenían divididos los datos por “hombre” y “mujer” y cuando pedí unos que se adecuaran al casamiento que quería llevar adelante me indicaron que tache con birome lo que no correspondía y que ponga “o” en palabras terminada con “a” como “soltera”, “viuda” o “divorciada”. Como fui solo a llenar esos formularios, también tuve que pensar a quién de nosotros dos pondría en el “rol del hombre” y a quién en el de la mujer, lo que confirma que en ocasiones no se necesita mucha sagacidad para poder reflexionar sobre el heteropatriarcado, sino que basta con la realidad misma.

   Los papeles no terminan cuando salís con una libreta roja que automáticamente te adjudica el rótulo de familia, sino que en muchos sentidos allí comienzan. Pero son otros papeles: un plan más atractivo en la obra social, unos pesos que deposita ANSES como regalo de boda, mejores tasas en el banco si necesitás guita y acceso a algunos créditos que antes, sin la libreta, no eran posibles. Casarse es llenar papeles y papeles para entender en carne propia cómo la sociedad está organizada para que los adultos estén en vínculos legalizados de a dos. Pero también puede ser una oportunidad para intentar aprovecharse del sistema, jugar a hackearlo y a hacer la mímica de que aceptamos sus convicciones sólo para burlarnos de ellas. 

Al salir del Registro Civil, ya casados, había un mural para sacarse fotos que decía “Viva el amor”. Nos reímos de eso y no quisimos ninguna imagen. Lo descubro ahora, que viendo fotos de ese día descubro que ese sweater me quedaba mal pero que sigue siendo más cómodo que un traje.