“La enorme masa de individuos que forma lo que solemos llamar el rebaño, sólo vive para dar al mundo, tras largos esfuerzos y misteriosos cruces de razas, un hombre que, entre mil, posea cierta independencia”. Fiodor Dostoievski escribió aquella sentencia mucho antes de ver jugar al equipo de Jorge Sampaoli en su natal Moscú, con una gris actuación ante Islandia, y en su final San Petersburgo, donde el escritor murió y donde revivieron las chances de la albiceleste en Rusia 2018. Si Dostoievski hubiera ido a cualquiera de esos dos partidos, podría concluir sin ningún tipo de reparo en que Lionel Messi es ese hombre entre mil hombres y que, para la Argentina, Messi debiera ser la independencia.

La independencia de Messi es, en primera medida, la destrucción del axioma cotidiano que pone sobre sus espaldas la responsabilidad de llevar al equipo hasta donde llegue. “Si tenemos chances es porque lo tenemos a él”, se escucha todo el tiempo en todos lados. De cerca, al menos, la cosa se parece mucho más a: “Si Messi no tiene más chances es porque el equipo sólo lo tiene a él” El nuevo Mundial que comienza contra Francia (con un digno prólogo ante Nigeria) necesita de un once que invite a Messi a sumarse y no que se sume detrás de él.

La carrera del mejor futbolista del planeta siempre necesitó socios. A diferencia de Cristiano Ronaldo, un jugador autogestivo pero a su vez mucho más limitado que el rosarino, Messi precisa compañeros que le permitan encontrar los espacios en el campo. Y no es cuestión de caer en la teoría Checho Batista de replicar al Barcelona y salir a buscar interiores al outlet. No. Leo se ha sentido cómodo con dos extremos que le fijaban las marcas para moverse en el centro del ataque, con pasadores lentos y acompasados, con hombres que le filtraban balones, con goleadores complementarios de apoyo, con puntas que hacían diagonales y con laterales incansables. Jugó de extremo, de nueve, de diez, 4-3-3, 4-4-2, 3-4-3 y más. Lo único que Messi pidió a esos socios fue, siempre, determinación propia. Ni Suárez, ni Dani Alves, ni Xavi, ni Jordi Alba, ni Neymar jugaron a ver qué hacía el 10. El que tenía que picar, picaba; el que tenía que gambetear, gambeteaba; y el que tenía que gestar, gestaba. Y cuando aparecía el mejor, pues magia, alegría y carnaval. No esperarlo, pero para que llegue en el momento crucial.

Como la figura del diez eclipsa a casi cualquier intérprete, Argentina espera partido a partido que Messi la lleve de la mano a la línea de meta. ¿Qué hace el equipo por Messi además de darle la pelota todo lo que se pueda para que él decida lo que otros no pueden o no quieren decidir? Ahí tal vez esté una de las claves de la mejora ante Nigeria. Ever Banega, acaso uno de los aspirantes a “socio de Messi” de esa lista que han integrado Fernando Gago, Javier Pastore, Juan Román Riquelme y más, fue la figura porque, en primer orden, no jugó para el 10, sino para el equipo. Fortaleció las conexiones en la medular con muchos pases ordinarios y otros hacia adelante. Se tiró al costado izquierdo a sacar ventaja de tres contra dos junto a Nicolás Tagliafico y Ángel Di María. Y, además, cuando le tocó asistir a Messi no fue a llevarle la pelota al pie: atrajo marcas, observó el engaño y utilizó su guante para terminar la obra. Jugar para el equipo para jugar para él.

Desde el nivel individual, queda claro que varios de los potenciales laderos de Messi están en deuda con el capitán. Di María, acaso el jugador por excelencia en el maridaje con el diez por su enorme capacidad para ofrecerle corridas al espacio a sus pases, sigue en un nivel subterráneo. De Pavón, el otro de esa raza de corredores imparables, hemos visto poco, aunque mucho de eso va en la cuenta del entrenador. Higuaín sigue cumpliendo el manual del nueve en las maniobras, pero depende excesivamente de lo que le posibilite Messi. Agüero, su más cercano fuera del campo, es menos complementario que el Pipa, pero mucho más determinado en conseguirse sus jugadas. Su gol contra Islandia es una muestra de ello. Dybala siempre va a parecer más no que sí, al menos en este tiempo. Meza es un extremo de rol, cumplimiento y alguito más. Y de Lo Celso, aquel que pintaba para estar en la previa, ni noticias.

¿Qué Argentina le queda mejor a Messi? Una con matices en la altura de los volantes (el doble comando Biglia-Mascherano encarceló al diez frente a Islandia). Una en la que los pasadores en vez de mirarlo, armen el juego y posibiliten así sus apariciones. Una en las que los corredores le muestren espacios y desmarques por adentro y por afuera, sin encajonarse. Una que sea ordenada para retroceder y que agregue algo de desconcierto a su ataque. Una que puede ser, pero que seguro todavía no es. Lo que Leo necesita, entonces, es un equipo más colectivo y menos dependiente de su prosa. Aquella, antes o después, llegará. De todos modos, no depender de Messi y no quedarse embobado mientras tiene la pelota es tarea de gigantes. Ya lo tipeó Dostoievski: “Sólo surge un hombre genio entre millones de individuos, y millares de millones de hombres pasan sobre la corteza terrestre antes de que aparezca una de esas inteligencias capaces de cambiar la faz del mundo”.