Franco Armani siempre supo que sería arquero. A los 6 años le pidió a su mamá un buzo como el del Pato Fillol en el Mundial de 1978. Pero lo que jamás imaginó es que el éxito y la consagración se los anunciaría una canalizadora de ángeles en Medellín, cuando ser arquero se le estaba haciendo imposible y ya aquel buzo era una anécdota que sólo podía rememorar cuando charlaba con dos o tres familiares. 

Fue en los tiempos en los que estaba casi como turista en Colombia, ya que era el cuarto arquero, lesionado, de Atlético Medellín. Aburrido, poco creyente, sin mucho que hacer luego de los entrenamientos y extrañando hasta la pensión helada de las inferiores de Estudiantes, le hizo caso a una amiga y se fue a un lugar donde pensó que una bruja le iba a tirar las cartas.

Más por tedio que por convicción, Armani se subió a su auto y enfiló hacia las afueras del centro. Allí, entre calles angostas y con el fantasma de Pablo Escobar estampado en mil paredes, se metió en un pasillo, luego en una pieza a media luz con altares y se sentó mientras su amiga esperaba afuera. Se le presentó una canalizadora de ángeles, una médium, una vidente; así se hizo llamar la señora. Armani no le dijo nada, pero para él era una bruja. Quizás hasta desconfió que le sacarían la plata que no le sobraba, pero estaba en misa y decidió rezar.

Ella le explicó lo que siempre les decía a quienes la visitaban: que el futuro lo veían los ángeles y que el tiempo presente ya lo habían vivido otros. Por lo tanto, lo que le iba a pasar ya se sabía, sólo necesitaba un testigo muerto que pueda contarlo. Armani eligió, por amor, a una de sus abuelas que lo veía atajar tiros de su abuelo cuando era chico.

“Ella te va a decir lo que va a pasar en tu carrera futbolística, sí es eso lo que querés saber”, le advirtió. Armani buscaba esa respuesta por curiosidad, para darle el gusto a su amiga, para que al menos sus días grises tengan algo distinto… Y porque las brujas no existen pero que las hay, las hay.

La canalizadora cerró los ojos, miró hacia arriba, hizo algunos ademanes y a los pocos minutos con una voz extraña, anciana y desafinada, que Armani relacionó con su abuela, le lanzó en la cara un vaticinio.  “Vas a ser un arquero muy exitoso y muy reconocido, con una trayectoria de títulos que va a ir más allá de este país, y eso será cuando tengas entre 28 y 30 años, me lo acaba de contar tu abuela”, escuchó mientras pensaba, con sus 26 años, en todo el tiempo que faltaba, en el que había pasado y en esa voz que le hizo acordar a su abuela.

Armani salió de ahí con la misma mezcla de ilusión e incredulidad que hubiera tenido cualquier mortal de creencia corta y sacrificios largos. Su planificación no podía ir más allá de su imaginación, ya que en su bolso apenas podía encontrar una carrera que lo alimentaba por esos días, es cierto, pero que le mostraba como mejor opción hacer unos mangos más y volver a Deportivo Merlo, donde había tenido sus mejores horas como arquero al ascender de la B al Nacional B siendo una de las figuras. No mucho más.

Porque aquello fue todo para él. Había pasado años mascando banco en las inferiores de Estudiantes con Mariano Andujar como dueño del arco Pincha. Nada cambiaría por su paso corto en Ferro, donde le sucedió lo mismo. Con el agravante de que no cobraba ni viáticos y debía volver a la pensión en la Plata para no pagar alquiler y con un partido jugado y 4 goles en contra. Cómo suponer que aquello que le estaba diciendo una desconocida en un suburbio de Medellín iba a ser real si hasta cuando fue a Deportivo Merlo, ya con 26 años, tuvo que estar una temporada como suplente.

Quizá, Armani, de regreso a su casa luego de la bomba que le tiró la médium, repasó aquel 2009 con el ascenso y las atajadas. Por ahí recordó aquella pretemporada en el Hindú Club en la que pudo ir con su auto nuevo, el primero, comprado con el premio del ascenso y el amistoso frente a Atlético Nacional, cuando atajó como nunca antes en su vida. Seguramente no olvidó cuando le dijeron que lo iban a comprar y agarró viaje sin imaginar que a los pocos meses se iba a querer volver porque en su primera temporada jugó sólo dos partidos. 

Lo que es seguro es que se hizo una pregunta esa noche y muchas otras: ¿De qué modo mágico y con qué fantásticos argumentos podía convencer a su mente que eso que una abuela muerta le estaba diciendo en la voz de una canalizadora? Si hasta ese momento de su carrera apenas había ligado una mano buena y mil barajas malas. Creer o reventar, dijo y siguió adelante.

Lo que vino tras aquella escena tampoco ayudó mucho. Más cuando el día de su debut y por una lesión de Gastón Pezzutti no pudo mostrar que sus manos eran tan grandes como su fe y menos que se parecían a lo que le predijo aquella señora. El  partido se jugó el 22 de septiembre de 2010, Atlético Nacional ganó 5-1 en la vuelta de cuartos de final de la Copa Colombia 2010, ante el Itagüí, y llevó la llave definitoria a la tanda de penales; fue una hazaña. Era un delirio todo y ahí a 12 pasos, Armani tenía un guiño del destino. Álvaro Manga, Fernando Monroy, Carlos Ortiz, Anderson Zapata y Luis Páez, le mandaron sus tiros a la red y sus sueños al demonio. No atajó nada.

Pero meses después le pasó algo malo que sería algo bueno. El 18 de julio de 2012, Franco Armani se acercó a Juan Osorio, entrenador de Atlético Nacional de Medellín, y le dijo que se iba. Tenía todo arreglado para volver a jugar en Deportivo Merlo. Ya hacía dos años que estaba en el club y seguía siendo el segundo y muchas veces el tercer arquero del equipo. El entrenador le respondió que luego del partido lo charlaban.

La noche del 19 de julio jugaron contra Junior de Barranquilla y el argentino Gastón Pezzutti, arquero titular, se desgarró. Armani entró de nuevo a reemplazarlo. Ganaron 3 a 1 y la rompió, lo mismo le pasó a los ligamentos cruzados. Festejó llorando de dolor. Esa lesión cambiaría su destino porque no se pudo ir pero los hinchas tomaron nota. Le faltaban dos años para el éxito que le habían advertido que iba a llegar y él en algún momento creyó que la lesión podía ser una señal. Empezó a creer y terminó en la iglesia cristiana con una novia que sería su esposa y que haría de la rehabilitación un camino hacia un lugar que visualizó iluminado con forma de Dios.

Cuando en 2013 volvió a jugar, todo explotó y le hicieron un contrato por tres temporadas. Ese año, el 2 de junio, ante Cúcuta, en su segundo juego tras la lesión, atajó un penal y fue la figura de la cancha. En los suburbios de Medellín una señora estaba feliz y Armani empezó a regresar a ese mismo sitio. Antes de varias definiciones del torneo local,  en las copas internacionales y en algunos clásicos.

Los datos confirmarían todo: a partir de sus 28 años, Armani atajaba siempre, no iba nunca al banco, sumaría 181 partidos en tres temporadas y obtendría títulos, incluyendo la Copa Libertadores y la Sudamericana. De golpe y a los golpes, Armani se convertiría en el jugador más ganador de la historia del Atlético Medellín y su fama derribaría las fronteras. Le faltaba el paso de jugar en la Argentina, le faltaba el sueño de la Selección, dos cosas que habían quedado implícitas en la voz de su abuela angelical.

Dos cruces de personas y momentos lo emparentarían como si todo hubiera estado escrito de antemano. Marcelo Gallardo y Jorge Sampaoli, entonces, supieron de él. Por sus atajadas y porque la historia es como un caballo de ajedrez loco que salta siempre en direcciones distintas pero en un plan armonioso y perfecto. La casualidad no existe.

Con Gallardo –fana de Deportivo Merlo– en al final de la Sudamericana de 2014 miró sorprendió cómo ese flaco alto que había salido del ascenso jugaba una instancia nerviosa con tanta paz. Le quedaba el registro de la campaña del Charro por algunos amigos que siguieron de cerca aquella epopeya con Felipe de la Riva.

Sampaoli, el entrenador de la selección, fue quien hizo debutar al hermano de Armani en Aprendices. Leandro, un zurdo delantero que jugaría en Newell’s, tenía 16 años y jugó en el primer equipo que dirigió Sampaoli. Años más tarde, cuando el entrenador de la Argentina fue a Sevilla se llevó a Juan Manuel Lillo que conocía el fútbol español. Lillo luego dirigiría a Armani en su mejor época y sería el primero en avisarle al DT argentino que no podía faltar en la lista de 23 de este Mundial. 

Ahora Armani anda por Barcelona y seguramente llamará por teléfono a los suburbios de Medellín donde el ángel de su abuela podría tenerle buenas noticias. Lo mismo que hizo días antes de jugar con Boca la final de la Supercopa Argentina. Ese día le dijeron: “Tranquilo, vas a ser la figura, vas a levantar la Copa y prepárate porque el 2018 sigue igual todavía estás en las fechas donde todos los deseos se cumplen”.