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Viernes, 15 de mayo de 2015
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NUEVAS PELICULAS DE RADU MUNTEAN, PHILIPPE GARREL Y NAOMI KAWASE

Consolidaciones y pasos en falso

Un piso más abajo, de Muntean, demostró que la estrella del nuevo cine rumano está lejos de extinguirse. El cineasta francés también pisó fuerte con La sombra de las mujeres. En cambio AN, de la gran directora japonesa, demostró ser una fábula previsible.

Por Luciano Monteagudo

Desde Cannes

Un piso más abajo, del rumano Radu Muntean, puso la vara muy alta en Cannes.

Como se sabe, el Festival de Cannes –a la manera de las cajas chinas– no es uno sino varios, de acuerdo con sus distintas secciones, ya sean oficiales o paralelas. Y desde ayer todas están en plena marcha sobre la Croisette, el bulevar marítimo que sirve de pasarela para correr de una sala a la otra, sin poder prestarle al Mediterráneo toda la atención que merecería. Como dio cuenta Página/12 en su edición de ayer, el concurso por la Palma de Oro, el premio mayor del festival, arrancó con un buen nivel gracias a Nuestra hermana pequeña, el delicado, sutil retrato familiar con el que el japonés Hirokazu Kore-eda se presentó frente al jurado presidido por los hermanos Joel y Ethan Coen. Y le correspondió a su compatriota Naomi Kawase hacer lo propio en Una Cierta Mirada, la segunda competencia en importancia, con un jurado presidido por Isabella Rossellini. En la Quincena de los Realizadores, por su parte, la inauguración no pudo haber sido mejor, a cargo del francés Philippe Garrel. Es evidente: nombres fuertes no faltan en esta edición de Cannes, que también incluye una nueva avanzada del cine rumano, capaz de seguir demostrando que –a pesar de haber comenzado aquí mismo en Cannes hace exactamente una década, con La noche del señor Lazarescu– su estrella está muy lejos de extinguirse.

Todavía faltan unos días para conocer el nuevo opus de Corneliu Porumboiu (el mismo que aquí en el 2006 ganó la Cámara de Oro por su opera prima Bucarest 12:08), pero mientras tanto es claro que Un piso más abajo (Un etaj mai jos en el original), de su compatriota Radu Muntean, puso la vara muy alta. En Argentina, los cinéfilos seguramente recuerdan a Muntean por Boogie (2008), que pasó por el Festival de Mar del Plata y que también fatigó la señal Europa Europa bajo el título Vacaciones de verano. Pero Muntean se hizo todo un nombre por Aquel martes después de Navidad (2010), que tuvo estreno comercial en Buenos Aires y reveló a un gran autor, de una categoría cuya nueva película no hace sino confirmar.

Como suele sucede en el mejor cine rumano, en Un piso más abajo la situación inicial es engañosamente simple, como si todo fuera apenas un mero recorte de la vida cotidiana. Pero detrás de esa aparente sencillez se esconde una complejidad cada vez mayor, que va dando paso a una densa construcción dramática, plena de detalles, matices y conflictos de orden ético. Por caso: un hombre de mediana edad pasea a su perro por el parque y cuando regresa a su edificio de departamentos escucha, en el piso de abajo, una discusión entre un hombre y una mujer, e incluso unos ruidos, que pueden ser golpes. Hay algo de típica curiosidad malsana de consorcio en el señor Patrascu, que ya de por sí lo lleva a sentirse un poco incómodo, por haber prestado su oído a un problema ajeno. Pero cuando al día siguiente se entera de que la chica que vivía en el piso de abajo murió de un golpe, que la policía duda en caratular como accidente, esa incomodidad pasa a convertirse en algo más parecido a la culpa. ¿Pudo acaso haber hecho algo para evitar esa muerte? Y peor aún, ¿debería denunciar a otro vecino a quien luego del incidente se cruzó de manera sospechosa en el pasillo?

A partir de allí, Patrascu no sólo vive con su mujer, su hijo adolescente y su perro, sino también con su conciencia. Y con su misterioso vecino, un muchacho joven, casado, y que con diferentes ardides se le acerca desde distintos ángulos, al punto incluso de entrar en su propia casa, con la excusa de instalarle un nuevo programa de computadora a su hijo. Lo interesante del caso es que Patrascu no es un personaje débil, sino más bien lo contrario, de una fuerte contextura física y no poca personalidad. Pero al no terminar de asumir la situación no deja de ser un cobarde, lo que hace de su potencial enfrentamiento con su vecino una suerte de duelo tácito, cada vez más tenso y dramático, sin que uno y el otro (que tampoco se atreve a confesar su crimen y que preferiría ser incriminado por su antagonista) se dirijan mucho más que palabras banales.

Justamente, verdad, justicia, conciencia o moral son palabras que jamás se enuncian en el film de Muntean y que, sin embargo, pesan como yunques sobre las espaldas de sus personajes. Todo está dicho con una puesta en escena magistral, hecha apenas de gestos, miradas y un riguroso punto de vista, que no es otro que el de ese pequeño gran agonista que es Patrascu.

Todo lo contrario sucede, lamentablemente, en AN, la nueva película de la gran directora japonesa Naomi Kawase. La autora de films de la talla de Shara, El secreto del bosque o Still the Water, todos premiados aquí en Cannes a lo largo de la última década, da un paso en falso en su nueva incursión en el festival. Lo que antes en la directora era puro misterio y sugestión, aquí se vuelve mero enunciado, una suerte de fábula que termina diciendo en voz alta todo aquello que debería apenas sugerirse. Hay metáforas muy evidentes y for export de todo aquello que el espectador occidental asocia con cultura japonesa, como esos cerezos en flor, cuya fugacidad remite a la fugacidad de las almas sobre la tierra. Y hay también unos personajes muy estereotipados, empezando por su protagonista, una anciana castigada por una enfermedad terrible como la lepra, pero que sin embargo es capaz de ser feliz y dar felicidad con los demás a través de sus “dorayakis”, unos pequeños pasteles hechos con su personalísima receta de pasta de porotos dulces, en los que el único secreto parece ser su amor a la naturaleza.

Mucho más fiel a sí mismo, pero al mismo tiempo más descontracturado y en plena forma, reapareció Philipe Garrel en la apertura de la Quinzaine des réalisateurs, con L’ombre des femmes (La sombra de las mujeres). Como en El nacimiento del amor (1993) o Los amantes regulares (2005), por citar apenas dos de sus títulos más emblemáticos, el director francés vuelve a filmar, en un riguroso y bellísimo blanco y negro, los conflictos y desavenencias de una típica pareja de intelectuales parisienses, ahora dos documentalistas que apenas si sobreviven con pequeños trabajos que nada tienen que ver con el cine. La diferencia, en este caso, es que ya no hay tanto del pathos romántico que bañaba su obra anterior y aparece en cambio un humor muy sutil, casi autoparódico, en el que el hombre, seductor por excelencia, termina siendo el burlador burlado. Un comienzo refrescante y en línea para una sección emblemática como la Quincena, donde se esperan también otros nombres fuertes, como los del lituano Sharunas Bartas, el portugués Miguel Gomes y otro par de franceses como Arnaud Desplechin y Philippe Faucon.

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