“La auténtica cocina es la que nace de la libertad y de la creación espontánea de los sentidos y del sentimiento”, dice una excelente cocinera, una criatura de ficción inspirada en la vida de una tía del escritor Nelson Specchia, en el cuento que da título al libro La cena de Electra (Edhasa), un relato tan trepidante como tóxico, una premeditada venganza con hongos, que no son precisamente alucinógenos. El sibarita de rizos castaños, chaqueño de Las Breñas por nacimiento, cordobés por adopción, es politólogo, profesor, poeta, narrador, ensayista y periodista. Enumerar todas las teclas que pulsa podría desencadenar un agotamiento galopante. Este “Principito” andariego –que paseó con sus curiosidades académicas por Chile, Estados Unidos y España– parece un entusiasta inmunizado contra la fatiga. Su lengua literaria clásica y borgeana, extraña desde una sonora cordialidad, es un auténtico festín para los lectores que se devorarán diez cuentos impecables, manjares poco frecuentes y adictivos de principio a fin. “Borges está presente siempre, aunque intento que no sea tan evidente. Le contaba a María Kodama, la semana pasada, que mi decisión de ser escritor fue con Borges. Lo recuerdo bien, tendría 8 o 9 años, y estaba una noche en el living de casa, había una alfombra anaranjada, y me acuerdo que pasé toda la noche leyendo El libro de arena. Se levantó mi madre, que era escritora, y me dijo: “¿ya te has levantado tan temprano?’. Y le dije: ‘todavía no me fui a dormir porque yo quiero hacer esto’. Y le mostré el libro. Desde entonces, Borges ha sido una presencia ineludible”, revela Specchia en la entrevista con PáginaI12.
–¿Por qué su escritura suena muy española de España?
–Yo soy muy deudor de la cultura española, de la poesía española, de la música española. Lo mío es la “Generación del 27”, fundamentalmente Federico García Lorca, Rafael Alberti, el cante jondo… Llego hasta Juan Ramón Jiménez, que fue el padre de todos ellos, y los hermanos Machado también. Ese núcleo es muy fuerte en mi formación cultural porque tengo una historia familiar bastante trágica y triste: mi madre y mi hermanita menor murieron en un accidente automovilístico. Y mi padre murió de pena, dos años después del accidente. La columna que quedó fue mi abuela materna, mi abuela Josefa; por eso en los cuentos hay guiños biográficos de homenaje. No hay ninguna historia real en el libro; todo es fantasía, pero tienen algún tipo de relación con historias reales. Lo biográfico, aunque sea como una pintura, como una referencia o un nombre, está siempre. Y mi abuela Josefa era andaluza. Yo creo que el lenguaje llano, esta cuestión muy de moda que es la del realismo urbano, es una limitación: usamos el 20 o el 25 por ciento del lenguaje posible y yo intento ampliar esas fronteras. Nuestra lengua es una de las lenguas de mayor posibilidad expresiva y yo buceo en esas posibilidades. Juntando esos elementos, Borges, lo flamenco, lo español, las posibilidades del lenguaje, mi abuela Josefa, todo ese paquete, creo que da ese tono que cruza el libro y que es muy trabajado. Escribir, escribo de corrido; un cuento generalmente sale en una sentada y una corrección puede tomarse diez años, como se tomó La cena de Electra en salir porque no le encontraba el principio. No encontraba cómo no hacer evidente que el final fuera el que es. Entonces había que encontrarle un principio que llevara la atención hacia otro lado.
–A propósito del trabajo que hace con el lenguaje, hace tiempo que no se veía la palabra “afeite” en un cuento, como aparece en “El dedo de Teresa”.
–¿Cómo se puede decir que la monja no se maquillaba, si era una monja del 1600, cuando ni siquiera había maquillaje? En ese cuento menciono que las monjas se frotaban los brazos con aceite de oliva; esa era la crema de mayor glamour que se permitía entonces (risas). Esa monja no usaba afeite; el lenguaje te da esa posibilidad y lo tenemos en el diccionario, ¿por qué no usarlo? Yo viví en España, también eso es importante en la construcción del lenguaje. Viví en Barcelona varios años, fui hacer mi doctorado allá y me quedé viviendo hasta que me trajeron nuevamente a la Argentina los jesuitas. Yo me eduqué con los jesuitas y un cura, Miguel Petty, cuando lo nombraron rector, me pidió que lo acompañara en su gabinete y volví a la Argentina. Una vez hablando por teléfono en España con una telefonista me dijo que era una de la claridad “prístina” por algo que le estaba diciendo. Esas posibilidades del lenguaje me fascinan.
–¿Leyó los textos de Santa Teresa de Ávila?
–Sí, he leído sus textos y su biografía. El año pasado fue el aniversario de Santa Teresa y yo veía que todo lo que se estaba haciendo era tan solemne, tan serio, cuando la historia real de esta mujer fue “feminista”, diríamos hoy.
–”Fémina inquieta y andariega”, le decían despreciativamente.
–Esa frase es histórica; la había leído, pero no recordaba bien dónde. Estuve meses buscándola; es la frase que dijo de Santa Teresa un censor en Roma. Me dije vamos a contar otra historia, la historia del revés de la medalla, de cómo luchó, de cómo la llamaban “puta”, “bruja”, cómo las propias abadesas querían quemarla. Y luego, cuando popularmente se impone su santidad, entonces de golpe la quieren al punto tal de destazarla, de cortar su cuerpo en pedazos. Hoy su cuerpo está repartido por toda España, relicarios con pedacitos de piel, pedacitos de huesos, pedacitos de dientes. Esa historia de la mano de Teresa en un relicario especial que Francisco Franco tenía en su mesita de luz también es real, lo cual da un retrato de lo que fue aquella España negra, esos cuarenta años de dictadura franquista. 
–Lo más interesante del cuento es que el narrador es el dedo. ¿Cómo se le ocurrió esa idea? 
–Porque no encontraba un narrador. ¿Quién podía narrar la historia antes, durante y después? Como ese dedo falta, en el relicario no está, ahí podía haber un elemento que no existe y podía ocupar ese lugar. Como no lo han encontrado nunca, vaya a saber dónde estará, entonces pongo un dedo que todavía sigue hoy en algún hueco de un convento, escondido detrás de algún ladrillo, y que me daba la posibilidad de hacer la figura del relator omnisciente, que esté sin estar y todo lo ve y puede narrarlo todo.
–¿Cómo hace para que ese lenguaje tan elaborado al que apela no tropiece con la piedra de la solemnidad?
–Hay un clisé español en el que caen inclusive los autores españoles. Yo lo noto tan rápidamente que lo evito con facilidad. Pero hay otra cosa además que en mí funciona contra la solemnidad. Yo no soy solemne para nada y creo que la solemnidad buscada es de una artificiosidad tal que siempre atenta contra la intencionalidad que tiene que tener todo cuento, que es la credibilidad. Entonces intento no ser solemne y como sinceramente no lo soy, no me cuesta tanto. En cada cuento hay al menos una línea o un tono que intenta ser o grotesco o irónico y hasta con cierto cinismo en algunos personajes. 
–¿Quién es la Electra del cuento que da título al libro? 
–Esa Electra son muchas Electras. A mí me gusta mucho la cocina, me gusta mucho comer y cocinar. Y las grandes maestras de cocina en mi familia han sido las mujeres, cuando en general los grandes cocineros son hombres. Mi madre era una gran cocinera, mi abuela era una gran cocinera y sus hermanas eran grandes cocineras: mi tía Carmen, mi tía Luchi… Mi bisabuelo Pedro, el padre de todas estas mujeres –que por ahí también hay un guiño hacia él en algún cuento–, había sido un español anarquista que les había puesto a sus hijas nombres clásicos. Y a una le puso Electra. Pero su mujer, que era una católica cristiana muy concienzuda, se le ocurrieron sobrenombres que atenuaron aquel clasicismo; entonces la tía Electra siempre fue la tía Luchi para mí (risas). ¡Pobre mujer, tenía un nombre tan hermoso y nunca lo usó! Luchi era una cocinera espectacular. Cuando llegué al momento de tener que bautizar a una cocinera de mi cuento, me acordé de la tía Luchi y para honrar su nombre tan hermoso recuperé el de Electra. Esa es la historia de por qué esa cocinera en particular se llama Electra. Ese cuento que da nombre al libro y está al final, siguiendo también una tradición borgeana de que el último cuento es el que titula el volumen, es el que ganó el premio Max Aub, premio que me dio un jurado tan importante para mí, como es Almudena Grandes y Manuel Rivas.
– “La rebelión de los insectos”, el primer cuento del libro, es un relato más científico, donde el protagonismo lo tiene la plaga de langostas. También hay otro cuento, “Siete vidas”, donde hay una puja entre un gato y un perro. ¿De dónde viene este interés por los animales y los insectos que se percibe nítidamente en estos cuentos?
– “La rebelión de los insectos” es una cierta ironía a lo que ha sido mi trabajo central. Yo soy un académico, he dedicado toda mi vida a la Academia, soy politólogo, y desde el momento en que entré a la universidad como estudiante no salí nunca más. Siempre he vivido en las universidades, aquí, en Chile, en Estados Unidos, en Europa, he pasado por decenas de universidades y sigo estando ahí. Yo he hecho mi carrera académica, soy profesor titular ordinario de la Universidad Nacional de Córdoba. En ese cuento tomo en solfa a la Academia y a la gran tradición de una de las ramas de la ciencia, que en este caso es la zoología científica. Entonces uso “La rebelión de los insectos” y ese epígrafe que pongo de (Edgar Allan) Poe de “El gato negro” como una forma de decir que el conocimiento científico, que se ha convertido prácticamente en una religión en nuestros tiempos modernos, tiene sus bemoles y sus claroscuros. Respecto de los animales, yo sí soy muy animalista. Vivo con una gata que se llama Niza y un perro que se llama “Cero” porque es una cosa chiquita, es menos que uno, es un Yorkshire. Esa gata Niza volvió a mí.
–¿Cómo volvió? 
–Hace muchos años, estaba en Praga con una pena de amor muy grande y se me pegó un gato que me acompañó todo el tiempo que estuve en Praga, un gato que no me dejó ni a sol ni a sombra: yo subía, él subía; yo bajaba, él bajaba; yo me sentaba, él se sentaba. Cuando me tuve que venir, le dije que nos encontraríamos alguna vez. Y hace poco abrí la puerta de casa y me habían dejado una cajita con una gatita recién nacida. No lo creerá, pero es exactamente igual que el gato de Praga, del mismo con color con las manchas blancas en los mismos lugares. Así que ha vuelto en alguna de sus tantas vidas.
–A pesar de que le gusta trabajar la capacidad expresiva de la lengua, desde cierta perspectiva más “realista”, desde un lenguaje más llano y seco, podrían decir que hay algo anacrónico en su lengua literaria. ¿Le interesa la palabra anacrónico?
–Me es bastante indiferente, no creo que el lenguaje pueda ser anacrónico. El lenguaje es una cosa viva que avanza con nosotros, que se desarrolla. No avanza en el sentido lineal, no hay un punto de partida y un punto de llegada; hay movimiento. Yo creo que tiene que ver más con las posibilidades expresivas de la lengua. Sí es cierto que trabajo textos antiguos. Por ejemplo, en poesía escribo poesía con métrica, escribo sextinas, poemas de 39 versos de seis estrofas de seis versos endecasílabos y una estrofa de tres, que los creó un poeta provenzal, Arnaut Daniel, allá por el siglo XIII, y que es un poema de la circularidad porque la última palabra de cada verso va girando hacia adelante y le da un movimiento al poema. Eso es, podríamos decirlo, muy anacrónico. Pero para mí es muy contemporáneo. Yo creo que algunas figuras, algunas palabras, algunos recursos del lenguaje, cortan un poco la línea temporal de la historia y llega hasta nosotros con la misma frescura y la misma espontaneidad que tenían hace 500 años atrás. La otra cuestión es la tradición auditiva; somos propietarios de un legado. El oído no es inmune a cinco siglos de tradición. ¿Por qué el soneto permanece? Porque es una figura casi perfecta que dice en su mejor posibilidad y eso es un activo. ¿Es eso anacrónico? Si lo es, no me preocupa.