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Miércoles, 5 de agosto de 2015

CONTRATAPA

Historias inquietantes

 Por Jorge Isaías

En los años ochenta una revista española, creo que se llamaba "Quimera" había reproducido un célebre reportaje realizado a William Faulkner, donde se despacha con una serie de anécdotas ﷓reales o ficticias, poco importa﷓ y que fueron mi delicia durante un tiempo. A este extenso reportaje lo difundí por medio de fotocopias en mi época en que dictaba Literatura Argentina y a fin de año su nombre y algunas de sus novelas llegaban a la sección "sugeridos", con la última tiza de la última clase. Allí el autor comentaba cómo se hizo escritor. Siendo un adolescente se sentaba en un bar de una pequeña ciudad del Medio Oeste Norteamericano con un exitoso hombre de letras que fundó una dinastía, aunque hoy como casi todo hay quedado un poco en el olvido. Serwood Anderson, de él se trata, puso en sus historias las grises vidas de los habitantes, es decir los granjeros de ese lugar, los pobladores de un pequeño condado con sus ambiciones y sueños y sus deseos y bajo su mirada penetrante realiza un agudo retrato de la vida americana en los inicios de la industrialización.

En Winesburg, Ohio, un libro estremecedor de veintidós relatos maestros, narra la vida diaria de esos habitantes no exentos de fantasías. icen los críticos que influyó profundamente en toda una generación de escritores, desde el mismo Faulkner, hasta Dos Passos, Steinbeck y el mismísimo Hemingway que estetizó su estilo tal vez demasiado carente de tensiones que le supo imprimir el autor de El viejo y el mar.

William Faulkner cuenta que un día se puso a pensar que si la vida de Anderson era la de un escritor, a él le interesaba, ya que si a las seis de la tarde se estaba libre para tomar cerveza, esa vida era la que quería para él. Y se encerró a escribir. Extrañado su amigo por la súbita desaparición del joven golpeó una tarde la puerta de la casa.

--¿Usted está enojado conmigo que no comparte más mis cervezas? --le preguntó

--Señor Anderson, estoy escribiendo una novela.

--Dios mío --exclamó Anderson pegándose con la mano en la frente. Y se fue.

Al mes, mientras el joven cruzaba la plaza se encontró con la esposa del escritor afamado, quien le dijo:

--Dice mi marido que si no le hace leer el original, le consigue un editor. Y cumplió.

Así fue como salió La paga de los soldados, primer trabajo del que sería en 1949 galardonado con el premio Nobel de Literatura.

Whinesburg, Ohío estuvo muchos años agotado hasta que en 2014 apareció en una editorial porteña con un prólogo imperdible de Luis Chitarroni, Y se puso a circular de nuevo una buena literatura que nunca debería faltarle a los sufridos lectores de estos tiempos desangelados.

No es raro que lo ficcional deba ser "apoyado" por una batería documental, no importa si real o no. Quiero creer que la literatura sigue siendo ese mundo maravilloso que salta el corset de los géneros y tiene que ir dirigido al corazón del lector. Acaso esas mediatizaciones empezaron con la escritura de Don Quijote de la Mancha. Y si no que lo digan los textos del gran Arnaldo Calveyra que con sus libros sortea todos los géneros .

Ante este libro de Anderson no podemos ser indiferentes porque como todos los hombres diestros, los narradores de raza empiezan desde el primer párrafo, nos ponen las manos en el cuello y nos sueltan al final de cada relato. Exhaustos y felices.

Geroge Willard es el reportero que busca una historia para ser contada y no sabe que cualquiera de ellas puede ser relatada, aun la más anodina.

Tal vez la matriz esté en la Antología de Spoon River, donde Edgar Lee Master pone en esas lápidas el embrión de lo que escribirán después otros, como el caso de Anderson.

Tantas vidas llenas de deseos, de angustias, en esos atardeceres donde el olor del cereal cortado en el campo iba invadiendo las últimas callejas del pueblo, los carruajes de los campesinos que iban levantando el polvo hacia aquellas ramas que quebrarían el viento de todas las tormentas y las muchachas casaderas, definitivamente abandonadas a su suerte, irían desangrando como las cuentas de un rosario, casi sin esperanza de que alguien la saque de esa desidia, de esa vida gris como la maldición de los oradores religiosos, que irían repiqueteando como las patas de las gaviotas sobre los techos de cinc que las lluvias no lavan del todo y el fuego de todos los crepúsculos no los hace estallar cuando deflagra detrás de las colinas donde ondea el trigo de todos los veranos.

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