rosario

Viernes, 15 de mayo de 2015

CONTRATAPA

El bombardeo

 Por Marcelo Britos

Las últimas quincenas en el molino, a diferencia de otras, cobraban a tiempo y la totalidad de las horas. Parecía necesario evitar cualquier disputa o disconformidad de los obreros antes de que cayera sobre ellos el mazazo final, porque aún bailaban en la mente de Lobo, y en la de todos, las advertencias de Agüero sobre el posible cierre o la reducción del personal. Lobo decidió dejar que viniera lo que tenía que venir, apagar el fuego cuando las llamas le lamieran los pies, y mientras tanto, sencillamente vivir, gastar, darse gustos, disfrutar de lo que no había tenido antes y lo que dudosamente volvería a tener. Un día de cobro decidió cenar fuera de su casa. Eligió un bar casero con cortinas de tela, cerca de la estación; sólo los anuncios de cerveza la indicaban. Entró a la sombra y se acomodó, sintió su cuerpo caer sobre la butaca y acomodarse al espacio. Reconoció su pertenencia al lugar, a San Jorge, al tiempo de su vida allí. Los rostros del bar estaban fijos en una de sus esquinas, lejos del rincón donde ahora pedía la bebida y señalaba la comida que quería frente a él. Todos buscaban el brillo cambiante de la pantalla y había un silencio tenso y volátil, sensible a cualquier sobresalto ajeno a los estallidos y los gritos que debían ser en ese instante el único sonido posible los toques agudos de los vidrios, los murmullos que subtitulan las imágenes ; bastaba con una mirada medida y natural para censurarlos. Lobo, sentado en la barra, acariciando un vaso fresco y transpirado, comenzó a percibir también el brillo. Al comienzo de su sorpresa no podía diferenciar aún lo que veía de una película, y aunque los colores y la desesperación tan humana le confirmaran que era real, seguiría siendo para él un film, la fantasía abominable, la ficción que captura la vida de las personas, la carne vulnerable, la misma muerte. Plano general de la pequeña ciudad. En el horizonte, un horizonte cercano al caserío y a la gente que corre desesperada y caótica por una de las calles principales, un hongo que es primero fuego, una bola incandescente que se desenvuelve en el aire hacia el cielo, y luego es la cabeza de ese hongo, pero esta vez de un humo espeso y oscuro. Los caseríos están arrasados, devastados. Mitades de casas, agujeros inmensos y los muebles a través de ellos. Una anciana relata que un proyectil entró por el frente, atravesó la pared del living, y le destrozó el lavarropas plano del lavarropas partido con el proyectil incrustado . Plano medio de una mujer escondida detrás de un auto, gritando ahora la voz es nítida y cargada de terror que alguien haga algo, que la ayuden. Lobo pensó que si no hubiera visto primero el hongo y el lavarropas herido, no hubiera sabido cuál era la amenaza que impulsaba a esa mujer a pedir ayuda. La cámara corre en traveling, pero no de una forma cadente, sino un cimbronazo que desplaza la imagen desde el auto hasta el plano de una ochava en donde comienza un plano secuencia de dos hombres uno joven, confundido, apenas sonriente, como si no pudiera dimensionar el peligro que se acerca trotando por una calle hasta desaparecer definitivamente del plano, sólo porque el camarógrafo pudo seguirlo hasta ahí, hasta tirarse detrás de un auto estacionado para protegerse de las esquirlas que caen como una lluvia sólida sobre las veredas y el asfalto. La cámara está en el piso y filma de costado. Un perro corre inclinado por ese punto estático, esquivando explosiones y adoquines. La carrera del animal arrancó del bar un gemido de lástima y de piedad. Ahora el periodista habla agitado, saltando con la imagen. Está en un vehículo porque en el ángulo de la toma puede verse la ventanilla, el espejo retrovisor en donde se refleja la gente escapando en un estado de excitación y temor, bajo las esquirlas y los proyectiles que caen como maná. Se oye nítidamente: "las cargas siguen detonando..." y no se puede oír con exactitud qué sigue a esa frase. El periodista se detiene para ayudar a alguien, no puede distinguirse aún a quién. Plano entero de la mujer cubriendo a sus dos niñas con el cuerpo, abrazándolas ingenuamente en una esquina, sin cubierto. Está arrodillada y las dos niñas pegadas a ella, esperando que todo pase como si fuera una tormenta de granizo, una ventisca molesta. Las suben al coche y ahora primer plano fugaz de las niñas sollozando, sintiendo la seguridad nítida de los adultos. Alguien cambió de canal, pero la película continuaba. Todos los canales. Las sirenas corriendo por las mismas calles, el éxodo de automóviles en la ruta, escapando del apocalipsis, de la línea de monte que se ve a lo lejos, las bombas estallando allí, como en Vietnam, como en Bastogne. Ahora, en un salón ordenado, lejos de la violencia, los micrófonos se juntan frente a él, frente al hombre cuya cara se manchaba de humedad en aquel afiche pegado en un muro de Santa Fe, la misma cara cubierta de pelos oscuros y recios esta vez no hay sonrisa, sino un gesto certero y adusto, imperativo ; y su acento ambiguo y cansado que insistía a todos los que extendían los grabadores y los teléfonos móviles que no había sido un atentado sino un accidente, que era la responsabilidad de ellos, de todos Lobo pensaba si era también la responsabilidad de él dejar bien en claro eso. Río Tercero, Córdoba. Murieron siete personas y hubo más de trescientos heridos. Días después hubo otra explosión, y entre todos los testimonios que satisfacían la obsesión de Lobo, algunos quedarían prendados de su memoria: una mujer, hablando entre lágrimas, haciendo imaginar a todos a la hija saliendo con el guardapolvo blanco de la escuela, la esquirla cayendo humeante en la cabeza. Un hombre joven, manejando un remisse, la madre salió a buscarlo en bicicleta su madre también hubiera ido por él gritando su nombre entre los estampidos. La primera esquirla le dio en un brazo y cayó de la bicicleta, en medio de la calle. Tirada allí, una andanada de pequeñas esquirlas desde el cielo nebuloso que entraron en su cuerpo. Tercero, el director de una escuela construida junto a la fábrica militar. Puso a resguardo a todos los alumnos, a todo el personal. Fue el último en salir. Una explosión lo alcanzó en su auto, rumbo a su casa. Murió de un infarto. Aquella noche, tras la segunda explosión, un parroquiano que miraba junto a él el noticiero, le dijo: Pensar que estos hijos de puta nos hacían apagar la luz en el ochenta y dos ¿Te acordás de los oscurecimientos? Tenías que apagar todo, una hora creo. Había un pelotudo que cerraba la cortina y dejaba la luz prendida del living. Se creía que no se filtraba la luz. Yo le decía a mi mujer que era imposible que nos bombardearan, que lo hacían para asustarnos. Pero si alguna vez pasaba, a ese salame le iban a tirar el bombazo justo en la ventana. Tanto miedo al pedo, que los ingleses nos iban a bombardear, que esto, que lo otro, y mirá: ellos mismos nos bombardearon y a plena luz del día.

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