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Miércoles, 4 de marzo de 2015

CONTRATAPA

Bifurcación

 Por Martín Chiappino

Es bien sabido que mi particular relación con Ema empezó por accidente. Fue Esteban quien organizó nuestro primer encuentro, aunque por un problema en la asignación de los horarios, yo llegué al lugar elegido media hora después que ella lo abandonara, y no pudimos llegar a conocernos. En la segunda cita se presentó un malentendido similar, aunque el problema esta vez no fue de tiempo sino de espacio, es decir que los dos llegamos puntuales, en el horario acordado, pero en sitios muy apartados de la ciudad, lo que imposibilitó nuestra confluencia. El tercer intento también fue fallido; nos citamos en un lugar muy concurrido y, aunque se me habían dado datos concretos acerca de la apariencia física de ella, no encontré a nadie que respondiera estrictamente a la descripción de Esteban, y nadie, tampoco, se me acercó con intenciones de conocerme. Cuando propuso un cuarto acercamiento, yo ya estaba harto de la situación y le sugerí a Esteban dejar de lado la idea de la cita. El me insistió para que lo intentara una última vez y, al final, más por cansancio que por convicción, accedí. Para evitar un nuevo desencuentro, convinimos asegurarnos de eliminar cualquier margen de error que pudiera existir. Esa vez nos citaríamos en una cafetería pequeña, tranquila, lejos del centro, y convinimos con anterioridad el número de mesa en la que nos sentaríamos.

Pero entonces yo no podía evitar la impresión de que estaba siendo engañado; de que todo aquello era una broma de Esteban en la que yo estaba cayendo consecutivamente como un imbécil. Las explicaciones que él me había dado sobre la causa de nuestros repetidos desencuentros me parecían ahora completamente inverosímiles. A decir verdad, ya ni siquiera tenía deseos de conocer a la chica y encontraba fastidiosa la idea de tener que asistir a su encuentro, pero tampoco me podía permitir cancelar la cita o faltar sin aviso previo, porque entonces estaría contribuyendo al insólito curso de acontecimientos que nos habían condenado. Enredado en tal embrollo, terminé por inventarme la excusa de un compromiso irrenunciable y le pedí a un conocido, Roberto, que asistiera a la cita en mi lugar. Yo pensaba que así yo podría constatar si efectivamente todo aquello era una broma y, en tal caso, me estaría adelantando un paso por sobre el bromista.

Cuando volví a encontrar a Esteban, a la mañana siguiente, me confesó que Ema estaba muy contenta de que por fin nos hubieramos conocido. Roberto, a su vez, confirmó la existencia de la muchacha y expresó sensaciones similares a las de Ema, según Esteban, y además produjo una descripción de ella que coincidía en todos los rasgos con la que yo conocía (y que estratégicamente no le había comunicado). Entonces me encontré con un dilema importante, porque yo había dado casi por cierta la sospecha de que Ema no era más que una invención de Esteban y, ahora que sabía que no era así, no podía asistir en persona a la próxima cita sin tener que dar explicaciones que seguramente habrían de espantar a la chica. Así que decidí conservar a Roberto como mi representante (además él estaba necesitado de trabajo, y yo le ofrecía una muy buena paga por su tarea).

Así fue que para mi próxima cita con Ema, cuya fecha se había fijado la vez anterior, estuve presente, pero no como partícipe sino espectador. Me senté en una mesa inmediata a la de ellos para escuchar el desarrollo de la conversación. Roberto había pasado conmigo toda la semana y había aprendido mis preferencias y mis modos de actuar más frecuentes. Al final de la cita su interpretación de mi persona me pareció satisfactoria y conservé la modalidad por varias reuniones más.

A medida que transcurrían los meses, los encuentros entre ambos se hacían cada vez más frecuentes. Yo no disponía del tiempo ni las energías suficientes para acompañarlos a todos lados y además empezaba a temer que a pesar de mis precauciones ella se diera cuenta de mi accionar. Entonces se me ocurrió contratar un segundo reemplazo, uno que ocupara mi lugar como espectador de la pareja mientras yo me ocupaba de mis asuntos laborales y personales (ya me había casado con otra mujer y debía ocuparme de ella y de mis hijos). Elegí como mi segundo reemplazo a un hombre desconocido para Roberto, a quien tampoco informé de mi decisión.

Mientras tanto, la relación con mi mujer había vuelto muy distante. Nos veíamos muy poco, o mejor dicho, ya no nos veíamos. Nuestros turnos de trabajo eran absolutamente contrarios (ella llegaba de trabajar por la mañana, una hora después de que yo me fuese, y volvía a salir antes de mi regreso) y en los últimos meses nuestra única forma de comunicación era mediante telegramas pegados en la puerta de la heladera. Bueno, al principio habían sido telegramas y a medida que pasaba el tiempo los mensajes fueron ganando extensión hasta convertirse en cartas de varias páginas.

En una de esas cartas le propuse a mi mujer la idea de aplicar el mismo sistema de reemplazos que yo había utilizado con Ema para salvar nuestra relación. La idea había surgido cuando vi aparecer al muchacho que los supervisaba, a ella y a Roberto, para darme algunos informes que ahora no me interesaban en lo más mínimo. Mi mujer demoró varios días la respuesta; finalmente, para mi sorpresa, escribió que la propuesta le parecía agradable ya que nos permitiría ocuparnos de nuestras obligaciones matrimoniales sin dejar de lado los asuntos del trabajo. Inmediatamente, nos pusimos a buscar gente adecuada para ocupar nuestros lugares, a entrenarlos para que tuvieran un desempeño acorde con cada una de nuestras personalidades individuales, y a organizar los cronogramas en los que cada uno debía presentarse en su puesto. Todo esto, por supuesto, sin ningún tipo de contacto personal entre los dos.

Debo decir que todo ese esfuerzo dio resultados grandiosos. La reemplazante de mi mujer es una profesional admirable que ha sabido asimilar todos los rasgos que me fascinaban de ella cuando la conocí (aunque, para ser honesto, he pasado tanto tiempo sin verla que no tengo un recuerdo demasiado claro). Mi mujer también ha expresado satisfacción con el suplente que contraté en las cartas que me deja en la puerta de la heladera cada dos semanas. Las cosas han mejorado muchísimo.

En la última carta empezamos con la organización de la cena de Navidad, acontecimiento que consideramos importantísimo, dado que supone nuestro reencuentro después de todos estos meses. Además, vendrán los chicos (no es que los haya olvidado, sino que en época de clases viven en un internado en el que están al cuidado de profesionales del más alto nivel, en el que delegamos nuestros roles parentales y educativos porque consideramos que son gente más apta para asumirlos), y también, por qué no, podríamos invitar a Roberto y a Ema, que son lo más parecido que tenemos a un matrimonio amigo.

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