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Domingo, 8 de noviembre de 2009

Los ladrillos de Dagmar Stöhr

 Por Ariel Magnus

De mi primera visita a Berlín en 1993 sólo recuerdo al amigo de mi abuela que me hizo de guía mostrándome con ojos brillantes de emoción un amplio y más bien olvidable descampado. Todo esto era tierra de nadie, repetía ese hombre ya muy mayor, incrédulo de haber vivido lo suficiente para recorrerla sin temer por su vida. Esa geografía como de posguerra, que ahora se mezcla en mi recuerdo con imágenes de Tan lejos, tan cerca, no casualmente estrenada el mismo año, fue mi primer encuentro con El Muro. Así aprendí que eso que cayó ahora hace veinte años, eso que los del lado de allá tenían prohibido llamar así (su nombre oficial era “Frontera estatal fortificada” o bien “Muralla de protección antifascista”, cualquier apelativo un poco más sobrio era considerado antirrevolucionario y podía traerte problemas con la Stasi), abarcaba no sólo los conocidos y (de una sola cara) pintarrajeados bloques de hormigón, modestos al lado de los que hoy protegen las mansiones de San Pablo o de Caracas, sino ante todo una “franja de la muerte” de hasta 500 metros de ancho. Esa zona, en donde todo bicho que caminaba era asado por las metralletas, constituía el verdadero muro, y lo que al caer la Unión Soviética creó ese vacío inaudito en medio de Europa.

Casi diez años más tarde, cuando me mudé a Berlín, el hueco persistía en varias zonas de la ciudad. A pasos de mi edificio, por no ir más lejos, estaba el “Parque del Muro”, una franja de pasto desparejo similar a la que dejó en el barrio de Saavedra la proyectada continuación de la Panamericana en Capital. Y un poco más arriba, cerca del puente de la Bornholmer Strasse, el primer lugar en abrirse la noche del 9 de noviembre de 1989 (creíamos: un documental de la televisión alemana acaba de revelar que fue en la Walterdorfer Chaussee, que será el sitio oficial hasta que el aniversario número 40 nos traiga nuevas y escalofriantes revelaciones), se extendía un área inmensa donde desde hacía poco los trenes urbanos habían vuelto a conectar el Este y el Oeste. Lo primero que siempre les mostraba a las visitas era la vista de todo ese vacío, que me parecía mucho más representativo que los restos de muro conservados en Potsdamer Platz y la Estación del Este, que la torre vigía en el Schlessischer Busch, que el museo petardista en el Check Point Charlie o el más templado Centro de Documentación de la Bernauer Strasse. Quizá los guiados me entendían tan poco como yo entendí en su momento al amigo de mi abuela, pero es que esos espacios que se alzaron cuando cayó el muro son para mí la imagen más potente de lo que significa vivir en una ciudad, un mundo partido en dos.

Entre las quejas respecto a cómo se procedió con los restos de la RDA, la más repetida fue la de que muy pronto no quedaron ni los escombros. Con celo casi maniático, la Alemania capitalista se afanó por borrar a toda prisa cualquier cosa que recordara los 40 años de historia de la otra Alemania. Del Muro en particular no quedó ni una idea clara de por dónde había pasado, y sólo después, un poco por pruritos históricos y otro poco por conveniencia turística, se marcó el recorrido en el piso con adoquines y chapas de bronce. El trazo igual seguía siendo incomprensible, y aunque viví más tarde del otro lado de la ciudad, de nuevo pegado a la antigua frontera, nunca terminé de hacerme un dibujo claro, como si el Muro hubiera sido construido no para quedar en la memoria sino para representar el vacío que dejó su desaparición.

Por eso mi referencia sobre el tema, mi muro personal por así decirlo, fue desde el principio Dagmar Stöhr, la secretaria del profesor para el que trabajé en la universidad. Dagmar había nacido en 1961, el año en que Walter Ulbricht dijo que nadie tenía la intención de construir un muro como quien dice que el que depositó dólares recibirá dólares. Su padre, por su lado, trabajaba en la fábrica de los Trabant, el auto como de mentira de aquel país cada día más irreal. Dagmar seguía viviendo y moviéndose casi exclusivamente en la zona este de Berlín, como si aún tuviera prohibido pasar al otro lado. Me acuerdo que me contaba sobre los jeans en la RDA, que venían todos con el mismo corte y las chicas invertían horas en tratar de darles alguna marca personal, o sobre los mullidos sillones donde se tiraba a descansar de chica en el palier del Palacio de la República, una casa de gobierno a la que todos tenían acceso, al menos hasta cierto punto (también eso fue demolido, y en su lugar se planea construir una réplica exacta del antiguo palacio que los comunistas demolieron para levantar su adefesio de amianto, una especie de ojo por ojo arquitectónico que sería gracioso si no fuera más bien lamentable). De muchas cosas me hablaba Dagmar, menos de una: no me acuerdo de escucharla mencionar el Muro. ¿Represión? ¿Lavado de cerebro? ¿O será que lo llamaba con un nombre que yo no entendía? Nunca quise averiguarlo. Dagmar era para mí el Muro, y el Muro ese silencio.

Por esa época se estrenó Goodbye Lenin y el Este se puso de moda. La acicateada nostalgia por el país perdido, que no era más que frustración por el país encontrado, se reflejó, quizá mejor que en ninguna otra parte, en el partido político fundado por Martin Sonneborn, jefe de redacción de la revista Titanic (una solución transatlántica para los problemas alemanes). El programa político de Die Partei constaba de un sólo ítem: volver a combatir el capital con alambre de púa y hormigón. Y lo hizo, o al menos lo intentó: para el aniversario número 15, “mientras el resto de Alemania festeja desquiciado la caída”, Sonneborn y trabajadores de una empresa de construcciones levantaron una pared en algún lugar de Hesse oriental por donde (dicen) habría pasado la original. El emprendimiento quedó registrado en un libro y pronto podrá verse en la película sobre la historia del partido, que hoy cuenta ya con 8000 afiliados.

En este nuevo aniversario el vuelco en la relación con el Muro llegó al extremo con Propongo que nos besemos de Reyk Wieland, tal vez el mejor libro que se haya escrito sobre la RDA. Tampoco aquí el Muro juega un gran papel, el protagonista llega incluso a decir que no existía, y cuando le toca referirse a su existencia lo hace en forma de encomio poético: Donde estaba él, había tranquilidad / idilio, biotopo / A nadie le molestaba esa construcción / que se deslizaba por las calles...

Vetar la sátira recordando que muchos murieron en esa frontera es tan obtuso como escandalizarse de que el Este se ponga de moda, pues nada como fetichizar algo para acabar de demolerlo, ni nada como reírse del Muro para olvidarlo como a un mal chiste. Lo que sin embargo va a quedar es el vacío que dejó la caída de un mundo alternativo, y que va a persistir aun cuando terminen de rellenar hasta el último centímetro de tierra de nadie con oficinas y hoteles de lujos para unos pocos. De ahí que las imágenes de aquella noche siempre me hayan hecho lagrimear frente al televisor. Es como ver a la gente abrazándose en el aeropuerto, donde la alegría natural del reencuentro se mezcla con la tristeza de saber que, aunque vengan de un país fracasado, pronto se darán cuenta de que el que ahora los recibe no es necesariamente mejor.

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