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Viernes, 15 de mayo de 2015

CINE

La miseria real

El lado B de una ciudad corrompida por la pobreza y el narcotráfico como Río de Janeiro y la amistad de un grupo de adolescentes que hace del escape una arenga.

 Por Marina Yuszczuk

José Angelo murió, y la billetera que tiró de un edificio mientras lo perseguía la policía fue a dar a las manos de Rafa y Gardo. Nosotros no sabemos quién es José Angelo y ellos tampoco lo saben, pero parte de la intriga de Trash, desechos y esperanza es acompañar a esos chicos mientras descubren quién y qué hay detrás de un objeto que no parece tan distinto de los miles que todos los días revuelven en el basurero donde trabajan, pero que por alguna razón atrae la atención de la policía.

Rafa y Gardo no tienen padres ni familia, son delgados y ágiles, tienen alrededor de catorce años y no van a la escuela. Pero saben cosas, de hecho muchas: como tantos habitantes de eso que es menos que una favela –construcciones precarias de madera, en las afueras de Rio de Janeiro, que se sostienen increíblemente sobre un estanque sucio, con gente que vive hasta en las alcantarillas como el Rata–, los chicos se formaron en la aspereza de un conjunto de casuchas que crece al lado de una montaña de basura. Los camiones no dejan de llegar con los desechos de la ciudad, y como tantos otros trabajadores, los chicos se suben a esa montaña para elegir y embolsar lo que todavía sirva. El paisaje se completa con un cura norteamericano, alcohólico, que no pudo con la desolación generalizada (Martin Sheen) y una voluntaria que un poco absurdamente enseña a los chicos a leer y hablar en inglés (Rooney Mara).

Pero cuando aparece esa billetera, y atrás la policía buscándola, está claro que hay algo gordo, que vale la pena investigar. El precio de la curiosidad se revela enseguida para los amigos, cuando la policía secuestra a Rafael y ante su negativa a dar información le demuele la cara a golpes de patrullero por órdenes de Frederico (Selton Mello, implacable como villano que no vacila en ejercer la brutalidad contra los chicos). Esta primera parte de Trash es tensa y atrapante, con escenas de acción perfectas protagonizadas por los tres adolescentes que si no fueran pobres parecerían aficionados al parkour mientras se cuelgan como acróbatas por los techos de la ciudad para escaparse de la cana. Además la película es coherente en elegir la motivación para los protagonistas que se corresponde con su mundo: cuando otros les preguntan por qué siguen adelante con la investigación si saben que pueden tener problemas, los chicos contestan que de todas formas ellos saben que lo más probable es que terminen asesinados por la policía.

Con esa conciencia de que todas las vidas no valen igual y las de ellos decididamente valen mucho menos, Rafa, Gardo y Rata son los mejores personajes de Trash, que les concede algún momento más relajado en el que un abrazo de amigos y la promesa de escaparse algún día para vivir en la playa son casi el único vestigio de calidez. Es que Trash es, además, Rio de Janeiro mirada exclusivamente desde la villa, y ni siquiera la playa parece un paraíso en una ciudad teñida por la corrupción, la pobreza y la basura. Estos son los puntos a favor, pero los otros aparecen pronto, y es que el director –que es también el de Billy Elliot, cuyo optimismo al contar una historia individual y a lo sumo un conflicto padre-hijo hacía mucho menos ruido– elige darle a ese tono oscuro y sin esperanzas un giro casi de cuento de hadas. Porque los tres chicos de la villa, con la ayuda de un tal João Clemente que alguna vez militó no se sabe muy bien de qué manera para frenar la corrupción y ahora está preso, contribuirán más que un grano de arena al noble fin de limpiar la ciudad que José Angelo dejó incompleto. Hay una linda imagen de una lluvia de billetes sobre el basural, y de pureza en un lugar alejado de Rio, pero es demasiado tarde, como postales cortadas con tijera que le dan a todo el conjunto un tono naïf y alegre difícil de compartir, después de tanta miseria real.

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