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Viernes, 20 de enero de 2012

PERFILES > MARíA INéS LONA

Nadar para salvarse

 Por Marisa Avigliano

No iba a tener que hacer fuego con sus propias manos, ni escribir SOS en la arena, su naufragio iba a ser breve: sólo tenía que nadar para salvarse, nadar para alejarse del barco que iba a matarla. El crucero más lujoso de Italia al que había subido con sus dos hijas era ahora su verdugo, o se la tragaba con él o la aplastaba con la ferocidad de sus más de cien mil toneladas.

Con los zapatos puestos (voy a lastimar mis pies si me los saco, pensó desde los dos o tres metros de altura desde donde se tiró) nadó mirando hacia atrás esperando que el barco no la chupara y quizá, como la protagonista que cae al océano y flota a la deriva en La promesa, la novela de Silvina Ocampo, pidiéndole algo a Santa Rita, la santa de lo imposible. Sana y a salvo pisando su natal tierra mendocina, la náufraga del crucero, María Inés Lona de Abalos, una mujer de setenta y dos años, jueza penal de menores, tituló sin saberlo la noticia italiana cuando contó que el capitán estaba “enfiestado” y le dijo a cualquiera que le acercara un micrófono que no había tenido miedo porque sus hijas –una de ellas con movilidad reducida a causa de un accidente– estaban en un bote cuando ella se tiró al agua, pero también aclaró que hubiera tenido “una conducta casi salvaje” si no hubiera podido ponerlas a salvo.

Hazañas de madre como la de Belle Rosen (Shelley Winters), que nada más allá de sus fuerzas –y muere a pesar de haber sido nadadora en su juventud– para destrabar el camino por el que se salvarán sus compañeros en La aventura del Poseidón. Otra mujer, Valentina Capuano, una pasajera del trágico Costa Concordia, volvió a vivir cerca de la Isla del Giglio, en el mar Tirreno, la historia de su abuela María, una sobreviviente del Titanic (que Suzy Amis, la nieta en la ficción de Gloria Stuart –la anciana del medallón de Titanic, la Kate Winslet vieja– se prepare para protagonizar). No es ninguna novedad que el océano siempre provee historias y así como Robinson Crusoe acaparó todos los mares de la infancia, muchas nuevas Honoratas de Wan Guld, marineras del siglo XXI están dispuestas a acaparar todas las aguas incluso si hay que cruzarlas a nado. Valen como ejemplo la norteamericana Abigail Sunderland, que a los dieciséis años quedó a la deriva hasta que fue rescatada por un buque francés en el Océano Indico cuando el velero en el que viajaba en solitario perdió el mástil, o la australiana Jessica Watson, que también a los dieciséis años y en solitario dio la vuelta al mundo durante doscientos diez días.

Escribió Silvina Ocampo en su novela oceánica “El mar desviste a las personas como si tuviese enamoradas manos”; muchas otras historias dan cuenta de ese enamoramiento, no es difícil imaginarlas reales. Allí están las sirenas y las pelotas Wilson (Chuck Noland, el náufrago que interpreta Hanks puede dar cuenta de eso). Después del Lycidas de Milton, John Gross destaca la canción de amor del almirante Alasdair Tahsley hacia su adorada Elizabeth Avergaast, a quien conoció en un lugar no muy lejano a los acantilados de Dover, donde según contaban los marineros vivía el espíritu de su mujer. Allí se habían celebrado muchos años antes las nupcias que encadenaban para siempre a una doncella de diecinueve años –la tez del color de la espuma que la recibiría–, que asistió a su propia boda con una túnica de tonalidad isabelina (se insistiría después en que estaba embarazada de Barnaby Hull, una especie de truhán de puntería implacable) y unas sandalias de sarracena, y al viejo capitán del Goliath, de cincuenta y cinco años, magro, mustio, con unos bigotes embriagados y un aliento de perro seguidor, y hasta con pata de palo.

El fémur humano con que lo golpeó en la cabeza antes de tirarlo (o la maza de obsidiana traída de México con la que insisten otros que lo hizo) siguen siendo, tantos siglos después, secretos que alguna vez nos revelarán los oceanógrafos o los cineastas codiciosos.

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