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Martes, 8 de enero de 2013

PLASTICA › MIRADA FILIAL

El taller del artista

 Por Flaminia Ocampo *

En 1978, mi padre, Miguel Ocampo, decidió quedarse a vivir en La Cumbre, Córdoba, donde teníamos una casa de vacaciones. A los 56 años, después de décadas de vida errante como diplomático, eligió permanecer en un solo lugar para dedicarse a pintar sin interrupciones.

La Cumbre lo influenció pictóricamente como no lo hicieron Buenos Aires, Roma, París o Nueva York aunque, observando sus cuadros en la exposición retrospectiva de 51 años de pintura, él notó cómo habían ido cambiando a medida que cambiaban los lugares geográficos [...].

El atelier de La Cumbre, que construyó con tanta ilusión y alivio de tener finalmente el lugar soñado donde pintar, tuvo sus precursores.

Todos sus talleres en las ciudades donde estuvo se parecieron, tal vez porque él tenía una manera muy suya de colocar los objetos [...].

Además de las paredes blancas, el orden de sus talleres les daba a todos características similares. No era el orden excesivo de Piet Mondrian en su atelier, cuando no soportaba ni siquiera tener un pincel sucio mientras lo estaba usando y que pintó cuadros a la medida de su obsesión. No llegaba a esos extremos, pero sus talleres daban la impresión de un orden planeado donde la colocación de cada objeto en un lugar establecido tenía su propósito [...].

En París, cuando yo era chica, empecé a observar su universo pictórico en medio de las rutinas de una familia. Llegaba a casa, se quitaba el traje, la corbata y los zapatos de diplomático, y se ponía la camisa medio rota, el pantalón manchado y los zapatos de pintor.

Para evitar que sus hijas, Laura, Paula y yo, nos envenenáramos con pinturas y pinceles, se nos prohibía terminantemente pasar el límite del plástico que cubría el piso. Tal vez también para que no desacomodáramos ese orden con la curiosidad de nuestra infancia.

A veces, por turnos, nos quedábamos sentadas sobre un taburete alto, mirándolo pintar. Era un espectáculo bastante hipnótico que hacía totalmente superflua la palabra y nos hizo adquirir a las tres el gusto por el silencio. No había forma de hablar. Su pintura venía acompañada de música clásica, mezclada con el sonido rítmico de estar golpeando durante horas un pincel impregnado de pintura contra un palo. De ese modo lograba un salpicado que se inmiscuía entre unos finos palitos, colocados estratégicamente sobre la tela. En sus talleres, o al menos en los que yo recuerdo, no había caballetes. La tela se desplegaba siempre bajo sus ojos y no enfrente.

[...] Miguel compró el loft de 135 Hudson Street [en Nueva York] en la década de los ’70 a un precio irrisorio, porque casi nadie vivía, ni quería vivir en ese barrio que no se llamaba Tribeca aún. Era un barrio de depósitos, entre otros de especias, que llenaban el aire de aromas.

Mi hermana Paula, que estuvo con él en ese loft, cuenta que en la calle Hudson había un taller mecánico de autos y el mecánico estaba convencido de que allí vivían dos mellizos: el hermano trabajador de traje y corbata y el bohemio con ropa rota y camiseta de fútbol manchada de pintura. El mecánico se compadecía enormemente del trabajador que debía mantener al otro inútil. A veces, en Nueva York, quizá como una manifestación de nostalgia, pintaba con una camiseta de Boca...

* Extractos del libro Miguel Ocampo, de reciente publicación, con textos de su hija, Flaminia Ocampo, y fotos de Tomás Barry.

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Pintura de Ocampo de 1950.
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