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Viernes, 15 de mayo de 2015

CINE › MR. TURNER, UNA HISTORIA NARRADA CON PRECISO EQUILIBRIO

Filmar sin recargar los óleos

Con una destacada fotografía y diseño de producción, Leigh pone en escena a Joseph Mallord William Turner con el tono justo, sin intentar una forzada traslación de sus características humanas y pictóricas al desarrollo dramático. Se luce Timothy Spall.

 Por Diego Brodersen

Biopics de pintores famosos en la historia del cine no faltan, pero el último largometraje del británico Mike Leigh, presentado en sociedad hace exactamente un año en el Festival de Cannes, tiene el raro privilegio de enfocarse en un artista plástico que no rompió muchos moldes, aunque sí fue excelso en lo suyo e incluso anticipó en varias décadas –con sus trazos incontenibles y un particular uso del color– algunos de los mecanismos formales del impresionismo. No sólo eso, Joseph Mallord William Turner parece haber vivido una vida alejada de excesos de toda clase (la clase de excesos que suelen ser pasto de engorde de las adaptaciones a la gran pantalla), llevando una vida relativamente calma en el Londres de fines del siglo XVIII y la primera mitad del XIX, un artista que se veía a sí mismo como tal, pero también como el practicante de un oficio en el cual el talento es tan importante como la constancia. O un buen historial de exposiciones y ventas y los contactos que traen aparejados, si es que se desea vivir dignamente del métier.

A pesar del romanticismo muchas veces violento de su obra pictórica, en Mr. Turner no hay explosiones de melodrama que reflejen la turbulencia interior del artista y, en más de un sentido, Leigh refuerza las aparentes contradicciones entre un caballero más bien sencillo e incluso algo tosco y la potencia y sensibilidad con las cuales retrataba paisajes marítimos, barcos en plena navegación y tormentas en altamar. El director de Secretos y mentiras y El secreto de Vera Drake se permite de esa manera la descripción cotidiana, incluso mundana, de paseos, desayunos, lecturas en la universidad y, por supuesto, los momentos de trabajo: la elaboración de los bosquejos y el trabajo físico con el óleo o la acuarela (algún escupitajo sobre la tela incorpora literalmente la pintura con fluidos corporales). La secuencia de apertura muestra al protagonista de regreso en Londres luego de un largo viaje europeo, recibido con ansiedad por su padre y su criada, a su vez familiar indirecta con la cual mantuvo una particular relación sentimental.

Esas primeras imágenes de Mr. Turner hacen gala de dos virtudes del film que, en otras circunstancias, podrían haberse deslizado hacia el terreno de la floritura pero que aquí, por obra y gracia de una bienvenida contención e incluso cierto distanciamiento, se transforman en algo inseparable de la esencia de la película: la fotografía y el diseño de producción. Dick Pope, con quien Leigh viene trabajando desde Pasión al desnudo (1993), entrega un trabajo de dirección fotográfica que imita por momentos las tonalidades de la pintura de Turner sin caer en el amaneramiento; los planos del film rodados en la “hora mágica” –exquisitos, sí, pero nunca empalagosos– y las escenas de interiores a la luz de las velas, registrados mediante los nuevos formatos digitales, merecen incorporarse a ese lista de prodigios analógicos integrada por el Néstor Almendros de Días de gloria, el John Alcott de Barry Lyndon y el Geoffrey Unsworth de Tess. El preciso diseño de los sets y los vestuarios, por otro lado, casi nunca encandila y en su precisa recreación de época (o lo que puede suponerse como tal) permite avizorar o al menos espiar los usos y costumbres que reflejan la cosmovisión de una era.

Encorvado, gruñón, emisor de sonidos guturales con un dejo animal, el señor Turner se mueve como pez en el agua en los pasillos y habitáculos de la alta sociedad e incluso la aristocracia londinense, pero sin contagiarse de afectaciones ni resignar su carácter, al menos en lo más sustancial. En ese rol, Timothy Spall (uno de los actores predilectos del realizador) es tanto Método como caricatura y en su creación existe un preciso equilibrio entre la construcción, mediante gestos y actitudes, de una criatura basada en un personaje real y la representación del arquetipo por vía de la investigación histórica. Los cultores de la verosimilitud que conozcan en detalle vida y obra del artista seguramente encontrarán inconsistencias y falacias, pero es evidente que Mike Leigh no intentó llevar adelante una clase de historia del arte, sino recrear satíricamente una época a partir de uno de sus creadores más reconocidos.

No hay “Grandes Temas” en Mr. Turner y, en ese sentido, el mentado arco dramático no es tanto curvo como rectilíneo: varias secuencias se suceden sin que medie una progresión evidente, al menos hasta la segunda mitad, cuando el protagonista conoce en el pueblo pesquero de Margate a Sophia Booth, quien sería su última pareja hasta su muerte y, tal vez, el único gran amor de su vida. Es cierto que más de una escena podría eliminarse sin que la narración del film pierda coherencia, pero es precisamente la cualidad nunca rotunda de los quiebres dramáticos la que permite que el film gane potencia y efectividad a lo largo de sus 150 minutos de metraje. Y si hay mesetas, hay también picos, como esa expansiva y magnífica primera escena en la Real Academia de Artes, en la cual el barroquismo de la exposición de pinturas y pintores desnuda recelos, envidias y opiniones viperinas entre los miembros de la renombrada asociación. O aquella otra en la cual la cámara estática al pie de una escalera registra el primer contacto físico entre Turner y Booth, el anhelo sexual más primario trasmutado en amor erótico, transmitido casi sin palabras.

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El Turner de Spall se mueve como pez en el agua en la alta sociedad, sin contagiarse de afectaciones.
 
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