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Viernes, 27 de julio de 2012

TEATRO › LAS BRUJAS DE SALEM, DE ARTHUR MILLER, EN EL TEATRO BROADWAY 2

Eterna alegoría sobre la intolerancia

La puesta de Marcelo Cosentino confirma la idea original del dramaturgo estadounidense: utilizar el tema de la obra –los juicios que sucedieron en Salem en 1692– para proyectar una denuncia política. El director se toma algunas licencias, con resultado satisfactorio.

 Por Paula Sabatés

“¡Les he dado mi alma! ¡Déjenme mi nombre!”, grita John Proctor en el final de Las brujas de Salem, justo antes de optar por la muerte en vez de la inmoralidad. No entrega su nombre, ni tampoco el de sus vecinos de Salem (Massachusetts), acusados de brujería, de pactar con el diablo. No lo hace porque sabe que por eso van a ser colgados. Vaya paralelismo: Arthur Miller, creador de la emblemática pieza, tampoco entregó a sus compañeros de un círculo literario acusado (por Elia Kazan, director de la versión cinematográfica de Un tranvía llamado Deseo) de tener vinculaciones con el Partido Comunista durante el macarthismo. No es coincidencia, no obstante: a Miller, los juicios que sucedieron en Salem en 1692 le sirvieron de excusa para construir una alegoría sobre la histeria e intolerancia de su tiempo, de la cual no podía escribir explícitamente. La misma que hoy usa Marcelo Cosentino para mostrar el clima de “crispación” que ve en la sociedad argentina actual. Su versión de la obra, que se ve de miércoles a domingos en el Broadway 2, tiene a Juan Gil Navarro y Lali Espósito como la dupla protagónica y cuenta además con las actuaciones de Roberto Carnaghi, Carlos Belloso, Rita Cortese, Julia Calvo, Carlos Kaspar y Alejandro Fiore, entre otros actores reconocidos.

La primera escena de la puesta es una que en el libreto de Miller sólo se enuncia pero no sucede, lo que deja en claro que Cosentino no tendrá escrúpulos en tomarse más de una licencia con respecto a la versión original. El juego de luces y sonidos de esta apertura deja sentada la fuerza y la calidad de producción de esta versión. La escena muestra a las jovencísimas “brujas” que desatarán el conflicto central: Abigail Williams, en manos de una segura Lali Espósito –que con imponente presencia escénica y gran uso de la voz logra deshacerse, por lo menos durante la obra, de la etiqueta Cris Morena, tarea nada fácil...–, encabeza el grupo de chicas que baila en un ritual en el bosque al ritmo de la música y los cantos de Títuba (Julia Calvo), una criada de Barbados. Su tío, el reverendo del pueblo, las descubre y dos de ellas enferman por el susto. Pero Abigail, astuta, se da cuenta de que mejor es simular que han sido víctimas de brujería para poder así culpar, entre otros, a Elizabeth Proctor, esposa de su amado y prohibido John, y borrarla de su camino. Desde entonces, el pueblo se sumerge en una superstición que lleva a sus autoridades a conformar un tribunal para juzgar a los acusados, que de no confesar su relación con Lucifer serán ejecutados en la horca.

Sorprende Juan Gil Navarro en el rol de John Proctor, uno de los personajes más complejos del teatro del siglo XX, con matices que le exigen una seguridad constante, que logra transmitir. Con gran potencia encara escenas esperadas por quien conoce la obra, como el encuentro a solas con Abigail en la casa de su tío, o el que inmediatamente tiene con su mujer, durante el cual intenta hacerle entender que ya no siente nada por la niña que fue su amante. Con la misma fuerza transita el proceso de purificación que atraviesa su personaje hasta el final de la obra –en la última escena condensa todo su virtuosismo– y que da título a la misma (traducida fielmente, Crucible significa crisol, un elemento que se emplea para extraer los elementos puros de las imperfecciones a través del calor).

Quizás el mayor atrevimiento que se toma Cosentino tiene que ver con la construcción del personaje de Hale, un reverendo oriundo de Beverly a quien se acude por sus famosas capacidades frente a fenómenos antinaturales. Compuesto por Carlos Belloso, el Hale de esta versión no es solemne como suele ser el de las películas o puestas más conocidas sobre la obra, con rara excepción, sino un personaje que brinda momentos de humor ante tanto drama. Divierte ver la reacción de los demás personajes frente a sus irreverentes intervenciones en torno de un tema que preocupa tanto al pueblo, si bien al final emociona, también, la conciencia que toma del error cometido y la imperiosa necesidad, que pronto lo gobierna, de intentar dar marcha atrás con todo el asunto del tribunal.

En cuanto a las demás actuaciones, no sorprende la corrección de Roberto Carnaghi, Rita Cortese y Carlos Kaspar, actores que siempre se destacan sobre el escenario (en esta oportunidad encaran a Thomas Danforth, la máxima autoridad de la ciudad; a la anciana Rebecca Nurse, notable personalidad de Salem, y a Giles Corey, un granjero amigo de Proctor, respectivamente).

Gracias al ingenio del trabajo escenográfico del reconocido Alberto Negrín, el escenario del Broadway 2 será, durante los cuatro actos que conforman la obra, bosque, hogar de un reverendo, casa de granja, tribunal y prisión, sin que el traspaso sea evidente y burdo. Acierto, también, de la iluminación, a cargo de Tito Romero, que hace uso destacado de las sombras para diferenciar los espacios. Con toda esta innovación, sin embargo, y aunque ésta otorgue gran calidad a la puesta, cuesta sumergirse en la atmósfera del siglo XVII, verdaderamente. Si bien el vestuario sí evoca esa época, el drama parece anclado dos siglos después. Desfasaje, también, causado por cierta actitud en el habla de los personajes, para nada sumisos (sobre todo las chicas). Pero, después de todo, es lo que Miller, y Cosentino, querían. Que la obra hable de cualquier sociedad y de cualquier tiempo.

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Un buen elenco y una cuidada puesta para un clásico del teatro del siglo XX.
 
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