PSICOLOGíA › EN EL CENTENARIO DE JULIO CORTAZAR

Cronopios, famas y síntomas

 Por Sergio Zabalza

En “Conservación de los recuerdos”, incluido en Historia de cronopios y famas, Julio Cortázar escribió:

“Los famas para conservar sus recuerdos proceden a embalsamarlos en la siguiente forma: Luego de fijado el recuerdo con pelos y señales, lo envuelven de pies a cabeza en una sábana negra y lo colocan parado contra la pared de la sala, con un cartelito que dice : ‘Excursión a Quilmes’, o ‘Frank Sinatra’. Los cronopios, en cambio, esos seres desordenados y tibios, dejan los recuerdos sueltos por la casa, entre alegres gritos, y ellos andan por el medio y cuando pasa corriendo uno, lo acarician con suavidad y le dicen: ‘No vayas a lastimarte’, y también : ‘Cuidado con los escalones’. Es por eso que las casas de los famas son ordenadas y silenciosas, mientras que en la de los cronopios hay gran bulla y puertas que golpean. Los vecinos se quejan siempre de los cronopios, y los famas mueven la cabeza comprensivamente y van a ver si las etiquetas están todas en su sitio.”

Un neurótico es un poco fama y un poco cronopio. Sus recuerdos, más o menos fijos o circulantes, se someten a la dialéctica de un análisis. El inconsciente, por estar fundado en la represión primaria, es una máquina de elucubrar saber a partir de un olvido constitutivo. En cambio, en la psicosis no hay dialéctica entre famas y cronopios. O bien los cartelitos están fijos o bien no paran de moverse. Se trata de una memoria que –por no olvidar– no propicia ninguna sustitución significante. En la psicosis, los cartelitos están a cielo abierto.

Augusto es joven, no tiene más de veinticinco años. Cuando canta, su fina y delicada voz suele escucharse más allá de la sala del hospital de día. Durante las actividades, Augusto presenta una imperturbable modalidad disruptiva que se traduce en continuas entradas y salidas –sea para fumar, tomar aire o charlar con algún ocasional visitante–, en interrupciones para cebar mate o acomodarse en la silla y en extemporáneos comentarios que, por estar usualmente dirigidos hacia algún compañero en particular, no logran hacer pie en la tarea compartida. Lo disruptivo es el cartelito a cielo abierto con el que se presenta Augusto: un significante que al carecer de inscripción simbólica no se encadena para constituir saber alguno; por el contrario, se actúa en lo real.

Augusto es como un cronopio que, al no cesar de circular –lejos de dialogar con sus memorias–, se pierde en el monótono ritmo de interrupciones que aplasta la diferencia; como si él mismo fuera una imagen sin testigos, un recuerdo que nadie recuerda porque jamás alguien lo olvidó.

En cada interrupción Augusto queda por fuera, en ese atroz lugar de excepción donde el psicótico paga con su carne lo mismo que el neurótico financia con la deuda simbólica.

Una mañana, en el taller de música y canciones, dejé la guitarra con los cancioneros y me senté junto a los pacientes. Se inició una conversación cuyo tema giraba en torno a la música. A partir de diferentes comentarios se fueron recordando viejas canciones que distintos pacientes entonaban con mayor o menor convicción. Mi único propósito consistía en mantener el tema de la conversación y hacerlo circular entre los participantes.

La charla y las interrupciones fueron cobrando un ensamble rítmico, por lo que invité a Augusto a enseñarnos las canciones que en sus singulares periplos acostumbraba a cantar. Fue así que entre giros, entradas y salidas, Augusto entonó trozos de varias melodías. Pero lo más interesante ocurrió cuando, en una de sus sintomáticas circunvalaciones, Augusto quedó en el marco de la ventana justo en el momento en que la charla convocaba un tema de Mercedes Sosa. Así, tal como el recuerdo prolijamente enmarcado de un fama, por primera vez Augusto cantó una bella canción folklórica para todos sus compañeros. En esa íntima exterioridad que la ventana dibujaba, por un instante se había gestado ese afuera que habilita un nuevo lugar para la subjetividad. La serie de presencias que el grupo conforma constituyó un polo suficientemente convocante como para que el síntoma se aviniera a circular desde un lugar más afín al lazo social.

En tanto testigos de una cesión de goce, el aplauso con que sus compañeros sancionaron esa entrega marca también una brecha en la modalidad disruptiva que somete al paciente. Si, como dice Juan Gelman, “entre Hölderlin y la locura de Hölderlin hay diferencias” (Valer la pena), bien podemos decir que entre Augusto y la locura de Augusto también las hay. La invención subjetiva supone vaciar al síntoma del sentido absoluto con que se impone al sujeto, de forma de establecer con el mismo (y con él mismo) una relación de buena vecindad.

Precisamente a partir de un poema en provenzal de Guillaume de Poitiers, Lacan (Seminario 3) llama buen vecino al que Freud (Psicología de las masas y análisis del yo) llama el prójimo: ese otro que con total regularidad cuenta “como modelo, como objeto, como auxiliar y como enemigo”.

Esta posibilidad de hospedar en un vacío la inquietante alteridad que nos habita es lo más propio que el arte puede enseñar al psicoanálisis. Si el síntoma, en tanto inhóspito cuerpo extraño, es el verdadero dueño de casa –y le dice tranquilamente al yo: “a usted le toca salir de ella”– su estetización parece brindarnos la posibilidad que algo de esa ajenidad se disipe. Como si la función estética, por ser condición de la hospitalidad (Sergio Zabalza: La hospitalidad del síntoma), evitara que –como nos recuerda Cortázar– se quejen los vecinos.

* Texto extractado del trabajo “Hacer algo con eso. Un diálogo entre cronopios y famas”, incluido en Tiempos de Urgencia. Estrategia del sujeto, estrategias del analista, de Inés Sotelo (comp.), ed. JCE.

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