EL PAíS › OPINIóN

Conspiración y República

 Por Horacio González *

No es posible sacarse de encima la palabra conspiración. Célebres conspiraciones han quedado en la memoria histórica, como la de Catilina. Es difícil saber lo que ocurrió en esos remotos años de Roma. Los grandes documentos que subsisten, el muy dudoso de Salustio y los discursos de Cicerón, incriminan a Catilina. Quedó la expresión “catilinaria” como un recurso argumental punzante y escarnecedor contra los autócratas. En la Argentina se escribieron dos grandes textos inspirados en ese distante drama romano. El Catilina del sutil nacionalista Ernesto Palacio, que hace del conspirador un lúcido plebeyo. (El libro estaba dirigido contra el general Uriburu, autor del golpe de Estado que en principio Palacio había apoyado.) Y luego, veinte años después, las Catilinarias de Martínez Estrada, tituladas ¿Qué es esto?, una pregunta que se quiere ciceroniana y revela la cultivada perplejidad del autor con respecto al peronismo. En un tiempo, los escolares argentinos recitaban la frase de Cicerón en su famoso alegato: ¿Quosque tandem, Catilina, abutere patientia nostra? Parece pregunta inocente, pero la acusación contra el conspirador es grave: abusa de la paciencia nuestra y hay que combatirlo con una impaciencia mayor. Sin embargo, el conspirador es impaciente en sociedades que no son tan diferentes a él. Son también impacientes estas sociedades contemporáneas pautadas por el régimen de las grandes escenas, donde el protagonista no es ninguna sustancia sapiente sino la “comunicación”. La impaciencia es un estado de ánimo subyacente, genérico, implícitamente revulsivo. Un “malestar en la cultura”. Todo puede saberse y todo aparece como sublimación banal de algo que ya no sabemos explicar.

La política siempre es pública, azarosa e inesperada. Pero la persigue como su sombra una cuerda interna: la conspiración. En un largo y curioso trabajo, Marx trata el tema. Se titula “Herr Vogt”. Es el nombre de un agente doble del Estado prusiano. En El 18 Brumario también considera Marx una gran conspiración, aunque no la llama así. Pero reclama el triunfo de la historia productiva contra las “pesadillas del pasado”.

La historia argentina es pródiga al respecto, y el nombre de conspiración fue usado sin mengua en nuestros módicos relatos históricos. La conspiración de Alzaga, la conspiración de Maza en 1839. Y el golpe de 1930, sobre el cual existe un curioso escrito juvenil de Perón, un comentario sabroso de innumerables reuniones sigilosas sobre lo que allí se complotaba. Episodios de contestación política en los manuales escolares siguen llamándose conspiración si no tienen la fortuna de prosperar; y cambiando de nombre por el de revolución, si consiguen generar un poder victorioso. También adquieren a veces connotaciones prestigiosas (el conspirador literario de Joseph Conrad o de Borges), o inversamente los ropajes de un atentado a la democracia (el conspirador de las clásicas derechas económicas e ideológicas, como las que desgastaron a Alfonsín, aunque a aquellos episodios se los llamó “golpe de mercado”).

¿Hay conspiración en la Argentina? Ni hace falta la pregunta, porque se refiere a un objeto inhallable, pero real. No son necesarias sedes físicas, ni proyectos previamente aprendidos por los conjurados. La conspiración es lo más visible que hay. Son hilos comunicacionales a la vista. En cualquier sociedad que vive horas intranquilas, la conspiración es un “sentimiento oceánico”. Una forma mental, una hipótesis de trabajo político. Y también la imaginería irreversible que permite iniciar toda conversación cotidiana. Nuestros republicanos de último momento (ellos desconocen la historia de este gran concepto) creen que una armonía juramentada entre las instituciones, las equilibradas relaciones entre Parlamento, Poder Judicial y Ejecutivo, son el único basamento de la lógica social. No dice lo mismo la historia del pensamiento político, que estudia precisamente la lucha subterránea entre esas instituciones. Se llama política a la catarsis palpable de esas luchas. Este diferendo es el hilo de toda cuestión institucional. Procurar un nuevo compromiso “alberdiano” en la Argentina no sólo exige refundar las instituciones estatales sino repensar el nuevo poder constitutivo de las manufacturas productoras de arquetipos morales y perceptivos. Esto es, los medios de comunicación. Es precisamente esa ignorancia “republicana” en los factores que desequilibran profundamente el cuadro clásico de poderes lo que los hace ser utópicos sin que lo quieran, mientras que el gran republicanismo democrático hace del realismo crítico su gran utopía constructora. Hay un republicanismo deshistorizado y un republicanismo a reconstituir, y éste último presupone profundizar la vida democrática.

De alguna manera, la conspiración siempre debe estar a la luz del día, tal como les recomendaba Chesterton a sus simpáticos conspiradores. No cabe otra posibilidad en este tiempo de las imágenes seriales como señuelo del pensamiento colectivo. Los momentos de expresión del desasosiego en la realidad de las ciudades son tumultuosos. Pero es calculadamente administrada la retórica de producción de imágenes. Ellas encuadran el tumulto y la agitación con decisiones finales de montaje. La revuelta como “pasión oceánica” y la institución ordenadora por imágenes clasificadas son una pinza antirrepublicana al gusto de los nuevos republicanos mediáticos. No están en disposición de pensar un problema, como el republicanismo que acompañó las grandes luchas sociales, sino en actitud de estar “atropellados”. Se sienten arrollados, se proclaman vulnerados, están siempre alarmados. No son subjetividades históricas, que buscan sus símbolos y lenguajes, sino imágenes etéreas que consideran resumir la historia en cada una de sus apariciones. No saben hasta qué punto ese hecho carcome las bases mismas de la democracia republicana y social que hay que rehacer en la Argentina.

Este tipo de republicanismo banal está expuesto a la conspiración, todo lo involuntariamente que se quiera. Mientras una sociedad turbada devora símbolos rotos y lastimados (producto de la conspiración ineluctable en que recae el pensar político), tenemos por primera vez ante una observación completa las condiciones de producción de todo el sentido social. Todo está a la vista y todo puede ser conspirativo. El momento es fascinante y equívoco. De total transparencia, y no porque se sepa todo sino porque los cimientos de todas las instituciones políticas y comunicacionales están mutuamente interferidos y en lucha. Queda a la vista un desnudamiento general del escenario de fabricación de todo lo político. La política consiste en revisar los cimientos de las nuevas economías semiológicas, judiciales y tecnológicas. Y los estilos dominantes en el poder comunicacional consisten en indagar las vidas pululantes para saber lo soterrado. El antiguo ser de la política responde a su altura y se lanza también a escudriñar: quiénes son los propietarios de los medios, cómo arman sus procedimientos, cómo se relacionan los actos financieros con los poderes mundiales, a qué responden las opiniones “especializadas”, “periodísticas”, “académicas” o “científicas”.

Las presuposiciones últimas del mismísimo juicio político y su materia –la palabra– están en discusión. Gabinetes mediáticos de todo tipo –en las sombras– examinan los dichos de todos y los exhiben como trofeo y vindicta. Cada frase pronunciada nace inocente, y termina respirando barro y sangre por sus poros. Es una guerra por las islas, pero las islas de edición. De qué modo se asevera la filiación de las personas, cómo se generó la fortuna de los políticos, todo puede ser investigado porque todo ofrece la carne viva de la genealogía y la formación de dominios. Y todo merece una lucha. La hipótesis republicana más elemental lucha por la extraviada armonía entre poderes, pero se amputa cuando parlamentariza o judicializa. Quiere reparar la armonía iniciando actos que la condicionan. El Poder Ejecutivo, al que se suele denominar decisionista, populista o corrupto, se torna repentista y actúa entre las fisuras que le permiten un cerco pulsional en el que proliferan las instituciones fácticas de un gobierno alternativo: variadas decisiones judiciales, trastiendas en las que se sigue el flujo dinerario universal, numerosos programas de televisión, estrategias de creación de imagen de futuros candidatos, investigaciones clandestinas, tecnologías de vigilancia social, tráficos económicos en las sombras, surgimiento de nuevos ídolos mediáticos, crímenes oscuros, pistolas eléctricas.

Por primera vez, ser decisionista puede ser simultáneo al debilitamiento del presidencialismo tradicional del país. El Poder Ejecutivo es una fuerza más que lanza providencias y osadías en medio de un hervidero de poderes feudalizados y tecnológicos. Y en una sociedad como ésta, ¿podrían verse síntomas de República? Mientras no haya acuerdo social relevante, debilitar el presidencialismo, si se entiende bien a los clásicos, es quebrar la República en nombre de las corporaciones públicas o privadas, visibles o clandestinas. Si esto ocurriera, por fin coincidirían en una misma transparencia despótica, todo a la vista, la política y la conspiración.

La política está siempre en estado de apuesta improbable y una de sus fases permanentes es la conversación reservada. Lo que se proyecta puede quedar en la ilusión de su disparatado inicio o diseminarse como necesidad colectiva. En este caso se sobreentiende que subyacía una previa intranquilidad en los estados de ánimo. Entre Catilina y Cicerón, dos fantasmas en la historia, por más que uno sea un puro cuerpo de discursos, hay un mutuo lance de necesidades compartidas. A veces encarnamos a uno, a veces somos el otro. La conspiración es siempre una sobreinterpretación de los hechos. Tienen razón los que dicen que se equivoca la “teoría conspirativa de la historia”. El saldo final de la historia no se parece a la conspiración; de tantos proyectos resquebrajados, de tantas promesas vanas, de tantos cálculos sobre bases inciertas, de tantas especulaciones en el vacío, al final lo que queda lo llamamos objetividad y documento colectivo. Sin ellos, la política queda huérfana. Esta lucha será ganada por quienes refunden la objetividad social en la Argentina, forma esencial de la justicia.

Sociólogo, ensayista, director de la Biblioteca Nacional.

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