EL PAíS › PANORAMA POLíTICO

Inútiles

 Por J. M. Pasquini Durán

En el siglo pasado, calificar al gobierno de “fascista”, como hizo Macri esta semana, era una contraseña para el golpe de Estado. Es probable que en el minimundo conservador haya más de uno con ganas golpistas, lo mismo que entre dirigentes rurales, pero, para su desgracia, por el momento les falta tropa. Esos exabruptos orales eran el típico reflejo de la derecha que nunca tuvo votos suficientes para desplazar al gobierno de turno. Esto parecía superado desde el momento en que se destacaron algunas afortunadas perfomances electorales, del mismo Macri en la ciudad o de Francisco de Narváez en la provincia de Buenos Aires, pero no fue así debido a que esas victorias, contundentes o escasas, no sirvieron para mucho, por ahora. Desde el estropicio con la Resolución 125, el kirchnerismo les gana cada pulseada en el Congreso, aunque los opositores más cerriles cuentan con el apoyo de los mayores grupos mediáticos.

Lo más desgraciado es que esa oposición, siempre atenta a las luces de la televisión, no se distingue hasta el momento por su capacidad de estudio o de propuestas para reemplazar las iniciativas del oficialismo. Las recientes sesiones en Diputados sobre la ley de medios audiovisuales fueron muestra cabal de esa tremenda inutilidad para el país: un centenar de diputados agotaron sus discursos con motivos formalistas, algunos casi pueriles, pero muy pocos aportaron enfoques o redacciones diferentes, sobre un texto que obra en manos de los legisladores desde marzo, seis meses y medio antes del debate. Sin contar que se trata de la intención de ley que rueda por los despachos del Congreso desde la segunda mitad de los años ’80.

Era obvio para el observador más desprevenido que las mayores corporaciones mediáticas no estaban interesadas en ninguna norma o reglamento que le pusiera límites a sus negocios. En ese sentido, seguían estancadas en el “Consenso de Washington”, que le dejaba al mercado la última palabra y el Estado estaba para facilitar las actividades privadas. Por lo tanto, si la ley que era vigente había sido elaborada en la dictadura de Videla no era asunto de su incumbencia, y si tenían que opinar preferían conservarla, ya que ningún gobierno que se dijera democrático podía apelar a la norma de la dictadura. El Comfer (Comité Federal de Radiodifusión), encargado de aplicar elementales reglas de conducta –como el respeto al horario del menor–, sonaba a hueco desde hace años, de manera que el conjunto (norma y autoridad de aplicación) era la perfecta ecuación neoliberal de consagración del mercado. A ningún acomodado en esa poltrona podía gustarle que viniera un gobierno –para peor populista– a sacarle el caramelito de la boca. Para colmo, el que levantó vuelo con su proyecto de ley –la próxima parada es el Senado– es el mismo que perdió en las urnas de importantes jurisdicciones el pasado 28 de junio, tanto es así que los opositores, al día siguiente, ya se preparaban para las exequias de un gobierno que supo tener un poderoso viento de cola.

No todo es mérito de los Kirchner. Cualquiera que mire la región advertirá que, de a poco, los vientos se están llevando las brumas de los años ’90, con todo lo que eso significa, y el tema de esta época es, otra vez, el rol del Estado. Las mismas masas que apoyaban a viva voz todas las privatizaciones, ahora piden la estatización hasta de los kioscos en las estaciones del transporte público. La tremenda hecatombe inaugurada en Wall Street, que arrasó bancos, aseguradoras, fondos de inversión y valores del mercado de capitales, por un valor que multiplica muchas veces la tasación en lote de todo el sistema mediático argentino, dejó en claro que este tiempo es del Estado, si quieren sobrevivir los negocios privados.

Los Kirchner tienen formación estatista, derivada de su historia y experiencia políticas, pero tampoco son ortodoxos ni fanáticos. Apenas si siguen la corriente del momento, sin saber siquiera si será largo o corto, pero con la suficiente astucia para aprovechar la circunstancia para debilitar a sus enemigos más pesados. La torpeza de la oposición, y de algunos intereses afectados, consiste en seguir discutiendo con los argumentos de los ’90 acerca del mercado, el Estado y la sociedad. Con esos criterios hoy en día no se puede gobernar ni una municipalidad, mucho menos la compleja trama de un país como la Argentina. Para lograrlo, no basta con tener un Ejecutivo eficiente sino que hace falta una clase dirigente atenta a los cambios de época y dispuesta a cambiar tantas veces como sea necesario para conservar su posición en la plaza.

Un buen ejemplo está aquí al lado, en Brasil, sede de uno de los mayores emporios televisivos de la región y del mundo, O Globo. Cuando aparecieron los cable-canales, Globo no se abalanzó a llenarse los bolsillos con la ocasión; al contrario, se opuso tenazmente a la instalación del servicio y gastó lo necesario para mejorar la propia calidad tanto de entretenimiento como de información y para llegar al mayor número posible de televidentes. En sus momentos de auge, el noticiero principal llegó a tener una audiencia de sesenta millones de personas y su influencia era tan grande que llegó a imponer un presidente, al que luego tuvo que ayudar a deponer, por inútil y corrupto, pidiendo disculpas a la audiencia.

Su sentido de innovación aceptó lo que le ofrecía la realidad, tanto es así que del vasto movimiento de videastas independientes –un movimiento cultural que envolvió a miles de jóvenes en la búsqueda de una producción televisiva independiente, mejor y más libre–, eligió a los mejores y los contrató para su empresa como ejecutivos de programación, directores, libretistas, etc. El ejemplo contrario está en Venezuela, donde las principales compañías de radiodifusión se repetían a sí mismas, sin aceptar los nuevos tiempos, y un día se encontraron con que las licencias se vencieron y nadie las renovó automáticamente, como sucedía antes cuando el mercado tenía la única palabra dominante. En Buenos Aires también las licencias fueron renovadas por diez años en nombre de la graciosa disposición del presidente Néstor. Si alguna vez pensó que de ese modo los tendría comiendo de la mano, es porque no conoce la insaciable voracidad de la empresa privada para apropiarse de los dineros o beneficios públicos. No es una clase empresaria, como hay en otros países, sino que la pueblan hombres de empresas y también pandillas de astutos que hoy invierten en TV, mañana en efedrina y pasado en medicamentos truchos, de acuerdo con la tasa de rentabilidad de cada rubro.

La ley de medios audiovisuales que ahora deberá considerar el Senado tiene importancia no tanto por sí misma, ya que los saltos tecnológicos envejecen las normas al día siguiente de dictadas, sino porque expresa como pocas la difícil relación entre el Estado, el mercado y la sociedad. No es que el oficialismo tenga más en claro que la oposición ese complejo equilibrio, pero intenta ponerse al día con lo que puede y como puede. Si en el camino, la pareja gobernante aprovecha para llevarse puesto algún enemigo no sólo es porque quiere, sino porque las condiciones se lo permiten.

Cuando se habla de calidad institucional, la primera mención debería ser para el recurso humano de las instituciones representativas de la sociedad. Los televidentes que hayan tenido la paciencia de seguir las deliberaciones en Diputados habrán advertido que esos recursos son más que deficitarios, capaces de enhebrar discursos con argumentos sacados de los diarios o de recuerdos de la facultad. A modo de referencia: para desacreditar el argumento sobre el reemplazo de una ley de la dictadura, la diputada Caamaño citó media docena de leyes vigentes, también sancionadas por la misma dictadura. Ni uno solo de más de doscientos legisladores, durante o después de la sesión, corrigió o ratificó esos dichos, que allí quedaron hasta que algún periodista decida que podría averiguarlo por Internet. ¿Para qué paga el Estado un número generoso de colaboradores para cada diputado y bloque, si terminan aprobando leyes que no leyeron, como la de Emergencia Agropecuaria, o quejándose porque no tuvieron tiempo para ordenar las correcciones en la ley de medios?

Ahora los opositores cerriles quieren impugnar el texto aprobado por la Cámara baja, pero el centenar de miembros de los bloques opositores, si se hubieran quedado en lugar de retirarse, como bien dice el crítico Macaluse (SI), las correcciones a la ley hubieran sido mucho más que las doscientas o más que ya fueron incorporadas. Detrás de la aparente legalidad de la movida de impugnación, queda en pie la incapacidad de los grupos opositores para bloquear un texto que podría haber sido motivo de largas disquisiciones sobre el rol del Estado, la revisión de los ’90, la responsabilidad de la sociedad de la comunicación en el siglo XXI y una serie de tópicos derivados que no figuraron en los razonamientos escuchados en la sesión y después de ella.

Como a los ciudadanos, en términos generales, les interesan poco estos asuntos mientras no tengan bien resueltos los más elementales, continuarán agobiando a las audiencias con las mil y una especulaciones acerca del poder y sus contornos, aunque nadie supo explicar en qué momento Clarín ocupó el lugar de La Nación en la nómina de adversarios favoritos de los Kirchner, o viceversa.

Hay intereses poderosos en juego y más vale tomar en serio el asunto, pero la verdad es que para la sociedad golpea más que se cumplan tres años de la desaparición del testigo J. López, sin que los aparatos de Inteligencia y de seguridad del Estado hayan encontrado la menor pista de su paradero o de sus captores. Los que hablan de inseguridad jurídica sólo cuando alguna empresa amiga resulta afectada, deberían escandalizarse por la impunidad de los que violan las más elementales de las seguridades que se pueden exigir: la vida y la libertad de cada ciudadano. Mientras casos como éste y tantos otros similares de secuestros extorsivos y otras formas de violencia no alcancen ni verdad ni justicia, el Estado estará lejos de asumir el rol que le reivindican sus partidarios, por más que gane batallas de destino dudoso en el pantanal de deliberaciones agotadoras.

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Imagen: Javier Heinzmann
 
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