EL MUNDO › OPINIóN

La lengua de las mariposas

 Por Fernando Peirone *

Quien haya visto La lengua de las mariposas seguramente lleva grabada en sus retinas y su corazón la escena en que Moncho, el niño que viendo a los franquistas llevarse a su entrañable maestro Don Gregorio, decide insultarlo y apedrearlo junto al resto del pueblo, que así tomaba distancia del destino que la Falange tenía reservado a quienes no acompañaban al Generalísimo. En el retumbo de esas imágenes muchos buscamos el cuento en que se basaba el guión y nos encontramos con Manuel Rivas, un escritor marcado por la húmeda morosidad de Galicia. Desde entonces leemos sus cuentos, novelas y las columnas, donde le vimos decir que Argentina levantaba su cabeza pese a la oligarquía y la curia. No es casual. La hija de Rivas vive en Argentina, esa familiaridad experiencial hizo que no se espante –como muchos coterráneos europeos– ante la palabra populismo, que recomiende el teatro argentino que escenificó la vida de Miguel de Molina y añore para España una justicia capaz de juzgar a sus verdugos en lugar de condenar a quien busca la verdad.

Hace unos días Manuel Rivas estuvo en Buenos Aires. Vino en el marco de la Cátedra Pierre Menard (Unsam), para pensar el cruce entre historia y literatura. También estuvieron Arturo Fontaine, Bruno Arpaia, Gastón Burucúa, Griselda Gambaro y Alberto Manguel, que sumaron sus experiencias para hablar del insondable misterio por el cual las palabras se vuelven intérpretes y testimonio del devenir. Durante el encuentro, Manuel Rivas contó un relato que refulge en su memoria desde que era niño y que pare tanto a la historia como a la literatura.

En su aldea gallega, cuando llega la temporada de lluvias, la gente se sobrecoge y las montañas brillan como una procesión de esmeraldas gigantes. Una de las aficiones más cultivadas durante esa época es beber queimada y jugar a las barajas en la taberna. Cuenta la leyenda popular que esas dos prácticas públicas, que según la tradición se remonta hasta los celtas, les permitieron a los gallegos alejar los malos espíritus y protegerlos de los maleficios. Chao, tal el sobrenombre de Manuel Bermúdez, era uno de los parroquianos que con más ahínco cultivaban la tradición. Era conocido por su extrañeza y su tosca ternura. Capaz, en el medio de un partido de brisca, de levantarse intempestivamente y gritar “abajo el Imperio Austrohúngaro” o de espetarles a sus ocasionales contrincantes “te voy a hartar de mejillones”, en una mezcla de conjuro y provocación que nadie sabía explicar con palabras, pero que si hubieran tenido que hacerlo no lo hubieran alejado demasiado de su expansiva bondad y de sus ideas políticas que, como las del maestro Gregorio, eran porfiadas y libertarias.

Una noche, mientras el pueblo se despreocupaba para dormir, por el camino de Santiago ingresó la Brigada Político-Social y se llevó a Chao. Nadie pudo entenderlo, pero tampoco impedirlo. Algunos vecinos, advirtiendo el revuelo y los gritos de la madre, apagaron las luces de sus casas y corrieron levemente las cortinas para poder ver lo que estaba sucediendo, pero sólo divisaron el brillo de hebillas que en medio de la noche se movían con celeridad y disciplina marcial. Al día siguiente, después de una noche insomne, todo el pueblo sabía lo que había sucedido.

Se podía respirar el miedo que flotaba en la atmósfera, pero nadie comentaba nada. Sólo las mujeres, en el interior de sus alcobas y en voz baja, les decían a sus maridos que se habían llevado a Chao. Manuel, que por entonces era “un chaval inquieto y curioso de seis años”, escuchó los susurros entre su madre y su padre, pero, como todos, supo que no debía hablar. Lo que sucedía no tenía palabras, flotaban en el aire. Era el miedo que estaba presente en la forma en que se miraba la gente, en el lenguaje silente, en la manera de vestir, en la educación. Pocos minutos después iba camino a la escuela junto a su amigo Domingo, que vivía enfrente de la casa de Chao. Era un día de invierno y la travesía incluía un larga trecho por el bosque húmedo y goteante. Cuando estaban en el medio del monte, mientras pisaban la escarcha y sin nadie en un kilómetro a la redonda, Manuel le preguntó a su amigo: “¿Por qué se llevaron a Chao?”. Domingo, que era dos años mayor, mira hacia los lados y le dice en voz baja: “Se lo llevó la brigada”. “Sí, pero ¿por qué?”, insiste Manuel. Entonces, Domingo, larguirucho, lo mira desde arriba y se agacha para hablarle al oído: “No se puede decir”. Manuel, en silencio, pensó: “Pero ¿qué habrá hecho Chao para que no se pueda decir? Si cuando alguien mata a machetazos o roba sale en los diarios, ¿qué habrá hecho de terrible?”. Con el tiempo, ya mayor, dice Rivas, frente a un grabado de Goya sobre los fusilamientos de 1810, cuyo título elocuente es “No se puede mirar”, comprendió lo que había pasado. Esa es nuestra historia, dice Rivas. La misma que hoy silencia la connivencia de España con el capital financiero, la que ajusta los bolsillos de quienes menos tienen y la que reprime a los indignados que protestan porque se gastan 100 millones de euros en la visita del Papa.

* Director académico de Lectura Mundi (Unsam), director de la Facultad libre de Rosario.

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