CULTURA › OPINION

Mi Gabo particular

 Por Eric Nepomuceno

Fue en uno de los tres últimos días de julio, o de los tres primeros de agosto de 1978, y fue en La Habana. Yo había llegado en la madrugada del 27 y me quedaría en la isla por unos dos meses para trabajar en un libro sobre la revolución. García Márquez era uno de los huéspedes más luminosos del Riviera, que en la época era el mejor de Cuba, y decidí ir verlo sin previo aviso. Quería conversar sobre la isla. A mis 30 años recién estrenados yo todavía era capaz de esa clase de osadía. Y así nos conocimos. Un año después de aquellos encuentros fugaces en La Habana me mudé de Madrid a la Ciudad de México. Volvimos a encontrarnos y desde entonces fue para siempre. Fueron décadas de desasosiego y de esperanza, de temporales y bonanzas, hasta que cambió el mundo y nosotros dos, no. No en la esencia. No en la memoria y en el afecto.

Recuerdo bien cómo fue la escritura de El amor en los tiempos del cólera, de cómo apuntes sueltos y borradores veloces se transformaron en los Doce cuentos peregrinos, de la cuidadosa arquitectura de El general en su laberinto, de la alegría irrefrenable de cuando terminó Noticia de un secuestro. Recuerdo eso y mucho más: la sensación de alivio y soledad que lo acometía cuando terminaba de escribir, y muy en especial de cuando escribió “El rastro de tu sangre en la nieve”, que sigo creyendo el más bello de los Doce cuentos peregrinos.

Pocas veces he visto a alguien tan desolado. Cuando salía del caserón blanco, de esa dirección improbable –esquina de Fuego con Agua–, le pregunté qué le pasaba. Y Gabo contestó: “Es que he escrito un cuento de un amor muy, muy bello, y muy triste, y me siento vacío de todo”.

En Cartagena de Indias, en el invierno tropical de 1984, Gabo me condujo por los escenarios de El amor en los tiempos del cólera. Me enseñó la ventana donde Fermina Daza, espléndidamente juvenil, hacía que Florentino Ariza se derritiera por sus amores imposibles. Y también el caserón con un enorme árbol de mango en el patio donde se instaló el loro del doctor Juvenal Urbino, que a propósito murió al intentar alcanzar el pájaro travieso en las ramas más altas. Hablaba de ellos como si hablara de los amigos con quienes habíamos cenado la noche anterior.

Llevo por la vida un enorme y formidable baúl de recuerdos. Y cuando pienso en el Gabo, confirmo la certeza de una generosidad sin límites, una solidaridad silenciosa y absoluta, una lealtad sin fronteras. De alguien que en ningún instante de su vida se dejó mover por otra fuerza que la de la amistad y el afecto. Hasta el final mantuvo la misma sonrisa cálida con que me recibió aquella lejana tarde del verano de La Habana y que más tarde me di cuenta de que ocultaba una melancolía de puesta de sol, una insuperable nostalgia de la infancia.

Los últimos años fueron pasados en la casona de San Angel, quieto en su rincón, navegando las mansas aguas de la memoria callada.

Cierto fin de tarde de abril de 2009 oí de él una frase apenas susurrada: “Ya no cuido de nada, no me inquieto por nada, no me preocupo con nada”. Y luego de un silencio fugaz, fulminó: “Y eso es lo que me preocupa”. Y rió aquella risa que distribuía luz pero no opacaba el relámpago de suave melancolía que jamás abandonó sus ojos. Como siempre, sabía con qué preocuparse. Eso fue lo que me dijo. Sabía.

Todos sus libros son libros de la soledad y la nostalgia, y también de la búsqueda angustiada por aquella segunda oportunidad sobre esta tierra, que él reivindicaba para todos los Buendía que sobrevivieron a cien años de soledad. Para todos nosotros. Todo lo que Gabo escribió es revelador de la infinita capacidad de poesía contenida en la vida humana. Supo, como nadie, demostrar que en América latina la realidad es más delirante que la más delirante imaginación.

El eje de lo que escribió es siempre el mismo, alrededor del cual giramos todos: la soledad, la inmensa soledad y la búsqueda desesperada, la esperanza perenne de encontrar algún antídoto contra esa condena.

Recuerdo, en fin, que hace tiempos y tiempos Gabo estaba en Zurich, en la tormentosa calma suiza, cuando lo atrapó una súbita tempestad de nieve. Para protegerse, entró en un bar de fin de tarde. Y alguna vez contó a uno de sus hermanos: “Todo estaba en penumbra. Un hombre tocaba el piano para unas pocas parejas de enamorados. Y entonces entendí lo que quería ser: quise ser aquel hombre que tocaba el piano sin que nadie le viera la cara. Tocaba solo para que los enamorados se amaran más”.

Así Gabo vivió la vida que le fue dada vivir: buscando protegerse en la penumbra mientras ayudaba a la gente para que la gente se quisiese más.

Así pasó sus últimos tiempos: anclado en la memoria de una vida pródiga y prodigiosa, luminosa. Viviendo en la esquina de Agua y Fuego.

Llevaré conmigo para siempre la imagen de su caminar de bailarín caribeño, su sonrisa de fulgores, su entrega a la vida. Su soledad rota apenas por el afecto de los amigos, por un sol llamado Mercedes. Y el Gabo queriendo ser aquel pianista de fondo de bar, el mundo como un

inmenso piano que él tocó de manera incesante, para que los enamorados se amaran más.

Ese es el vacío que llevaré para siempre. Un vacío infinito, del tamaño de mi dolor.

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