El triunfo de Donald Trump el martes pasado desencadenó infinidad de interpretaciones, muchas originales y agudas. Coinciden en general en que el hombre es un patán racista bastante improvisado pero no tiene un pelo de tonto, y por eso apeló al nacionalismo, les habló a los trabajadores derechizados y prometió mano dura al boleo. Así, lo que se viene es sombrío y esta columna sólo añadirá una idea que quizá no se está viendo y que nos importa a los latinoamericanos con vocación igualitarista y conciencia nacional y popular.
El Sr. Trump encarna un populismo de derecha que siempre se llamó fascismo. Ese es su verdadero nombre. Esta columna calificó así al macrismo hace unos meses y recibió no pocas críticas. Pero cuando el perro parece perro, es perro nomás. Y no otra cosa son –juzgados por sus hechos, sus modos y los resultados– el gobierno macrista y sus aliados: la sumisa derecha radical, la derecha peronista hoy llamada massismo, y algunas diestras francotiradoras. El problema es de definiciones, entonces. Que no son sólo informativas sino que definen los rumbos, y ni se diga en política. 
El populismo ha sido el Monstruo Satánico de la política mundial de los últimos por lo menos 20 años. Todo lo que antes se condenaba como “comunismo” o “izquierdismo” pasó a ser estigmatizado ahora como “populismo”. Un sayo acusatorio que inventaron y propagandizaron –y lo hacen todavía– los grandes diarios del mundo: desde el The New York Times hasta El País de Madrid y los principales de Londres, Roma, París y toda Nuestra América, donde sus más infames repetidores se han hecho un festival, que continúa y no parece acabar. 
En ese repertorio maligno se colocó en cada momento a todos los intentos de reforma social en Latinoamérica. Perón, ni se diga. Y Evita. Todavía hoy en sus sepulturas pagan esa condena verbal de los bien pensantes, los contentos, los momios, los gorilas, los finolis, los wasp y demás. Como la pagaron Getulio Vargas y Joao Goulart, y Salvador Allende y tantos otros reformadores que cuestionaron, algunos tibiamente, la devastadora lógica del capitalismo feroz. 
Esa ideología perversa sancionó que todo cuestionamiento al neocolonialismo era “populista”, vocablo que devino sinónimo de simpleza y falta de sofisticación, de ligereza política, y ahora, en la Argentina, de corrupción. 
En esa degradación colocaron, para combatirlos –y los combaten todavía– a Néstor Kirchner, Lula da Silva y Hugo Chávez; y a Rafael Correa y Evo Morales; y al blando Fernando Lugo que se entregó enseguida, y a gobernantes más caretas que reformadores como Tabaré o Pepe Mujica, y por supuesto a Cristina y Dilma y Maduro, todos mezclados, biblia y calefón, con el eterno Fidel Castro. 
Lo que no nos dimos cuenta, parece, es que esas vanguardias reformistas no supieron –o temieron– legitimar su nombre propio. Lo cierto es que no asumieron sin temores y hasta con orgullo el nombre que desde el capitalismo más salvaje se les encajaba de prepo y negativamente: Populismo.
Por eso, quizás, y es sólo una hipótesis, ahora el desconcierto se agrava con la presencia de este nuevo monarca mundial (no otra cosa son los presidentes norteamericanos) que despliega declaraciones racistas, una violencia verbal absolutamente machista y amenazas bélicas peligrosísimas.
Desde luego, ese desconcierto plantea un conflicto. Porque si Trump y Macri son populistas de libro, y Néstor, Lula, Hugo, Evo y Cristina también lo son, ¿en qué coinciden? La respuesta es: en nada. Y la explicación radica en que el populismo de ellos, como el del periodismo miserable que es el verdadero gobierno hoy en la Argentina, es pura y dura derecha fascista: antipopular, racista, globalizada, represiva, cínica y corrupta hasta lo inimaginable. 
Es importante plantear, entonces, que el populismo de matriz nacional y popular es abismalmente diferente porque entiende a la política como servicio patriótico, y a los trabajadores, los campesinos y los desheredados como sujetos de derechos y de equidad social a restaurar. Cuestión de sensibilidad, digamos, y de decencia y conducta cívica.
Para el capitalismo salvaje clásico el populismo es en cambio uno solo y es eso lo que los tiene momentáneamente confundidos por el arribo de este sujeto incalificable a la Casa Blanca. Por eso todos los grandes diarios del mundo conjeturan sin jugarse, mientras sus marionetas se preparan para ir a lamerle el culo al Sr. Trump como ya estamos viendo aquí.
Entonces, y como siempre, es bueno llamar a las cosas por su nombre: si populismo es defender que la salud, la educación, la previsión social y los recursos naturales sean responsabilidad estatal básica, y el papel rector del Estado es irrenunciable e insustituible, esta columna se declara populista. 
E igualmente si populismo es defender la inmigración y la universidad pública gratuita, y ejercer la soberanía frente a los poderes mundiales reafirmando la autodeterminación y la unión latinoamericana.
Si populismo es que el Estado sea garante de la equidad y de los derechos sociales; y si la igualdad, la diversidad y la identidad de género son populismo, también cabe asumirlo. Y si es populismo estar contra la extranjerización de tierras y aplicar impuestos a los latifundios y a toda la corporación judicial, y exigir una profunda reforma constitucional surgida de una asamblea popular constituyente, por voto no electrónico y cuanto antes como viene proponiendo El Manifiesto Argentino, esta columna es populista. 
Este populismo nada tiene que ver con Trump ni Macri ni Temer ni Peña Nieto y otros. Que, empecemos a decirlo, no son populistas. Son fascistas, llenos de racismo y de odio por su miedo de clase. Está claro que somos nosotros los populistas. Y a mucha honra.