Salía de su casa, yo de la mía y levantamos la mirada al mismo tiempo. ¿Vió lo que me pasó? Inmediatamente me dijo que había muerto su mamá. "Ahora me quedé solito", le escuché entre dientes. Lo tenía tan cerca que vi el color pardo de sus ojos sobre unos surcos bien marcados por el sol. Después vinieron las lágrimas. Le dije que lo sentía y nos agarramos de las manos como si fuésemos amigos.

Esa mañana fue la primera vez que estuvimos tan cerca y que lo llamé "Pipo", como le dicen todos en el barrio. Aunque hace seis años vivimos en casas vecinas nunca habíamos hablado más de dos palabras. Él es de esos vecinos que no pasa desapercibido. Su tanque de agua pintado con los colores de Newell's, la chimenea altísima del parrillero y la música a todo volumen son los emblemas del humilde reino que compartía con su madre. Ama a los Rollings, sobre todo el tema Sympathy for the Devil, que escucha una y otra vez. Demasiado trabajador, según la definición de la quiosquera, que en realidad quiso decir hiperkinético, ruidoso y tal vez molesto.

Yo estaba apurada ese día, nos habían citado a las 11 en el Registro de Adoptantes. Federico y yo casi no habíamos dormido la noche anterior. Suponíamos que no había un bebé para nosotros todavía (debería haber estado escrito claramente en la citación) pero era la primera comunicación que recibíamos desde nuestra inscripción, un año y medio antes. Así que cabía la remota posibilidad de que nos estuvieran llamando para darnos un bebé de verdad. ¿Tendríamos tiempo para comprar ropa, una mamadera, pañales? ¿Dónde estaría el bebé en ese momento? ¿Nene o nena; de qué edad? ¿Sufríría? ¿En qué lugar un hijo espera a sus padres? Ojalá floreciera como Timothy Green, el personaje de Disney que sus papás encuentran en el jardín después de una tormenta. Pensaba en todo eso mientras Pipo todavía me sostenía la mano esperando alguna palabra mía.

No sabía qué decirle, pero el silencio nos alejaba y quise estar más cerca. Que fuera fuerte, que la vida sigue, que hay que darle para adelante; solo vinieron a mí esas frases efectivas pero opacas. Cada palabra de él, empequeñecido por la angustia, borroneaba al vecino y dibujaba más detalles de Pipo. Alguien dijo que en la orfandad todos somos niños. Cuántas capas de maquillaje se nos caen cuando nos toca perder. El cerró el diálogo acusando a la vida de injusta y triste. Y no supe que más decir. Imposible defenderla en esa momento. Apreté los labios, moví la cabeza y sentí su soledad como si me estuviera mojando.

Caminé doce cuadras escuchando mis peores voces. El miedo me convierte en un bicho desagradable. Ataco y me defiendo en silencio, me justifico en la inacción y me tengo mucha lástima. Estuve a punto de meterme en un bar y faltar a la entrevista pero Federico no me hubiera perdonado el papelón. Cada tanto volvía la imagen de Pipo buscando consuelo.

A las once menos cuarto nos encontramos en la puerta del Registro. Yo ya estaba afónica y a Fede le transpiraban las manos. Olvidó su documento de identidad pero la empleada nos dijo que no importaba. La citación era sólo para ratificar nuestro deseo de seguir en la lista de adoptantes, según la persona que nos recibió. Que aceptamos hasta un hermanito. Que queremos recibir nene o nena de hasta tres años. Que no nos sentimos preparados para que tengan alguna enfermedad muy grave. Me sé de memoria el formulario que llenamos con letra de imprenta mayúscula como si fuera una carta para Papá Noel.

Esa noche estuvimos muy tristes. Volvimos desilusionados, abatidos. Sin nada. Subimos a la terraza a tomar el champagne que teníamos para festejar, porque hubiera sido peor seguir viéndolo otro año y medio en la heladera. En la terraza contigua, Pipo tendía ropa, en la soga blanca. Lo hacía torpemente, poniendo demasiados broches por prenda, mezclando las remeras con los pantalones, las toallas y las medias. La primera tanda de ropa que no lavaba su madre y que quedaría "al sereno", para que le diera su bendición de blancura. Le conté a Federico lo que había pasado a la mañana y lo mal que me sentía por no haber encontrado nada esperanzador para decirle. Seguimos tomando en silencio y a oscuras, mirando la ropa arrugada del vecino.

Debería haberle dicho que el naranjo de su patio va a seguir explotando de frutas sobre mi jardín. Que van a sonar las campanas de las siete todas las tardes. Que el sol va a seguir cayendo del lado que no podemos ver. Que amanecerá sobre nuestras ventanas y el calor de la casa empañará los vidrios. Que los Rollings seguro vuelven a tocar en la Argentina. Que los plátanos envolverán con hojas las primaveras. Que quizás vuelva a pasar el tren alguna vez y tiemblen las paredes de nuestras casas como temblaban antes. Que Newell's va a salir campeón. Que la enredadera de su vecina cubrirá cada verano las chapas plateadas del taller mecánico. Que los que buscamos, alguna vez se van a dejar encontrar. Que nunca nadie está tan solo.

 

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