Nunca quise ser bombero. En mi infancia jugaba seriamente a trabajar de barrendero, chofer de bondi o tachero. Mi fobia al encierro me expulsaba a la calle. En horas de la siesta barría adoquines pegados al cordón con una escoba escogida sin permiso, mi bici Graciela podía convertirse en el interno 38 de la línea 218 (se debe leer dos dieciocho) o bien en el mercedito negro y amarillo de mi tío Carlitos. Eran tiempos en dónde el silencio era salud, Argentina soñaba con ser potencia y Los arroyeños cantaban por la radio, “...y sin embargo me gusta la banda/ cuando los domingos se pone a tocar/ y yo que vivo de juntar papeles/me voy a quejar a la municipalidad…” 

En este pago atravesado por arroyos viví mis años intentando no perder del todo aquella inocencia para nunca tener que dejar de jugar. En consecuencia, me gusta desayunar sin sol en el boliche de Huguito Casagrande antes de iniciar mi jornada laboral, sentado junto al calor de las charlas de choferes y barredores de calles. 

La radio nos sigue confundiendo a todos, apuntando a las emociones, continúa tejiendo un sentido común con lógica de los poderosos, discurso que repite una masa de escuchas, aparentemente incapaces de elaborar un pensamiento propio. 

No obstante el avance constante de los medios sobre los fines, los testimonios directos de los protagonistas callejeros siguen siendo un tesoro inigualable, basados en una aguda observación de una realidad sin filtro, saben utilizar un envidiable poder de síntesis para resumir como nadie la problemática actual. 

Mauricio, chofer nocturno de un servicio público, descendió de su Joy la otra madrugada, espantando con un trapo rejilla los insectos que rodeaban su cuerpo sin protección de repelente, para reflexionar en voz alta, “¡cómo están los mosquitos hoy…parecen sicarios!”. El gordo Marcelo, sensible conductor de la línea 102, turbado por el malestar reinante entre sus pasajeros, desahogó su angustia en un comentario caliente, “es algo nunca visto…es el fin de la empatía, los mismos subsidiados que votaron en contra de los subsidios, ¡ahora no le marcan un pasaje ni a una embarazada!”. 

Los que muestran un mejor estado físico que el resto de los parroquianos, son aquellos que no sólo cumplen con el consejo de todo cardiólogo, caminar 25 cuadras por día, también las barren. Son, sin dudas, los más charlatanes, suelen hablar sobre tesoros hallados entre la basura, anillos, billeteras, llaveros, navajas y en alguna ocasión, un revólver cargado. 

José Antonio no es sólo un empleado municipal, es, para mí, una mezcla de poeta y filósofo que acaricia con su escobillón el lomo del pavimento de una ciudad que ama. Eligió limpiar a cielo abierto el patio de todos antes que fregar privados espacios enrejados. Es plenamente consciente de la importancia de su tarea diaria, quizás, por sentirse parte de un colectivo, sabe que, si dejaran de ejercer su labor todos los recolectores de residuos a la vez, en poco tiempo, epidemias e inundaciones serían el resultado no deseado, mientras que existen trabajos inventados, muy bien remunerados, fácilmente prescindibles para cualquier empresa y totalmente nulos para la sociedad en su conjunto. 

Si bien nos conocemos desde hace mucho tiempo por el hecho de cruzarnos permanente por el barrio, su sabiduría me viene iluminando desde un encuentro casual en la biblioteca Alberdi, cuando tuve la mala idea de preguntarle si los textos retirados en ese momento estaban destinados a sus hijos. Después de explicar pacientemente que sus pibes sólo leen pantallas de celulares, considerar insuficiente el ejemplo de los adultos para contagiarles el amor por el misterioso mundo del papel escrito y de mostrarse preocupado ante el individualismo extremo generado por el excesivo uso de las redes que nada tienen de sociales, me miró a los ojos para preguntarme la causa por la cual pensé que dichos ejemplares no podían ser para él. 

No obstante, mi capacidad innata para flotar sin manos en el mar de los prejuicios, debo admitir haber tragado mucha agua en aquella ocasión. A partir de dicho encuentro, busqué cualquier excusa para conversar con el pensador. Una mañana, le pregunté al pasar, sobre los objetos de valor que había encontrado en todos estos años, se detuvo solamente para detallar algunos, filosas astillas de sueños destrozados, vidriosos silencios con forma de botellas, retazos hilachudos de amores gastados y apretados bollos de palabras nunca dichas. 

La vez que intenté saber si poseía algún título oficial con el cual obtener algún trabajo calificado, se definió como un autodidacta con la ambición de lo necesario, para lo demás sólo precisaba abrir un libro. En una sola oportunidad cambiamos los roles de entrevistador por entrevistado, fue cuando me preguntó a quemarropa para qué equipo jugaba yo, le contesté sin pensar, “para los casados”, respuesta corregida de inmediato por el encuestador, ya que existe, según él, una sola división tangencial para todos los hombres del mundo, los que aún tienen a su madre viva y aquellos que no, incapaces los primeros de imaginar siquiera el dolor que padecieron los segundos hasta el momento exacto de perderla. 

Luego de anotarme en la planilla correspondiente a quienes conocemos dicho pesar, José Antonio me confesó la vivencia que tuvo a los siete años de edad, cuando sin saber de qué se trataba la muerte, se mantuvo de pie junto a su mamá dormida, sostenido únicamente por una ilusión, que abriera los ojos la difunta. Después de un tiempo de andar peleado con el mundo, al despertarse una mañana, percibió que cada vez que abría sus ojos estaba abriendo los de ella también, decidió entonces, alfabetizarse rápidamente para poder leer su única herencia, decenas de libros apilados en cajones fueron el puente para conocer el alma de su bien perdido. Pudo escuchar su voz cada vez que leía un párrafo subrayado por la ausente, un pensamiento encerrado entre paréntesis, un sentimiento en cada hoja doblada de algún libro de poesía, hasta tuvo la suerte de hallar escondido entre los folios un poema escrito de puño y letra destinado a un amor secreto y lejano. 

Aquellos viejos tomos fueron pilares de su biblioteca personal, pero en cada nueva obra que pasa por sus manos y logra llegar a su corazón siente que hay una oración escrita por su madre. 

Esta mañana me animé a pedirle a mi amigo que me dejara cumplir un sueño. Lejos de los ojos del supervisor, sin una banda dominguera con tuba grandota y platillos de lata sonando a mi alrededor, ni abuela vendiendo estampitas ni cura pidiendo devotos, me di el gusto de barrer, en toda su extensión, el límite norte de la plaza Almirante Brown. Al volcar lo barrido desde la pala al carro contenedor, entre hojas secas, tierra, tickets y vasos plásticos aplastados, me pareció ver una página desprendida de mi primer diario íntimo, dorada por la nostalgia y carcomida por el olvido. Imposibilitado de recuperar dicho documento, decidí volver a escribirlo en esta contratapa.

 

 

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