Ángel Piuma camina justo por el límite entre la luz y la sombra. Le gustan esas cuadras de vereda tibia al sol matinal, oscurecida en parte por los árboles. Ha hecho muchas veces ese camino desde el bunker del Movimiento hasta la redacción de El Atopiano. Lleva en su cerebro el olor a tinta serigráfica fresca y a la pinotea de los tablones donde las cumpas estampan, protegidas del tedio por la música de la radio, los frentes de algodón negro recién traídos del taller textil social de Villa Mándrax:

JUSTICIA X SAMY

Va pensando frases para escribir:

Le robaron el teléfono, vio cómo mataban a un pibe y lo acusan de su muerte.

Piensa en Walter, su precursor como cronista de Policiales, víctima de todas esas desgracias. Se pregunta cómo estará, qué más sabrá, si querrá darle otra entrevista...

*

Walter Oliverio ya casi no sale. No quiere ver de cerca un mundo tan injusto. Se la pasa mirando la tele en el sofá y se ha vuelto casi alcohólico. Solo va de noche a la estación de servicio a la vuelta de su casa, donde charla con el playero amigo, el que reconoce un fraseo de música clásica en un ringtone; después entra al servicentro y se compra su provisión de ginebra. Es la época en que existen todavía estaciones de servicio que están abiertas toda la noche y tienen computadoras en red y teléfonos fijos.

*

A Ángel ya le toca abrir la pesada puerta de reja, entrar a una planta baja gris, subir por escalinatas gastadas hasta la cafetería donde apenas si llega una luz filtrada de claraboya y saludar al barman ciego de la cafetería, que siempre lo percibe y lo saluda antes de que él lo vea; de allí tiene que pasar a la oficina de redacción, donde reinan el caos, la prisa y los fantasmas. Es el primero en llegar. Abre de par en par la ventana, airea la sala, enciende las viejas máquinas. Se da el lujo de dejar apagado el televisor.

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Echado en el sofá, con el vaso en la mano a pleno mediodía, Walter analiza las noticias. “Está grave el herido en Tribunales”, dice el zócalo. Ya todos se olvidaron de Samaliel Jesús Villegas, por quien clamaban hasta recién los simpatizantes de la fiscal Ramírez. “Desplazadas las masas de manifestantes de la Plaza del Foro por las medidas de seguridad que hubo que tomar luego del inexplicable y trágico estallido del detector de metales…”. De puro vicio gremial de periodista gráfico, maldice la pereza intelectual de sus colegas. El herido en la explosión “sería abogado y habría intentado ser retenido por fuerzas de seguridad luego de irrumpir en actitud amenazante en la audiencia de una causa por la muerte de su hermano en un siniestro ocurrido hace dos años, causa en la que él mismo querellaba”. Así hablan los vagos, piensa. Ni un adjetivo para embellecer la frase. Leen de los comunicados de prensa y listo. “El herido se hallaba querellando contra el responsable del presunto accidente cuando fue víctima del nuevo siniestro”.

Del querellado, ni noticias. Todos lo buscan para hacerle preguntas, pero es como si jamás hubiera existido. La secretaria que le estaba tomando declaración, de repente no lo vio más. Su abogado tampoco lo vio más. No aparece en los videos de seguridad. Nadie lo vio salir del edificio. Walter une los puntos: ¡es Elégarr, el mago, el cantante de Nigredo! Él manejaba; él chocó la combi la noche fatal en que La Rocka, el baterista, murió degollado por el filo de bronce de los platillos de su propio instrumento. Ningún misterio, se dice Walter, que lo conoce bien: Elégarr se escabulló aprovechando la distracción de la catástrofe y sabía dónde estaban los puntos ciegos de las cámaras.

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Atopia apesta a sangre. Ángel trata de traducir la sangre a tinta. Se sienta en una silla ergonómica con rueditas, va rodando hasta el fijo de su sección y se pone a buscar números. Llama a la fábrica de vidrios Diamante y pregunta por el encargado de vigilancia de la mañana. No está. Pide el número particular. No, no dan números del personal. Se la esperaba. Pide el interno de Recursos Humanos. Tiene suerte y llama. Atienden, se pasan el teléfono entre dos o tres, lo dejan oyendo conversaciones boludas hasta que una voz ronca se apodera del tubo. Ángel revisa rápidamente sus anotaciones, invoca el diario y pregunta por Lucci, el baleador de vidrios blindados de la fábrica.

—No sé de quién me habla.

Recursos humanos corta. Ángel se frustra y nota que viene rodando hacia él, en otra silla ergonómica con rueditas, como si la oficina de redacción fuese una pista de autitos chocadores, el editor Gerardo Kant. Lleva una camisa XL que le queda holgada.

—Piuma, Piumita, toda esa data que vos buscás ya la tenemos. Tu compañera de la sección Cultura, Elena Ellena Winograd, es heredera del principal accionista de la fábrica de vidrios. Te digo por si lo sabías y te olvidaste, cabecita loca. Todos menos ella se pusieron de acuerdo en decirnos a nosotros que el changarín Lucci no existe. ¿Y vos sabés quién es Lucci? ¡Mano de obra desocupada, querido! Un lobo suelto de las patotas de la dictadura, pero nadie le pudo probar nada en ninguno de los juicios de lesa.

—Buenas tardes, Gerardo. Nota de tapa, ¿no?

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Walter no se perdona haber dejado subir a aquel pasajero sospechoso. Tampoco se perdona el orgullo trágico de haber sacado el teléfono para hacer la última foto. Vive hundido, como un buque oxidado en el fondo del mar. Hasta esa profundidad le llegan las noticias. Entre él y su esposa Griselda, la gata y la intimidad hogareña en la que los tres vivían en paz hasta hace poco, se ha abierto un abismo que va ensanchándose. Y él ni siquiera trata de salvar ninguna relación. Es que ahora existe en piloto automático.

Griselda se ha sentado por fin a su lado en el sofá. Le avisa que ya va a estar la comida y le reprocha que atornillado ahí no lo deje darse atracones de su serie favorita.

—Pero si Breaking Bad es lo que nos pasa, amor…

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—No, Piuma. Tarde piaste. La tapa de mañana es el detector de metales.

Kant enciende el televisor. Ángel escucha especulaciones sobre el sospechoso del estallido del detector: sería el mismo que habría chocado la combi dos años atrás.

—Decime que seguimos siendo éticos. Decime que no es por Elena ni por Lucci.

—No dije que levantábamos tu nota. Dije que la levantamos de la tapa, nomás.

Ángel suspira, aliviado. Todavía siente que camina por el lado de la luz.