En 1968, Yasunari Kawabata fue el primer escritor japonés en recibir el premio Nobel de literatura. Vestido con un kimono, el rostro flaco y el gesto recio, dio un discurso de aceptación titulado “Mi bello Japón y yo”. En su texto, Kawabata habló del paso del tiempo, de la belleza en la transición de las estaciones y sobre todo de la amistad como una forma de humanismo. “Cuando sentimos la felicidad de habernos encontrado con la belleza, es cuando pensamos en quienes amamos, y deseamos compartir con ellos esa felicidad”, dijo.

La fecha no es azarosa. En 1968, Japón estaba viviendo un momento de transición y despegue económico que había iniciado a comienzos de los años 60 y culminaría en 1980. El llamado “milagro japonés” fue el resultado directo del Tratado de San Francisco, que Japón firmó con Estados Unidos en 1951, luego de anunciar su derrota en la Segunda Guerra Mundial. Aquel pasado imperial soñado en las primeras décadas del siglo XX daba paso a un Japón reorganizado, desarmado, con bases norteamericanas en Okinawa y una fuerte presencia de capitales financieros extranjeros que permitieron una veloz reactivación económica en el país. Por otro lado, en 1968 se cumplían cien años del comienzo de la Era Meiji, una etapa particular en la historia de Japón moderno, caracterizada por el inicio de un largo y complicado proceso de occidentalización y apertura de los mercados. Los puertos empezaron a recibir noticias del resto del mundo. Si bien las medidas políticas y económicas de la Era Meiji parecían algo inevitable en el panorama mundial del Siglo XIX, el impacto social y las consecuencias que tuvo internamente generaron diferencias durante años.

En su discurso, Yasunari Kawabata habló de la belleza, el tiempo y la amistad. Atrás estaba la guerra, atrás quedaban las intenciones de ocupar Corea y Rusia, atrás había quedado incluso el mundo de los Samurais y las divisiones internas dentro de los clanes. El Japón que evocaba Kawabata en su discurso de aceptación del Nobel en 1968 era pacifista, una combinación entre un pasado cultural heredado en una larga tradición poética y literaria, y un estado actual de las cosas, un mundo que se piensa moderno sin perder de vista su herencia cultural. Porque, si bien las imágenes que Kawabata evoca en su literatura abundan en paisajes, casas tradicionales y arreglos florales, hay también elementos de un Japón moderno, como los trenes, las ciudades en constante cambio y movimiento, hombres de oficina solitarios que buscan compañías en el medio del anonimato. Esos dos mundos lejos de estar en tensión se plantean, bajo la mirada sensible y la escritura de Kawabata, una armonía pacifista cargada de una sugerente sensualidad y melancolía.

El crítico norteamericano Donald Keene, en su libro Five modern japanese novelist, sugiere que en la Academia sueca se decidieron casi a último momento entre Yukio Mishima y Yasunari Kawabata, quienes mantenían una cordial amistad reflejada en cartas breves que, agrupadas en un volumen imprescindible, componen una profusa correspondencia. Kawabata había “apadrinado” la carrera de Mishima, y fue quien presidió el funeral del autor de Caballos desbocados. Al parecer, a los suecos no les interesaba mucho el pasado belicoso y comunista de Mishima, quien terminó por quitarse la vida luego de tomar por asalto el Ministerio de Defensa japonés, en un acto de seppuku tradicional, al grito de que Japón había sido invadido por la corrupción, la inmoralidad y, en definitiva, por la modernidad occidental. Kawabata, en cambio, con su oda a la belleza y al Japón tradicional, era un candidato menos glamoroso, aunque más acorde para llevarse el premio, a pesar de que las traducciones al inglés de sus novelas no habían funcionado del todo bien con el público norteamericano.

Desde ese entonces, su obra ha crecido y se ha expandido, aunque de las costas japonesas hacia afuera. Matías Chiappe, traductor, escritor y doctor en literatura japonesa por la Universidad de Waseda, en un texto publicado por la universidad, escribe que siempre se sorprende de la proyección y el alcance que tiene Kawabata afuera de Japón, mientras que sus propios alumnos japoneses no solamente prefieren a autores como Osamu Dazai, Ryu Murakami o Higuchi Ichiyo, sino que apenas conocen su obra. Keene también recibía los mismos comentarios por parte de los japoneses hace sesenta años: por qué a los extranjeros solo les interesan obras relacionadas con el kacho-fugetsu, es decir, historias que tienen una fuerte presencia de la luna, el viento, las mariposas, y las flores. Esto, responde Keene, no siempre fue tan así, aunque, con el correr del tiempo, y con autores célebres como Haruki Murakami y Banana Yoshimoto, que Keene no llegó a analizar, uno se atreve a pensar que aún persiste un cierto interés en el lector extranjero por encontrarse con estos elementos cuando aborda una novela japonesa.

EN LA PALMA DE LA MANO

La editorial Seix Barral vuelve a poner en la mesa de novedades la obra de Yasunari Kawabata, una reedición de los libros publicados hace unas décadas en Emecé. Las traducciones son, en su mayoría, las mismas, e incluso algunos de los prólogos. Ahí está el célebre y bello texto introductorio de Juan Forn a la novela más famosa de Kawabata, País de nieve. Japofílico confeso, Forn fue uno de los escritores argentinos que más difundió su obra y le dedicó algunas de sus contratapas. A la serie de reediciones, se suman Lo bello y lo triste con prólogo de Liliana Ponce, el escritor uruguayo de ciencia ficción Ramiro Sanchiz comenta su devoción por las Historias en la palma de la mano y la gran escritora Anna Kazumi Stahl analiza la tensión entre tradición y modernidad en la crónica novelada El maestro de go.

A estas nuevas ediciones, se anunciaron otras obras como El rumor de la montaña, La bailarina de Izu, La pandilla de Asakusa, Mil grullas, y otras menos conocidas como Segundo matrimonio y En el lago. Tal vez, la novedad más importante sea la novela póstuma de Kawabata, Dientes de león, con prólogo de Alejandra Kamiya y traducida directamente del japonés por Tana Oshima, quien ha traducido, para la editorial Impedimenta a Yu Miri y Yuko Tsushima.

Nacido el 15 de junio de 1899, Kawabata fue huérfano de padre y de madre a los tres años, cuatro años después perdió a su abuela y luego a su hermana, quedando al cuidado de su abuelo. Tan acostumbrado estaba a asistir a velorios que Yukio Mishima lo llamaba soshiki no meijin, el maestro de los funerales. Creció al norte de Osaka, en Mino, entre montañas, lagos y naturaleza. A los quince años escribió su primer texto, un diario sobre sus caminatas al colegio que su abuelo pudo leer una semana antes de fallecer. El diario fue publicado tiempo después luego de ser encontrado en un baúl, en la casa de su tío, quien tomó la tutela de Kawabata hasta que este decidió mudarse a la ciudad de Tokio.

En la ciudad, mientras estudiaba en la Universidad Imperial, Kawabata se unió a un grupo de escritores y realizadores cinematográficos, llegando a escribir el guión del primer corto experimental japonés. Abrazó el modernismo, fundó junto a Riichi Yokomitsu "La escuela de las nuevas sensaciones” (Shinkan Kakuha), que buscaba experimentar con la escritura en el acto y el fluir de la conciencia, y empezó a leer novelas occidentales. James Joyce, Marcel Proust, Henry James, el mundo rural de su abuelo se ampliaba en términos de lenguaje. Kawabata cambió los senderos de montaña para perderse en las laberínticas e intrincadas calles de Tokio con los sentidos bien abiertos, en uno de los barrios más extremos y salvajes llamado Asakusa, anotador en mano, para llevar adelante sus experimentos literarios, como un cronista de su tiempo, obsesionado por el mundo del hampa, el alcohol y las mujeres. Pero lo cierto es que Kawabata nunca se involucró en ese mundo. Tiempo después, escribió en su diario: “A pesar de haber estado muchas noches en ese barrio, lo único que hice fue caminar. Nunca me involucré con los delincuentes ni con su vida”.

En 1931, Kawaba contrajo matrimonio y se mudó a Kamakura, la vieja capital de los samurais. Abandonó la vida social citadina y toda intención por escribir al ritmo de los tiempos. Empezó un retraimiento y un gusto por la soledad, una lectura consistente de los clásicos. En su diario escribió: “Creo que los clásicos de Oriente, especialmente las escrituras budistas, son la forma más suprema y perfecta en literatura que hay en el mundo. Repaso los sutras no solamente por sus enseñanzas religiosas, sino también por su visión literaria. He bebido de la literatura moderna de Occidente y la he imitado, pero soy oriental y durante los últimos quince años no he perdido el sentido de mi herencia”. En 1934, Kawabata visitó las termas de montaña de Yukawa, luego volvió a viajar en otoño del mismo año.

El sector montañoso de Japón está ubicado cerca de la costa occidental de la isla. La nieve cuando cae alcanza los cuatro metros de altura, y en aquellos años solo se podía acceder en tren Es una zona de una belleza particular, que se encierra en su aridez blanca a la espera de la primavera. Mientras viajaba, con la vista clavada en el paisaje, Kawabata imaginó a un hombre triste y solitario que buscaba la compañía de mujeres a quienes no podía amar, un diletante de ciudad a quien llamó Shimamura que establece un vínculo sensual (en Occidente diríamos histérico) con Yoko, una geisha de montaña. El primer capítulo de la novela apareció en 1935, si bien Kawabata era conocido como un crítico, la novela, una vez publicada completa, lo proyectó como un novelista. Sin embargo, siguió añadiendo capítulos en las sucesivas reimpresiones, hasta cambiar definitivamente el final en el año 1948.

LOS AÑOS QUE ME QUEDAN

Gracias a su participación activa dentro del Pen Club japonés, cargo presidencial que incluso presidió durante un tiempo, Kawabata aceptó la invitación de presenciar una partida de go en 1938. Durante su juventud, el escritor había sido un entusiasta del juego de origen chino, que consiste en poner piedras sobre una enorme cuadrícula dibujada sobre una madera. Los jugadores que se desafían a una partida de go lo hacen no para vencerse el uno al otro sino para crear entre los dos un dibujo dinámico que da cuenta del paso del tiempo. Se esperaba que la partida celebrada entre el maestro octogenario Shusai Honnimbo y un joven campeón de nombre Otake demorase unas pocas semanas, aunque debido a unas complicaciones de salud del gran maestro la partida se prolongó durante meses. El texto de Kawabata es una pieza literaria de gran belleza, que combina el registro periodístico, la reflexión literaria y no abandona las obsesiones del autor en relación a la convivencia o coexistencia de dos mundos en una misma isla. Como señala Anna Kazumi Stahl en su prólogo a El maestro de go, “el campeonato de go de 1938, entonces, tiene una dimensión evidentemente alegórica, y el último campeonato es también símbolo de la batalla entre la tradición y la modernización, entre los valores de respeto por la antigüedad y los de la competencia abierta, entre el go como arte y el ajedrez de Occidente como deporte”.

Aunque, la partida celebrada en 1938, también tuvo un correlato con el contexto histórico. Al año siguiente se desataría la Segunda Guerra Mundial y Japón se convertiría en un aliado central de Alemania e Italia. Dos hombres recluidos en las montañas, para celebrar un partido de un juego milenario era para Kawabata una declaración de principios, no solamente en relación al juego como metáfora de la creación artística, sino una postura política con respecto a la guerra. En esos años, trabajó como un guardián de ataques aéreos, y en sus horas libres, cuando no hacían patrullas entre civiles, leía Genji Monogatari, la gran novela cortesana de Murasaki Shikibu del período Heian; otra declaración de principios, y que, en cierto modo, tiene mucha relación con País de nieve. Años después, y a pesar de haberlo intentado, Kawabata nunca pudo escribir sobre la bomba atómica en Hiroshima o Nagasaki. “Creo que mi vida posterior a la guerra puede llamarse como “los años que me quedan”, y que esos años que me quedan no son míos sino una manifestación de la belleza en Japón” escribió en su diario.

Y, sin embargo, los años posteriores a la guerra no fueron en absoluto de reclusión. Kawabata tuvo una intensa vida literaria, tal y como lo demuestra la enorme cantidad de novelas y cuentos que publicó, como los que agrupó en Historias en la palma de la mano, escritos es un período de tiempo muy extenso, entre 1921 y 1972, son relatos etéreos, suspendidos en el tiempo, que tensan una mirada animista sobre situaciones y atmósferas por momentos irreales. Fueron, para Kawataba, ejercicios poéticos de estilo, que encuentra, muchos años después, un eco en los relatos de Haruki Murakami, Sauce viejo, mujer dormida.

A pesar de tener una fuerte tendencia a pensar y a escribir sobre las tradiciones japonesas, Kawabata nunca escribió una novela histórica. Luego de ganar el Nobel, Kawabata no publicó más libros, aunque, como no dejó de escribir, como lo demuestra la novela Lo bello y lo triste, y, ahora, la nueva traducción de su novela inconclusa, Dientes de León. En ambos casos, no abandona su mirada sobre la persistencia de un Japón tradicional en un mundo de cambios constantes, ni tampoco deja de auscultar la sensibilidad entre vínculos atípicos, aunque su prosa, no ya sujeta, como en muchos casos anteriores a los rigores y espacios de las entregas en diarios, se vuelve más extensa y psicológica, sin perder la destreza en la observación y en lo sugerido.

 

En Dientes de León, una mujer llamada Ineko padece una “ceguera del cuerpo”. Es sacada del manicomio por parte de su madre para llevarla a la casa de Kuno, quien pretende casarse con ella con la intención de curarla. Ese mal de cuerpo, la enfermedad invisible que asolaba el alma de Ineko, pareciera similar a la que aquejó a Kawabata en sus últimos años, quien murió el 17 de abril de 1972, en circunstancias nunca aclaradas, luego de prender las hornallas de su casa, liberar el gas y cerrar las puertas y las ventanas de su departamento con vista al mar de Hayama.