Desde Barcelona

UNO A la fuga pero sin orden de captura (siempre ha sido honesto e inocente con todo y todos los demás aunque cada vez lo sea menos con sí mismo y con sus cosas) Rodríguez sólo desea irse de aquí lejos, más lejos aún, a otro planeta. Pero no tiene ningún amigo entre esos presentes magnates cósmicos que sueñan con futuro inmortal y galáctico. Por lo que Rodríguez se conforma con ir a ver la segunda parte de Dune y viajar a Arrakis.

DOS Gran estreno postergado por huelga actoral y huelga decirlo: Dune 2 está dirigida por quien dirigió Dune 1 (luego de una fallida pero aun así apasionante expedición comandada por David Lynch y de un racimo de miniseries estilo Sci-Fi Channel) y quien ya tenía en su haber otras dos incuestionables obras maestras del género: el franco-canadiense Dennis Villeneuve, responsable también de Arrival y de Blade Runner 2049. Director de cine más pictórico y paisajista que cinético-narrativo, espectacular recreador de mundos que suenan y resuenan (Rodríguez sacó entrada para verla en retumbante Atmos surgiendo de paredes y techo y suelo con portentosa partitura de Hans Zimmer). Y Villeneuve acometió traducción en imágenes de saga de Frank Herbert con arrojo y respeto consiguiendo --para Rodríguez-- resultados más que encomiables a la hora de enfrentar a Atreides con Harkonnen (y hay pocos placeres como el de reencontrarse con Christopher Walken no más sea por unos pocos pero decisivos minutos, y Javier Bardem está formidable como clon de aquel Anthony Quinn que le replicaba a aquel Peter O'Toole en otras voces y otras arenas). Y así, de paso, volviendo a poner de manifiesto todo lo que le deben y no le reconocen del todo gente como George Lucas y George R. R. Martin, quienes apenas se molestaron por cambiar dragones por gusanos gigantes pero mantuvieron imperios y casas capitulares y todas esas palabras raras.

TRES Así, munido de balde XXL de palomitas (aunque aquí no se comercializa ese recipiente especial demasiado parecido a una vagina dentata/juguete sexual que pocas semanas atrás inspiró un sketch antológico de Saturday Night Live), Rodríguez espera que se apaguen las luces y se encienda la gran pantalla leyendo en pantallita un artículo en The New Yorker que perfila la vida y obra de un tal David J. Peterson. Alguien que empezó a crear lenguajes en el año 2000 mientras estudiaba en Berkeley y pronto descubrió que había todo un área en lo suyo que podía ser redituable: los idiomas inventados que se hablan en películas de fantasy-anticipación. Sí: lo que se habla y escucha como efecto especial decisivo en El señor de los anillos, Avatar, Hombre de acero, Star Trek, Halo, mucho de Marvel y DC, y hasta la jerga brujeril-victoriana en Penny Dreadful. Y Peterson se consagró con las enfáticas modulaciones del Dothraki y el Alto Valyriano y lo demás es historia. Y Peterson hace lo suyo deshaciendo partículas de swahili y de egipcio antiguo y esperanto y de un surtido de patrones fonológicos de aquí y de allá (lo que parlotean los fremen en Dune tiene, se sabe, fuertes y enramadas raíces árabes con floridas derivaciones del francés y turco y hebreo y alemán y navajo y persa, por supuesto, petersoniano) y hasta lo explica en un libro: The Art of Language Invention, donde no figura, afortunadamente, el cada vez más incomprensible e ilegible dialecto politiquero-mediático-redsocialero que tartamudea nuestros días recortados y cada vez más largas noches. Pero eso, al menos por casi tres horas, está afuera, no perdido sino encontrándose en el espacio. Ahora, en la pantalla, se dice y oye mucho Mahdi, Muad'Dib, Bene-Gesserit, Lisan al-Gaib y, por supuesto, nada de la muy invocada en la novela Jihad porque... Pero a Rodríguez lo que más le interesa --y lo paladea en voz baja como en un eco, cada vez que alguien ahí lo menciona o lo invoca-- es eso de Shai-Hulud, que significa "Cosa de la Eternidad" y que...

CUATRO ...es el nombre que los desértico nativos le dan a esos divinos gusanos gigantes a los que montan como si fuesen tablas de surf o, mejor, olas surcando la superficie del planeta más ricamente explotable y ferozmente sometido del universo. Y hubo un tiempo en que Rodríguez lo supo todo sobre ellos mientras leía --en las primeras ediciones españolas de Acervo-- la trilogía inicial de Frank Herbert. Y, décadas después, los siguió y persiguió en la segunda trilogía y, de tanto en tanto, hasta aventurándose en todo eso tan oportunista pero a la vez nunca del todo innecesario que Brian --hijo de Herbert-- convirtió en franchise interminable a base de secuelas y precuelas y durantecuelas junto al profesional-mercenario Kevin J. Anderson. (Y la verdad sea dicha: a la hora de la gran space-opera, Rodríguez sigue esperando que a alguien en las oficinas de Netflix y alrededores dé luz verde a la adaptación del proustiano y melvillero Ciclo Solar del gran Gene Wolfe quien además, cuando no estaba viajando con su imaginación, diseñó el aparato que corta las enlatadas y especiosas y adictivas Pringles.) Y, de acuerdo, lo de Herbert no era fácil de leer (nunca fue gran estilista ni relator fluido y sus diálogos parecen anticipar la dicción/fraseo enciclo-expositivo de Wikipedia); pero sí estuvo y está claro que lo suyo, en 1965, sintonizó a la perfección con los tiempos que estaban cambiando. En Dune había droga alucinógena cuasi lisérgica (pero también geriátricas y preservadoras de la juventud y predictivas y pasaje de ida y vuelta a los más astrales viajes) y revoluciones/guerras cheguevarianas-vietnamitas y enseñanzas donjuanísticas y extranjerismo-nomádico turístico-katmandústico y hermandades empoderadas muy Women's Lib, y mesías generacional listo para derrocar el Viejo Orden. Check en todos los casilleros. Y, sí, se sabe por su correspondencia que al muy conservador J. R. R. Tolkien no le gustó porque (más allá de que los Beatles hayan jugueteado con la idea de contratar a Kubrick para actuar lo suyo) cabe pensar que sintiese que la prosa de Herbert no estaba a la altura de la elegante cadencia oxfordiana y católica de lo suyo. Y que, last but not least, lo que Herbert hacía chacharear a los suyos le retumbase al lingüista Tolkien como algo demasiado infiel y pagano y, sí, deslenguado.

 

CINCO Pero, ah, Rodríguez vuelve a emocionarse --como si lo leyese-- cada vez que uno de esos gusanos gigantes cruza la pantalla. Y es como si se hubiese dado un chute de melange. Y se acuerda que, tres novelas después --y tal vez de todo esto ya se ocupe serie de TV ya anunciada y producida por Villeneuve-- Leto, imperial hijo de Paul, muta y/o evoluciona a inmortal y colosal Homo Gusano y, claro, su vida no es fácil de llevar: por un lado el legado de su padre mesiánico y legendario, por otro eso de andar arrastrándose de aquí para allá. En cualquier caso, Rodríguez --saliendo del cine y más estrellándose que aterrizando en esta Tierra rebosante de malos bichos y parásitos surtidos y (cortesía del calentamiento global, cada vez más parecida a Dune pero sin agua y mucho menos valiosa especia) firmaría ya para convertirse en gusano gigante porque, piensa, cualquier cosa sería mejor que seguir siendo la solitaria lombriz que es desde hace tantos años. Años no luz sino sombra habitando la muy poco sabia pero muy agusanada manzana de una podrida Tierra a cuyos habitantes ya muy pocos les auguran una bien filmada y actuada segunda parte.