Antes por ser homosexual te rechazaban, te cagaban a palos. Los boliches gays que no pagaban la coima para funcionar sufrían razias, una práctica nocturna cotidiana en la que la policía salía a la cacería de homosexuales. En literatura, te censuraban. Por ejemplo, cuando Carlos Correas publicó en 1959 su primer cuento, La narración de la historia, en el que describe un levante homosexual callejero por Constitución, fue acusado por el delito de publicación obscena y hasta tuvo una condena de prisión en suspenso. O cuando la escritora Reina Roffé publicó la primera novela lésbica en Argentina en 1976, Monte de Venus, también fue prohibida y sacada de circulación. Y en aquellos casos que se lograba la publicación de algún libro, la censura aparecía en la película que se llevaba a cabo en la pantalla grande. Así pasó con la película Tomates verdes fritos donde las protagonistas en la novela, escrita por Fannie Flagg, eran pareja y no amigas como aparece en la película.

De a poco se fue logrando la inclusión con mucho activismo. Aparecieron más boliches para ir a bailar, dejó de haber razias, cada unx fue saliendo de la clandestinidad, el contrato social fue cambiando y de a poco fue habiendo una aceptación transgeneracional.

El movimiento LGTBQ+ junto al movimiento feminista, las organizaciones sociales, los sindicatos y los partidos políticos, fueron impartiendo sus fuerzas y en el 2010 se logró la Ley de Matrimonio Igualitario. De ahí en adelante se promulgaron muchas leyes que fueron ampliando derechos. El lenguaje inclusivo acompañó esa conquista y la diversidad tomó mayor consistencia. Se fomentó la visibilización de la pluralidad de los géneros y cada vez más, se puso en evidencia que sexo e identidad de género no siempre se corresponden.

En los últimos años, el mayor frente de resistencia fue y es el movimiento transfeminista que fue tejiendo y consolidando la idea del otro semejante como lo otro. La marea verde conquistó las calles para lograr la legalización de la Interrupción Voluntaria del Embarazo. Ley que se aprobó en el mes de diciembre del 2020.

En ese contexto se impuso la pandemia a comienzos del 2020. El encierro provocó la fuerte idea que el otro era un enemigo que podía contagiar. El otro se volvió un rival imaginario que en una pisca de segundos podíamos llegar a odiar.

El odio hacia el otro fue tomando cada vez mayor protagonismo y aparecieron los autodenominados antivacunas con un discurso negacionista, terraplanista y con teorías conspirativas. Negaron la epidemia del COVID, desconfiaron sobre las evidencias científicas y reaccionaron con su mayor odio proclamando libertad.

El Estado puso a disposición vacunatorios, personal, centros de testeo, bonos, ayudas y las vacunas en pos de prevenir que la epidemia se propague mundialmente. Cada unx podía optar por vacunarse o no hacerlo. Cuantas mayores personas estaban vacunadas, ayudaba a que no se propague el virus. Se implementó una política de salud comunitaria.

La pandemia despertó el ser primitivo que suele estar tapado en capas tectónicas mediante la educación y regulado por la misma civilización. Puso en evidencia el instinto de supervivencia: yo o el otro. Abrió la caja de pandora y se desató la barbarie. Emergió la extrema derecha como síntoma social. Las derechas toman fuerzas y van al lugar más primitivo del ser humano.

La grieta se profundizó. Por un lado, algunos que proclamaban una libertad falseada y, por otro lado, aquellxs que resistían por creer en el otro, en el lazo, en lo común que hace comunidad. Casi que se produjo un deslizamiento simbólico de ciudadano a individuo.

Los efectos de este síntoma social es la tendencia a un discurso único. Aparece el odio como respuesta a lo que difiere de ese discurso totalitario. Es decir, cuando no se está de acuerdo o se piensa diferente, del otro lado hay una respuesta agresiva. ¿Hay libertad de pensamiento cuando hay obediencia o expulsión?

Se rechaza lo que queda por fuera del discurso único que se quiere implantar. Cada vez hay menos lugar para la conversación y la discusión creativa. El valor de la palabra se está disolviendo. Los argumentos son cada vez más escuetos y sin contenido. Está habiendo una tendencia al pensamiento bidimensional: se está de un lado o se está del otro y sin cuestionamientos y sin críticas.

Aparecen los profetas, los enviados de Dios, invocando a las fuerzas del cielo que vienen a salvar a la humanidad para revelar una profecía en la que nos advierten de algo que no llegamos a darnos cuenta los mortales: No la ven, dicen por ahí. El enviado es un representante en la Tierra que está sobre los mortales para transmitir las reglas que ordenan el Universo. Entonces, si alguien no está de acuerdo con ese nuevo ordenamiento, cumple igual y se sacrifica porque esas pautas no fueron puestas por un semejante.

Las fakes news, la misoginia y la monstruosidad distorsionan la realidad, alteran contratos sociales y quiebran la regulación del Estado. El orden social se desajusta y los argumentos son discursos fragmentados ligados y sostenidos únicamente por el odio. En palabras de Julia Mengolini: “El odio va a ser necesario para sostener el sacrificio que la gente común va a tener que sufrir”.

En el año 1992 hubo una publicidad de Fundación Huésped, titulada Camas, que decía: Primero se llevaron a los homosexuales, pero yo no me preocupé porque no era homosexual. Después se llevaron a los drogadictos, pero yo no me preocupé porque no era drogadicta (…) Ahora ya es tarde. Están golpeando a mi puerta. Fue basada en un poema de Martin Niemöller, quien en la década de 1920 y comienzos del ‘30 simpatizó con las ideas nazis, pero después de que Hitler subió al poder en 1933, Niemöller se volvió un fuerte crítico y opositor. Y los últimos ocho años del dominio nazi, de 1937 a 1945, estuvo prisionero en un campo de concentración. Escribió en ese entonces: Primero vinieron por los socialistas, y guardé silencio porque no era socialista / Luego vinieron por los sindicalistas, y no hablé porque no era sindicalista / Luego vinieron por los judíos, y no dije nada porque no era judío / Luego vinieron por mí, y para entonces ya no quedaba nadie que hablara en mi nombre.

No es tarde para alzar la voz, sostener y seguir construyendo el lazo social. En este 8M hay que salir a la calle porque la unión hace a la fuerza. Desplegaremos nuestra potencia para que perduren las conquistas y no se deroguen los derechos ganados. Unidas y unides, todxs presentes en esta lucha colectiva. Nos vemos en la calle.