“Volver a Perú iba a permitirle la foto que ella hubiera querido ver y así, tal vez, hacer las paces, entre ellos y con el fin Cuando no se consigue eso, una madre muerta pasa a ser una imagen que usamos para amenazar el presente desde el pasado. Ocurre igual con ciertas fotografías. Otras en cambio amenazan el futuro”, pensará Ezequiel, uno de los tres hijos de Ana, que acaba de fallecer. Si bien es cierto que la división entre pasado y presente y futuro sólo es una línea sin espesor, ocurre que, para Ezequiel, y también para su hermano Carlos, la muerte de la madre es todavía una noticia que aún no se materializó en ausencia, ese espacio siempre complejo y contradictorio donde se dialoga con uno mismo hasta el hartazgo para quizás, finalmente, y no en todos los casos, terminar entendiendo que se puede tener razón y ser injusto. La hermana de ambos, Lucía, en cambio, sí presenció la muerte de su madre y es a partir de ese momento que comienza Canción de vísperas, la nueva novela de Guillermo Cácharo.

“Creo que no me ocurrió otras veces, pero en el caso de esta novela el texto se abre con el acontecimiento que funcionó para mí como imagen disparadora, es decir, quedó como inicio del texto la situación de la que partí para la escritura: una mujer joven asiste al momento preciso de la muerte de su madre, que en el instante final pronuncia una frase que invierte el sentido común, lo esperable: ‘No hay odio más grande que el odio de madre’. Desde ese punto de partida pensé que la voz narrativa tenía que ser la de la hija, Lucía, y que su relato debía empezar con ese instante y esa frase que de alguna manera funciona como un fantasma para el resto del texto”, dice Guillermo Cácharo, músico y escritor que, a lo largo de los años, ha construido una sólida y profunda obra transitando todos los géneros, autor de No había luna esa noche, libro de relatos merecedor del reconocido premio Internacional Juan Rulfo (Francia); la novela Cronología de la furia, que aborda con una sensibilidad notable los períodos cíclicos de violencia política que sufre la sociedad en nuestros país, La guerra de Troya, versiones de mitos clásicos y Forastero de mí y otros poemas reunidos. Como dramaturgo, Silvia en el espejo, fue escrita por encargo del Municipio de Morón para el ciclo de Teatro por la Memoria, la Verdad y la Justicia. “En un momento pensé que la historia tenía que ser contada por diferentes integrantes de la familia. Y creo que aquel origen me impulsó la manera de trabajar el resto, de manera que cada uno de los siguientes capítulos principales lo narran otros cuatro personajes. Son relatos construidos con relativa autonomía, pero también tienen algo de cierre sobre sí, cierta onda a cuento como había sido el primero en un comienzo, que a la vez se articulan para dar forma a la historia. Y obviamente esa decisión me exigió trabajar las distintas voces, y sus distintas perspectivas sobre algunos episodios que se cuentan más de una vez, con sentidos diferentes”.

Ana fue una figura intelectual destacada del mundo académico y de los medios promediando los años 80 y sobre todo a partir de los 90. En el relato aquella notoriedad va a aparecer como un aura paradójica, una sombra que se proyecta conflictivamente en el mundo privado. Pero la historia no pone el foco solamente en la relación entre ellas dos sino que se abre a la trama familiar, marcada por desencuentros profundos, por rencores y roturas cuyo peso no deja de estar presente pese al tiempo transcurrido, que inician desde la juventud de Ana y la relación con su hermana y sus padres. Así, como telón de fondo actúan muchos momentos conflictivos de nuestra historia, desde los 60 hasta los inicios de la reciente pandemia. “En cuanto a Ana particularmente, quería sondear la tensión entre lo intelectual, lo ideológico y lo afectivo en esa figura que tuvo militancia política juvenil y estudiantil, convertida luego en una personalidad académica y de los medios, y en torno a la que giran en buena medida el resto de los personajes”, dice Cácharo. “El primer capítulo de la novela lo había escrito originalmente como un cuento, que estaba bastante cerrado en sí mismo formalmente, sobre todo en lo que serían su ritmo y su estructura. Pero el relato abría incógnitas sobre acontecimientos y relaciones con otros personajes nombrados que pedían un tratamiento más extenso, y así surgió la necesidad de transformarlo en novela. Después, ya en el armado, necesité incluir otros capítulos intermedios, que se denominan Mosaicos, y funcionan como fragmentos que una voz externa va poniendo en juego para ir completando la historia familiar. No se presentan de manera cronológica sino con vaivenes temporales, como un rompecabezas donde muchos sucesos tienen que ir encontrando su sitio. Cuando terminé la novela noté que si la pensaba en términos generacionales, Ana se corresponde con la de buena parte de profesoras y profesores con los que yo me formé en la Universidad de los 80, y los hijos de Ana pertenecerían a la posterior a la mía. Es como si en el trabajo autoral hubiera estado mirando hacia los dos costados de lo generacional respecto de mi propia historia. Entre los diferentes personajes se distribuyen preocupaciones e intereses que son también míos, pero muchas veces de modos que me resultan ajenos. Creo que de alguna manera en el texto y para los personajes representan en última instancia intentos de encontrar respuesta al dolor”.

Mezclando una gran variedad de géneros literarios, en Canción de vísperas también se ponen de manifiesto otras artes como posibilidad de puente tendido a lo que podría llegar a ser uno de sus mayores logros: el trabajo sobre el lenguaje que lleva a cabo Guillermo Cácharo, vale decir llevar al límite, como lo hace todo poeta, las posibilidades que tienen las palabras de ser equitativas o justas cuando el recuerdo se entrelaza con los sentimientos o lo vivido. “¡Qué vida la que vivimos en estos años de muerte! ¡Qué vida la que morimos!”, resuena en Canción de vísperas.

Canción y la importancia de las palabras que, en comunión con la musicalidad, definen su íntima manera de relacionarse con el origen, que no es otra cosa que el silencio, acaso para volver luego a él y resignificarse finalmente como la vida, su paréntesis entre dos momentos de la nada.