El 14 de junio de 2005, la Corte Suprema declaró inconstitucionales las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, que impedían juzgar a quienes habían secuestrado, torturado, asesinado y desaparecido durante la dictadura.

El apogeo de esas leyes se extendió durante casi 20 años. El movimiento de derechos humanos hizo todo lo posible por quebrar la impunidad: escraches, juicios por la verdad, denuncias en el exterior y el impulso de las causas por apropiación de niños, un delito que no había sido perdonado por la Obediencia Debida.

La Corte –renovada por Néstor Kirchner– terminó dándoles la razón a los organismos de derechos humanos y con el “fallo Simón” habilitó la reapertura de los juicios a los genocidas. Argentina llega a sus 40 años de democracia con más de 1200 condenados por crímenes de lesa humanidad. El proceso no estuvo exento de peligros: en el primer juicio de La Plata desapareció el testigo y querellante Jorge Julio López. Pero ni el miedo doblegó el compromiso que se dio la sociedad argentina tras la salida de la dictadura: el de perseguir justicia.