El inminente confinamiento por la llegada de la pandemia era como una nube negra que se acercaba a nosotros. Veíamos que China ordenaba a su población no salir de las casas con medidas muy restrictivas, que Estados Unidos y Europa tomaban decisiones para evitar los contagios en el fin de su invierno: limitar los viajes, usar barbijos, teletrabajar. ¿Cómo serían nuestros días aislados?, ¿cómo convertiríamos nuestros trabajos en modo remoto?, ¿qué haríamos con los niños sin ir al colegio?, ¿cómo cuidaríamos a nuestros padres, los más expuestos al virus? Las preguntas se replicarían en hogares con realidades disímiles. A tres días del comienzo de la cuarentena, el gobierno argentino anunciaba políticas para proteger la economía, acechada por una deuda heredada. El Estado invertía con auxilios y planes de emergencia para preservar puestos de trabajo, sostener a los jubilados y poner plata en el bolsillo de los más vulnerables. Un antídoto para poder atravesar angustias y la espera de una vacuna de la que nada se sabía. El mundo cambiaba y nosotros ya no seríamos los mismos.