El arma estaba a centímetros de la cara de Cristina Fernández de Kirchner. La mano que apuntaba tenía tatuada una cruz de hierro nazi. Ella justo se agachó para levantar un ejemplar de su libro Sinceramente, que alguien había revoleado para que lo firmara. La rodeaba una multitud afín frente al juicio por la obra pública convertido en un show mediático para condenarla. Angustia pensar qué hubiera pasado si la bala salía. Al asesino fallido lo atraparon dos militantes. “Por culpa tuya esa hija de puta está viva”, les gritaron días más tarde. La democracia estaba en peligro y Página/12 lo dijo enseguida. En la previa la derecha pedía exterminar al kirchnerismo, se exhibían bolsas mortuorias, guillotinas, antorchas. Los violentos –fanáticos, varios, de Javier Milei– recibían dinero de la familia Caputo, la del futuro ministro de Economía. El Poder Judicial no busca quién estuvo detrás. Milei será presidente. Quien no repudió el atentado, Patricia Bullrich, será ministra de Seguridad. La amenaza es el Falcon verde. Del odio a la acción hay un paso. Habrá que defender al sistema democrático, avisó Mario Wainfeld ese 1 de septiembre.