A pocas semanas de las últimas elecciones presidenciales en Argentina, el hecho de leer una novela que transcurre en el Espacio Sideral, que narra contactos con especies alienígenas de galaxias lejanas, o que detalla con cuidado la intrincada ingeniería de una nave capaz de detener el tiempo para apearse a un tiempo alterno, pareciera ser un gesto fútil, autista o peor, escapista, luego de los fatídicos resultados que vivimos. Pero sorprende ver que la última novela de Stanislaw Lem -la última dentro del género de ciencia ficción y la última dentro de un género que amablemente podríamos llamar space sentimental oddity-, publicada en 1986 y traducida al español por segunda vez por la editorial argentina Interzona en su colección C, habla, en cierto modo, de un presente que no nos ha dejado de acechar y se ha convertido en una realidad alterna mucho más potente que el chthuluceno.

Pero Lem no pretendió imaginar algo tan prosaico como nuestro abismal presente. Él quería correr la carrera hacia el espacio inabarcable antes de lanzarse a las arenas movedizas del género ensayístico (ediciones Godot publicó su imprescindible Summa Technologiae, y hace unos años atrás, Funambulista sacó su borgeano ensayo llamado borgeanamente Provocación, dos piezas claves de su última producción literaria). Y para poner en funcionamiento la intrincada maquinaría de su imaginación, el escritor de El hospital de la transfiguración tenía distintas rutinas a la hora de escribir. Una de ellas consistía en levantarse bien temprano en la mañana, más o menos a las 4 de la madrugada, no sea cosa de interferir el fluir imaginativo con el ruido de su familia, y así lograr una concentración más plena y pura. Subía al segundo piso de su casa en las afueras de Cracovia, se sentaba en su amplio escritorio y empezaba a escribir. Abajo estaban su mujer, sus hijos y su suegra, durmiendo plácidamente, hasta las 7 u 8 de la mañana. Esas tres horas de madrugada (estamos en la antigua Polonia bajo la ocupación soviética) debían ser realmente heladas, pero Lem era un autor consagrado, con una gran reputación dentro del círculo de escritores polacos que trascendía las fronteras, que firmaba adelantos para escribir entre tres y cinco libros a la vez, y debía despachar de a varios capítulos a la vez. La necesidad de concentrarse era vital.

Aunque había algo más, o así lo cuenta Wojciech Orliński en su biografía Lem. Una vida de otro mundo. Las mañanas eran particularmente sagradas para lo que Lem más quería: observar el momento de transición entre la noche y el día, ese punto de dispersión en el que la luz matutina se ramifica en partículas de suspensión; un momento inexacto en el que la noche da lugar al día. Aquello representaba, para Lem, una forma de admirar e imaginar cómo podía ser viajar por el espacio sideral. En esas horas su escritorio trascendía la ventana del segundo piso de su casa de piedra y despegaba hacia otros mundos, efectuaba viajes siderales con tecnología de avanzada llevando al hombre hacia un universo sin límites, y establecía canales de comunicación con inteligencias ignotas y desconocidas.

Lem imaginó todo, y de todo. Se adelantó al plasma en el uso que le damos hoy en día en televisores y retro transmisores, a las posibilidades diabólicas de internet, y sobre todo al abismo que se abre sobre nuestra consciencia cuando nos enfrentamos al espejo deforme de una inteligencia artificial con preguntas creativas. El gusto de Lem por la ciencia se dio a una edad muy temprana, cuando entraba en el estudio de su padre y se dedicaba a desarmar relojes. Los Lem vivían en un pueblo llamado Leópolis, en lo que hoy es Ucrania. Nació en 1921 y su primer amor fue diseccionar juguetes, falsificar documentos y memorizar manuales científicos. Esos datos no le sirvieron para entender el funcionamiento del mundo sino para expandirlo y para construir otros. Aunque también hizo uso de su experiencia como copista amateur cuando tuvo que falsificar documentos durante la ocupación nazi e inventar salvoconductos. Luego, durante la ocupación soviética, estudió medicina, pero dejó todo para dedicarse de lleno a la escritura.

La publicación de Fiasco viene a coronar en cierto modo una tarea muy cuidadosa que la editorial argentina está haciendo, junto con la mencionada Godot y la española Impedimenta; tarea que consiste en traer a Lem nuevamente a las librerías y rescatarlo de ediciones descuidadas y descatalogadas, pérdidas entre las bateas de usados, viejas joyitas ajadas de Minotauro, Alianza y Bruguera. Fiasco es también su última novela de ciencia ficción dura y la última sobre viajes espaciales, que cerraría el círculo con Solaris, Edén y El Invencible; un género que según él había sido invadido por especulaciones morales y vacías acerca de la pelea del bien contra el mal (o del Capitalismo contra el Comunismo). En todos los casos, el viaje por el espacio, en esta serie de novelas, tiene una sola finalidad: el contacto lejano con la posibilidad de vida alienígena. Pero acá hablamos de Lem: todo contacto o intento de contacto se convierte en un acto imposible de comunicación.

La novela se estructura en dos partes. En la primera, se narra el viaje de Parvis, un astronauta a bordo de una nave sideral con el destino puesto en el planeta Quinta, en el sistema Harpyae. Las señales recibidas de ese planeta plantean un problema temporal; el viaje tiene que alternar los tiempos y la nave debe entrar en un rulo. La partida de la nave de Parvis y su tripulación tiene que darse antes en el tiempo para llegar a un momento en el que la civilización de los quintanos esté lo suficientemente desarrollada como para hacer contacto con los humanos. En ese viaje iniciático, Lem da rienda suelta a su capacidad descriptiva de naves intergalácticas, paisajes siderales (las descripciones del planeta Titán son de una plasticidad que abruma, planeta en donde el personaje queda preso) y teorías especulativas y filosóficas sobre el viaje en el tiempo.

En la segunda parte la trama se agiliza. Parvis y su tripulación logra hacer contacto con los quintanos. El contacto con esta inteligencia propone una forma similar a la de Solaris o en El Invencible. En la primera, una masa protoplasmática inteligente le devuelve a los astronautas de la base de estudios recuerdos dolorosos materializados fantasmas sin recuerdos. En la segunda, una tripulación es enviada a un planeta llamado Regis III para adivinar qué fue lo que ocurrió con la primera tripulación desaparecida de una nave llamada Condor. La tripulación formada por científicos y militares es enfrentada contra una nube compuesta por campos electromagnéticos capaces de replicarse y moverse con astucia de un punto a otro. En ambos casos, la inteligencia alienígena, multiforme y deforme, que propone Lem retoma la llamada “paradoja de Fermi” (muy en boga en los años sesenta): la creencia generalizada de civilizaciones avanzadas por intermedio de especulaciones, teorías y calculos humanos, demostrarían lo defectuoso de la inteligencia humana para poder acceder a esas inteligencias que creemos superiores. Imaginar posibles inteligencias en otros mundos no haría más que demostrar nuestra incapacidad de imaginarnos más allá de nosotros mismos.

 

El Fiasco anunciado en el título esconde una verdad amarga para Lem: no solo la inteligencia humana es defectuosa en comparación a las propias observaciones que no le permiten llegar a una inteligencia más avanzada, sino que hay muchas probabilidades de que esas inteligencias que fueron buscadas incansablemente por el ser humano en otra época no quisieran tener ningún lazo ni contacto con los humanos. Lem se pregunta, ¿por qué los alienígenas querrían conocernos? ¿Tienen interés en saber quienes somos? ¿Qué les puede interesar sobre nuestro mundo y por qué no hacen contacto ellos, en primera instancia, con nosotros? La tripulación guiada hacia los Quintanianos por Parvis entra en una paradoja incluso más peligrosa que la de Ferni; es la incomunicación lo que moviliza a los personajes - a todos nosotros en estos días- hacia la búsqueda de un sentido anudado en el sinsentido; aunque en esa búsqueda, esquizoide e irresponsable, por entender a los otros, se nos vayan los años y las fuerzas que nos quedan y seamos arrastrados, como Parvis, a una guerra intergaláctica que no deseábamos ni esperábamos.