La primera vez que supe de las dos entradas fue sobre Avenida Las Heras, un edificio antiguo de estilo francés. Yo estaba emocionada porque ya tenía siete años y nunca había sido su asistente. Tomamos el colectivo y atravesamos la ciudad de noche, a la hora en la que los que trabajan con el bolso al hombro salen de sus casas para llegar puntuales a destino. La ciudad se veía fría del otro lado de las ventanillas, pero dentro de la máquina, la respiración amuchada de la gente, su olor a comida en la ropa, a cuerpos aún dormidos, me hicieron sentir que todavía estaba en casa. Dormí todo el viaje a upa de él, con el vaivén y el arrullo del motor del colectivo. Cuando me despertó para bajar, abrí los ojos y ya había amanecido. El sol encendía las copas de los árboles de la avenida y de pronto el Jardín Botánico se alzó frente a mí. Ese día también me enteré que en medio de la misma ciudad en la que vivíamos nosotros existía un bosque acorralado de autos y colectivos. Le pedí para entrar pero él me dijo que después, cuando saliéramos del trabajo. Lo sabíamos de antemano, no iba a suceder porque a esa hora sus piernas y sus brazos estarían agotados, el colectivo en la parada, la fila de gente volviendo a la periferia de la ciudad, ocupando los asientos, nosotros viajando parados durante una hora y media hasta llegar a casa, en silencio.

Cruzamos Avenida Las Heras y caminamos por la cuadra interminable del zoológico. El olor de los animales encerrados me dio náuseas y él dijo que tal vez era la falta de desayuno porque habíamos salido muy apurados. Él le compró una medialuna a una mujer que vendía café y facturas en la calle. Yo sabía que no era hambre pero lo dejé hacer porque ese era un día especial. Al llegar al edificio, un hombre en la puerta vestido de traje le preguntó el nombre, le pidió un documento y luego nos dejó pasar hacia un corredor inmenso y frío, con techos en forma de arcos que se repetían hasta recortar un jardín verde en el fondo. Quise ir a ver cómo era ese jardín al final del pasillo. El piso de damero estaba encerado y me resbalé.

--Vení, no corras acá.

Volví hacia él y me paré frente al ascensor: una reja dorada como la entrada a un castillo. Del otro lado un agujero oscuro, el sonido de cadenas moviéndose en el vacío.

Él señaló el reloj antiguo que iba marcando los pisos por donde pasaba.

--¿Viste qué hermoso? De pronto se dio vuelta y caminó en sentido contrario

--¿No vamos a subir?

--Sí, pero vamos por éste.

Lo seguí hasta un pasillo lateral de techo rectangular que no tenía ninguna vista ni iluminación natural. La puerta de ese ascensor era gris y angosta. Apenas entrábamos los dos y su bolso de herramientas. Le pedí apretar el botón, me indicó el octavo piso. Se hizo un silencio mientras subíamos. Lo miré a los ojos para preguntarle pero no hizo falta que lo hiciera. Me habló con esa media sonrisa que usaba para enunciar las cosas del mundo que no estaban bien.

--Ellos nunca se mezclan con los que trabajan, dijo.

--¿Ellos no trabajan?

Pero él no contestó porque justo llegamos al octavo, abrimos la puerta plegable y esperamos en un palier tan chico como el ascensor a que una señora con delantal nos abriera la puerta. Fue un alivio que el salón donde él estaba trabajando diera al Jardín Botánico y que encima tuviera un balcón a la calle. Fui directo hacia la puerta ventana pero algo que reconocí enseguida me distrajo del exterior: la pared donde se recortaba esa puerta estaba empapelada con el mismo diseño que mis libros de la escuela. Yo nunca había visto la belleza del papel a gran escala, sino forrando libros, estantes de cocina, cajones de ropa en nuestro placard. Ahora la elegancia del papel, de la que él hablaba siempre, tomaba una dimensión que yo podía palpar con mis manos sobre la pared, la continuación amplificada de esa textura sedosa, de las flores que apenas se percibían en un relieve sutil y luminoso gracias al sol de la mañana. El olor en el ambiente, esa mezcla de papel nuevo, plástico y cola de pegar era también, en toda su extensión, el olor a mi papá. Me quedé sin palabras, extasiada unos segundos, hasta que me pidió que sacara las herramientas del bolso. Mientras preparábamos las hojas de papel que él había separado el día anterior, me fue explicando cómo cortaba cada una para hacer coincidir el dibujo de las flores. Me mostró cómo mojar el rodillo en el pegamento, la fuerza con la que había que apretarlo para que no salpicara ni levantara la hoja, cómo doblarla en partes y pasársela cuando me lo pidiera. Pero enseguida el rodillo fue muy pesado y la mesa demasiado alta, el trabajo mecánico, los movimientos de nuestros cuerpos repetidos dentro de esa sala. Le pregunté si no se aburría de hacer siempre lo mismo.

--No es siempre lo mismo. Hay desniveles, bajo escaleras, puertas, ventanas.

Me senté sobre un tacho de pegamento a mirar los árboles el resto del día, el contraste entre el humo gris del tránsito de Las Heras y ese paraíso que se alzaba frente a la avenida. Cada tanto le pasaba el rodillo, o un rollo de papel sin abrir mientras pensaba qué haría la gente que vivía ahí. “Nunca se mezclan con los que trabajan” Pero si no trabajaban ¿A dónde estaban? Tal vez eran esas personas que veía caminar por el Botánico.

Al mediodía, mientras almorzábamos lo que habíamos llevado en un tupper, me contó cuando trabajó en la casa de una señora que tomaba mucho whisky y alimentaba a sus tres perros con mamaderas de leche. A veces lo invitaba con un vaso. Otras, en cambio, lo controlaban marcando el nivel del líquido en la etiqueta. Algunas le tenían tanta confianza que le dejaban las llaves de la casa y una vez, desmontando una tapita de la luz para empapelarla, encontró libras esterlinas.

--¿Qué son libras esterlinas?

--Es la moneda más cara del mundo.

A partir de ese día y durante mucho tiempo estuve convencida que las libras esterlinas eran monedas de oro. Mientras me contaba y yo veía la escena: él con su rodillo en una mano y las monedas de oro en la otra.

--Guárdelo en un lugar mejor, señora

Los ojos de la mujer se desorbitan mirando las monedas. Ella pregunta, acusadora, cómo es posible. Y él en vez de enojarse explica lo aplicado de su trabajo. Podría no empapelar las tapitas de luz, mucho menos hacer que el diseño se continúe en la pared, pero lo hace porque en su trabajo él cuida el detalle.

La señora agarra las monedas y apenas dice gracias porque no está agradecida. Se siente vulnerada, su escondite ya no es un lugar seguro.

De regreso a casa, a mitad de camino, se vació un asiento frente a nosotros y él me dijo que me sentara. Yo veía desde abajo su cuerpo cansado, llevando el peso de una pierna a otra, alternando el brazo con el que se sostenía del barral del techo del colectivo. Y sin embargo no podía dejar de pensar en paredes, puertas y ventanas guardando tesoros escondidos. Le hice una seña para que acercara su oreja a mi boca. Él se agachó y se rió al escuchar mi pregunta. Miró unos segundos por la ventanilla y cuando creí que ya no iba a decir nada al final me respondió.

 

--El que hace bien su trabajo siempre encuentra lo que no busca.