El desembarco de Almodóvar en Netflix es un acontecimiento doble: un acontecimiento de la cultura de masas y un acontecimiento artístico, que va mucho más allá del estreno de Madres paralelas. Explosión de sentimientos con muy poca sensatez, tumultuoso caos de texturas, colores, diálogos, escenas, mujeres, trans, drogas duras y gazpacho arrojados a la visión de un público en muchos casos virgen de toda virginidad, a punto tal que en los foros de la plataforma hablan de las películas de “Almodobar” y piden a gritos que los orienten sobre cómo abordar tanta filmografía más allá de las bizarras categorías y etiquetados típicos de las plataformas, como “drama gay”, “cine queer” “comedia con sexo y humor negro” o “cine clásico de los 80”.

Casi en simultáneo a esta cocktail explosivo y de alto impacto, en cierta medida de manejo incontrolable para muchas franjas de la audiencia, Madres paralelas ha vuelto a provocar la polémica de (casi) siempre acerca de si el director es o se hace cuando confunde identidad de género o identidad sexual con la búsqueda de justicia y memoria histórica que hay por detrás de los afanes por identificar cuerpos de los antepasados asesinados por el franquismo durante la Guerra Civil española, si su cine es político o si de vez en cuando Pedro mete en la licuadora a la Historia como puede meter tantos otros asuntos mundanos. No olvidar que a las viejas categorías de “camp” y “pop”, se podría señalar que el cine de Almodóvar pertenece casi por entero a los comienzos del posmo, esa suerte de derrape de la Historia por el tobogán de las estéticas de vanguardia y colorinches.

Claro que antes y, además, habría que recordar que Almodóvar fue uno de los productores de El silencio de otros, documental de Almudena Carracedo de 2018, (dicho sea de paso, también se vio por Netflix), y que bien pudo ser la “bibliografía” de parte de la trama de Madres paralelas.

Pero nada nuevo bajo el sol: mi hipótesis es que la cuestión con Almodóvar resulta bastante sencilla de entender, particularmente desde 1999, cuando obtuvo el Premio Oscar para España con Todo sobre mi madre. Desde entonces, por sus propuestas que despuntan sobre políticas de género e identidades y por el Oscar que obtuvo, se le empezaron a contar las costillas, una a una. Película a película. Las costillas del muchacho que llegó a la gran ciudad, trabajó doce años en Telefónica y se convirtió en uno de los más alocados animadores de la movida madrileña; el irreverente de las primeras películas (en Netflix se puede ver Entre tinieblas), el de las comedias rosas- negras, y que cuando se puso más serio, oscuro, maduro y progresista, cuando trató de correrse de un lugar de vanguardia marginal, o la vida y el paso del tiempo lo fueron corriendo de esos lugares primerizos para acomodarse a otros horizontes, bueno, se sabe, muchos no perdonan.

Con Pier Paolo Pasolini pasó algo bastante parecido en cuanto a esperar cada oportunidad de destrozarlo. Pero como carecía totalmente de sentido del humor, resultaba más fácil dividir los bandos a favor y en contra. No había ambigüedades ni glamour ni seducción de su parte que se interpusiera en el camino de los detractores ni de los (pocos en su tiempo, ahora somos todos pasolinianos) apologistas. Pero, en fin, con Almodóvar volvió a suceder en 2004 con el estreno de La mala educación. Ahí, Almodóvar se metía con el tema del abuso de chicos por parte de sacerdotes de la Iglesia católica, pero lo hacía a la manera de sus films más relevantes y duros como Matador y La ley del deseo, no victimizado, y, para colmo, jugueteaba sin miramientos con el cuerpo apretado de un actor mitad serio mitad galán como era entonces Gael García Bernal, hasta volverlo un instrumento del director de la orquesta: un cuerpo extraño. Para muchos espectadores y no pocos críticos fue too much y, sobre todo, esa película habilitó cierto estado de confusión. Empezaban, unos cuantos, a no saber qué lenguaje crítico aplicar al cine de Pedro Almodóvar. No quiero extenderme mucho sobre este aspecto cinéfilo que creo que vuelve a asomar a raíz de la comprensión de Madres paralelas y, para colmo, con la problemática contextual que suele provocar Netflix. Mea culpa: me pasó en el terreno de la crítica literaria algo bastante similar con un escritor que puede emparentarse bastante con Almodóvar: César Aira. Un día pude volver a leerlo; un día entendí que si se quiere hablar seriamente de los libros de Aira (ya casi ni se los comenta, aun los nuevos como Lugones o Fulgentius), hay que reinventar el lenguaje de la crítica literaria, que no debe ser al revés, no se debe leer a Aira desde un aparato crítico que inmediatamente lo reduce, lo achica.

Con Almodóvar, con Aira, sucede que ponen a prueba nuestra educación sentimental en las lides del cine y la literatura, que se remonta aproximadamente a la misma época, y que nos ha hecho esa piel que habitamos y en la que nos fuimos manteniendo envueltos, protegidos.

Dejémoslo ser: cuando comprendamos lo que significa en la actualidad para el cine y la literatura, la noción de nuevos públicos (con todo los pro y los contra que esto implica) habremos dado un paso decisivo para resolver nuestras fascinaciones y rechazos con sus películas, ese re-conocimiento cada vez que volvemos sobre los propios pasos desde, por ejemplo La flor de mi secreto y Volver a Dolor y gloria, o tantos otros recorridos que hoy propone Netflix. ¿Qué saldrá de esta convivencia entre Tacones lejanos y la nueva serie nórdica sobre la corrupción política? Eso se verá. Se irá viendo.

Hay que aceptar los nuevos tiempos para mirar al viejo Almodóvar. Y relajar, y seguir disfrutando por encima de todo de haber sido contemporáneos de un artista al que hay que buscarle la vuelta de un nuevo lenguaje, una nueva forma de comunicarnos.

Todo está encerrado en ese detalle desquiciante de Madres paralelas: anotar el número de celular en un papel.

 

Sus hijos lo entenderán.