Una cara también es una década. En las memorias de Verdad tropical, Caetano Veloso cuenta el día en el que aparecieron esos tres muchachos del barrio paulista de Pompeia que se hacían llamar Os Mutantes. Una pandilla con peinados renacentistas y la expresión arquetípica del gato que se comió el canario. “Eran como tres ángeles”, dice Caetano. “Lo sabían todo sobre el rock renovado por los ingleses en los años 60 y tenían la cara de la vanguardia pop de la década”. Veinte años más tarde, en un remoto punto de Buenos Aires, Daniel Melero escuchó el timbre de su casa y abrió la puerta. Somos Tía Newton, dijo Carca, mientras inclinaba su cuerpo de gigante para atravesar el umbral. “Apenas lo vi”, recuerda Melero, “sentí que había entrado en los noventa”.

No hacen falta papeles. Aunque su documento nacional de identidad dice Carlos Hernán Carcacha, en el centro de su cuerpo de árbol están inscriptos los anillos de varias generaciones del rock argentino. Ahora, doce años después de su último disco de canciones nuevas, Carca se prepara para dos movimientos sensibles. Por un lado, un gran concierto de regreso programado para el viernes 29 en La Usina del Arte. Por el otro, un disco de alto perfil y sesiones maratónicas que parece refundar su país imaginario. La mera enumeración de las colaboraciones es un mapa que solo puede cartografiar este hombre: Javier Martínez, Julieta Venegas, Dante Spinetta y Emmanuel Horvilleur, la armoniquista Ximena Monzón, Alambre González, Daniel Melero, un capo del lap steel como Pablo Hadida, Graciela Borges, la familia completa de los Babasónicos. Aunque fuera la lista de invitados de un cumpleaños, sería cosa seria.

A juzgar por los adelantos, el disco parece abrir su cadena de ADN para barajar las cartas y dar de nuevo. “Pestañas postizas”, por ejemplo, es una suite cuyo gambito de apertura es una balada acústica y psicodélica pero deriva hacia el pop de cámara (hay sitar, theremin, Mellotron y hasta uno arreglos simil-viento en la vena british) y cierra con una fuga de cuño barreteano. Grabado por Gustavo Iglesias y producido por un equipo de cófrades como Melero, Diego Tuñón, Dárgelos o el propio Iglesias, el disco aún no tiene nombre pero vaya si tiene estética. “Musicalmente, podría decir que me di el gusto de tocar todos mis instrumentos y que tiene más de Miss Universo que cualquiera de mis otros álbumes”, explica Carca. “Recién ahora estoy empezando a caminar la escalera que me va a conducir a mi mejor momento. No sé si la escalera va para abajo o para arriba, pero… “

Señor guionista, no busque más: tenemos la escena inaugural de la biopic. Diagnosticado con Síndrome de Marfan, un niño sobreprotegido del conurbano revuelve la colección de discos de su padre. Crosby, Stills & Nash, Los Pasteles Verdes, Pescado Rabioso, Roberto Carlos, María Martha Serra Lima y el Trío Los Panchos. Sus manos ya son distintas: los dedos largos y mágicos como Niccolò Paganini. De pronto, el niño se detiene en una portada blanca: A Night at the Opera. Pone ceremoniosamente el disco en el combinado familiar y, apenas empieza a sonar “Bohemian Rhapsody”, se queman todas las naves. “Todavía persigo esa experiencia: quiero volver a atravesar ese momento”, dice Carca. “Me sigue sucediendo y lloro como un tonto. Es algo sagrado, divino. Es el mismo flash que esas epifanías bíblicas donde se describen las carrozas de fuego bajando desde los cielos”.

Con anuencia de su familia, el joven armó su propio sistema de escape hacia el patio trasero de su casa. En la idílica Ciudad Evita de los tempranos ochenta, todos esos caminos conducían al bosque de las experiencias extraterrenales. “Por su génesis y por su aura, Ciudad Evita es otra cosa”, dice Carca. “Se me ríen en la cara cada vez que cuento cómo Eva Perón tomó de ejemplo las casas de las colinas de Hollywood donde vivían las actrices y actores de los cuarenta. Una vez estaba en Los Ángeles, me quedé dormido en la combi y, cuando me desperté, creí que estaba en Ciudad Evita. Lo que pasa es que Hollywood se mantiene prístino y Ciudad Evita ha caído en un agujero negro de desidia política. Solo queda el recuerdo en los que la curtimos”.

En el interregno de la hiperinflación y las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, Carca reclutó al puñado de desertores de su cuadra para hacer algo. Una de las opciones era armar una banda. Muy pronto establecieron su bunker en el garage de Irene Newton, la tía de uno de los miembros fundadores, y comenzaron a recorrer el circuito de rockerías del cornurbano. En todos los sentidos posibles, Tía Newton hacía ruido. No solo porque trabajaban deliberadamente con el feedback sino porque su apuesta no lograba sintonizar con el dogma blusero de la zona oeste. Poco a poco, la banda fue reclamada por otro campo gravitacional.

En algún punto impreciso de 1991, Pablo Schanton convocó a una reunión cumbre en la casa de Melero. Los comensales de aquella cena, además del periodista y el propio Melero, eran Dárgelos, Fabio Suárez, Ariel Minimal, Rodrigo Martín y Carca. Todavía hay versiones cruzadas sobre los sucesos. Dardos con veneno, monólogos, silencios incómodos, conspiraciones. “El rock sónico como movimiento fue una idea de Schanton, quizás con buena energía”, concede Carca. “Yo nunca entendí de qué se trataba. Siempre me pareció aberrante el hecho de pertenecer a una movida porque yo no tenía pruritos en compartir The Orb con Pappo’s Blues, Pavement con The Future Sound of London o Clics Modernos. La reunión fue como una riña de gallos sin violencia. Cada uno, cuando le llegaba su momento de hablar, quería descollar y convencer. Melero siempre recuerda esa noche con mucha precisión, pero la verdad es que a mí no me movió las bases de nada. Conocer a Dani, sin embargo, me cambió la vida por completo”.

En el año 1993, Tía Newton publicó sus dos únicos registros fonográficos. Por un lado, un split compartido con Avant Press. Por el otro, su aparición en el célebre compilado de la revista Ruido junto a Los Brujos, Suarez, Resonantes y Demonios de Tasmania. “La cajita de música asesina”, uno de los dos aportes de Tía Newton, era una canción cubista hasta la esquizofrenia. “Habíamos sucumbido a nuestra propia trampa”, concede Carca. “El modus operandi de la banda era destruir posibles canciones melódicas para llenarla de recovecos polirítmicos y cavernosos. Al final, Tía Newton aburría. Las bandas, a veces, se convierten en una horrible reunión de consorcio”.

No lo presionen. Como Spinettalandia y sus amigos, Miss Universo (1994) pertenece a la tradición dispersa de los debuts solistas que se niegan a serlo. Grabado de manera nómade, ganando y perdiendo soldados en el camino, el álbum es la carroza gitana del posmodernismo noventista. Hard rock, easy listening, psicodelia pastoral, disco, tecno pos-Madchester. Como gesto fundacional, Carca metió una bomba en el núcleo indivisible de su música y observó la caída de las esquirlas con binoculares tornasolados y una sonrisa en los labios. Mientras los Redondos hacían su primer estadio de futbol y la clase política inauguraba la era de la pizza con champagne, el uno-dos calibrado entre el título y la tapa fue un cachetazo de guante blanco.

“Es absolutamente revolucionario”, dice Carca, sin que se le mueva un pelo. “No sé si en un gran espectro geográfico o social, porque el mundo siguió siendo igual después de Miss Universo, pero mi micro-mundo no fue el mismo. Yo venía tocando en las rockerias y birrerías del Oeste, Cemento o algún teatro capitalino, pero ese disco me abrió la posibilidad de tocar en lugares mucho más arties. Bueno, cuando abrieron las discotecas cool de los noventa, como el Morocco, El Ángel o El Dorado, yo era uno de los números perfectos para esa comunidad freaky friendly”.

Carca, sin embargo, no hizo usufructo. En lugar de agotar el modelo, bebió una taza de San Pedro y se concentró sobre una sola idea: invocar los espíritus del rock argentino setentista usando, en lugar de la tabla Ouija, la superficie analógica de una Roland TR-808. Así, escoltado por Dárgelos y Tuñón, compuso y grabó las canciones de A un millón de años blues. El hermano gemelo de Babasónica que le hacía ojitos a Pappo’s Blues. “Puntualmente en ese disco, creo que lo que es tan rock argentino es mi voz. Mi tono y mi decir. La filosofía y el sentido del humor. Pero por entonces pensaba más en Beck y en Jon Spencer Blues Explosion. Con Adri quisimos hacer algo que tuviera que ver con eso, pero traspasado a la idiosincrasia del rock argentino que siempre manejé muy naturalmente. Una arista muy poco esperada”.

Nada más alejado de El Morocco que Vox Dei. Así, en pleno reinado de MTV Latinoamérica, Carca editó un tercer disco y puso en circulación videoclips donde dialogaban los riffs sincopados de Color Humano con la liturgia del BDSM, el explotation o el piletazo de Nito Mestre en Adiós Sui Géneris. “No sé si mi música es una gigantesca catarata de clichés o si esa gigantesca catarata de clichés constituye una música nueva”, conjetura. “Creo que es la segunda opción. En todo caso, los clichés están atravesados por mi genética”. Enceguecido por ese brillo, siguió picando en la misma mina pero no encontró oro: encontró purpurina.

La parábola del Titanic aplica en cada tragedia social. En la misma medida que el país se caía a pedazos, Carca fue radicalizando el swing de su música. Mucho antes de que la iglesia del rock nacional hiciera su beatificación del glam, se puso en las botas de Marc Bolan y usó el boogie celestial como evangelio. “Se volvió necesario hacer una música más rítmica para poder bailar”, explica. “Así de común como puede sonar. Dejarse atravesar por la música cuando encima tiene un ritmo que tu cuerpo puede seguir… es espectacular. Ahora, con 50 años, puedo bailar casi cualquier tipo de música que esté interpretando. Es ancestral y despierta sensaciones extraordinarias”.

Apostado en esa trinchera un poco solitaria, vindicó a Juanse cuando era casi un anatema del buen gusto y rescató a Andrés Calamaro cuando estaba en el quinto subsuelo de Deep Camboya. El recital como soporte de los White Stripes, en ese sentido, resulta una de las pequeñas anécdotas fundamentales del rock argentino. Se lo recuerda como un sueño. Promediando su performance, Carca invita al escenario del Luna Park a un lumpen de gorrita y chaleco de seguridad. Casi nadie lo reconoce. ¿Quién es ese tipo con bigote y panza de cerveza? “Estadio Azteca” tenía unos días en la calle, pero apenas canta el primer verso ya todos saben de quién se trata. Luego cantan “Nubes negras” y, en el grand finale, sube Edelmiro Molinari para una versión elefantiásica de “Príncipe oscuro”. Jack White, en algún punto remoto del backstage, escucha esas voces cantando sobre copas marcadas con cianuro y dinastías saboteadas. Qué pensamiento peregrino se habrá cruzado por su cabeza. Carca, acaso sin sospecharlo, ya estaba reclamado a ser parte de una saga.

“El lugar en la familia de Babasónicos ya lo tenía desde hacía muchísimos años”, dice. “Pero entonces Gabo me llama y me pide que ocupe un lugar. Me hice cargo del honor con un dolor con el cual fue muy difícil convivir. No puedo reparar en ningún regocijo espiritual sobre aquella tarea porque todo lo que originó mi estadio en el bajo es algo que nunca hubiese puesto en panel en mi vida. Ahora que ocupo otro lugar, siento que realmente me uní a la banda. Pero ocupando el lugar de Gabo, no. Estuvimos unidos siempre, pero entonces solo tuve conflicto. Obvio que agradezco. Hemos pasado un sinfín de cosas hermosas, pero todos estábamos muy tristes. Fue duro. No entre nosotros, sino cada uno consigo mismo. Con amor y con unión las cosas se fueron acomodando y creo que ahora hemos formado el Babasónicos que tenía que ser después de esa pérdida total”.

Como la estatua bifronte de Jano, Carca mira al pasado y al futuro con el mismo gesto. Todo conduce hacia ahora. La pandemia es una oportunidad. Janis Joplin es la nueva artista favorita. Miss Universo salió hoy. Gabo Manelli toca el bajo en Babasónicos. Ciudad Evita es Los Ángeles. El niño diagnosticado con Síndrome de Marfan se sienta frente al combinado familiar. “La música me ha curado”, dice. “Es el único mundo en el que quiero vivir”.

Carca toca el viernes 29 en La Usina del Arte, Agustín R. Caffarena 1. A las 21.