A comienzos de 1915 Ezra Pound es un ferviente colaborador de la revista londinense New Age, allí publica una serie de ensayos para ganar dinero, dar a conocer y sobre todo defender el movimiento imaginista que lidera desde que llegó a Inglaterra. Cathay, su relectura y traducción de la poesía china clásica está a punto de salir a la luz y será la piedra fundamental para la renovación de la poesía moderna a la que Pound le está dedicando la vida. La ambigüedad, la omisión y la polisemia del chino serán elementos claves para la poesía de Pound como también para los fundamentos filosóficos del movimiento. En varios de sus ensayos, Pound defiende su concepción de la imagen como una energía emocional que llega a la mente para dar como resultado una nueva conceptualidad sin moral y sin guirnaldas: “Una ‘imagen’ es aquello que presenta un compuesto intelectual y emocional en un instante de tiempo. La presentación instantánea de tal compuesto ofrece una sensación de liberación repentina; esa sensación de libertad ante los límites del espacio y del tiempo; esa sensación de crecimiento súbito que experimentamos en presencia de las más grandes obras”. ¿Y cómo sabemos que estamos frente a una buena imagen? Porque el impacto de la imagen anula la posibilidad de ponerlo en palabras. Hay que ir por los bordes, cuando nos preguntamos qué sucedió en la lectura, qué elementos se conjugaron para dejarnos con una nueva capacidad de mirar y percibir el mundo. Esto es lo que sucede tras la lectura de Kaidú, el nuevo libro de Paula Perez Alonso publicado por Tusquets y que viene a producir un punto de inflexión en su escritura.

Siguiendo el principio de condensación de la imagen, Kaidú es una nouvelle y funciona como un todo, como una unidad indivisible y compacta que a su vez, por su simpleza, puede ser leída en distintas capas de sentido. Por este motivo, presentar a Kaidú como la historia de amor entre una mujer, Aína, y un perro, Kaidú, significaría reducir su potencia de rizoma. No obstante también es eso, el encuentro con un otro que modifica para siempre la vida, con la excepcionalidad de que ese otro pertenece a otra especie. Pero esto tampoco es novedad en la literatura, su singularidad no está dada por el tema que han abordado autores tan distintos y alejados en el tiempo como Jack London, Virginia Woolf o John Berger. En esta historia, ninguna mujer se propone publicar un anuncio que compara el amor de un perro con el de un hombre, porque el animal no se humaniza ni el ser humano se equipara al perro. El intercambio, el hallazgo entre ambos mundos se da de una manera tan generosa que se transforma en un acontecimiento vital dentro y fuera del libro. Un acontecimiento que se derrama sobre los personajes y las cosas que los rodean sin necesidad de abundar en detalles ni explicaciones. Hay una decisión de Perez Alonso con respecto al trabajo sobre la dosis justa de palabras y sobre la apertura de las escenas que se proponen. Como afirmaba Pound: “La palabra exacta no significa la palabra que describe exactamente el objeto en sí mismo; significa la palabra ‘exacta’ que trae el efecto de ese objeto ante el lector”. En ese sentido, Kaidú no se pregunta sobre el alcance del lenguaje sino que opera sobre él sin ningún intento de estilización. Toda la narrativa de Perez Alonso propone una indagación formal sobre el lenguaje y es en El gran plan donde se pone de manifiesto. Toda la novela es una pregunta sobre el tiempo, la fragmentación, la poética de la narración que termina -y aquí no hay inocencia- con la búsqueda de Ezra Pound. Ahora, como en un haiku, Kaidú atrapa el presente con extrema sencillez dando como resultado la aparición de una imagen nítida y duradera. Si El gran plan es una escritura del fracaso de las grandes empresas históricas, personales, de las grandes pasiones destinadas a terminar, la escritura entonces también es un plan que va en el mismo camino cuando está hecha de materia viva y pulsional. ¿Cómo escribir el amor, el tiempo, la muerte sin fracasar dentro de los límites de la palabra? Precisamente por eso se vuelve a escribir. Así, desde su primer libro No sé si casarme o comprarme un perro sus novelas, tan distintas entre sí, contienen una insistencia sutil. La pregunta más profunda, terrenal y poética de Paula Perez Alonso tiene que ver con ¿Cómo estar en el mundo? ¿Cómo vivir juntos? ¿Cómo habitar la existencia y refinarla?¿Cómo hacerse más liviano? Lo extraordinario de Kaidú es que esboza una respuesta mediante la transformación de una escritura, mediante la experiencia de lo que ahora es un plan pequeño, posible, cotidiano y por ese mismo motivo es hondo y transformador: “Se trata de no mostrar la interacción de los sentimientos desnudos, sino de detenerse en ciertos detalles que expanden la percepción, la narración. Ningún afán de exhaustividad. Intenté escribir desde las fugas, las diagonales, la imagen compuesta de figuras que arman una figura mayor. El texto no busca ninguna verdad. Es un devenir. No es el final ni el principio de nada. Es “entre”, un lugar de paso desde el que se pueda leer fuera de lo escrito desde los gestos, los tonos, el cuerpo”, señala la autora.

Aun antes de llegar a los epígrafes, desde la primera página hay una clave de lectura para entrar al texto. El nombre Kaidú, impreso en la caligrafía vertical mongola, se dispone ante nuestra mirada occidental como una imagen a explorar, el trazo de un misterio. Y en la dedicatoria, esa frase como un camafeo del discurrir de la novela: “Porque descubrir el mundo nunca es conquistarlo”. Aína conoce a Kaidú a través del encuentro con Juan, su novio. La convivencia de ellos dos, desde el principio, le provoca a Aína una curiosidad y un disfrute inesperado que en poco tiempo se vuelve parte de su día a día.

¿Quién descubre a quién en esta historia?

-Yo creo que Kaidú descubre el aspecto “animal” en Aína, encuentra lo mejor de ella, y opera como un gurú oriental que la induce a salir de su formateo. El cuestionamiento es profundo porque pone en evidencia todo lo que desconocemos de nosotros y del mundo. Lo más próximo. Esta relación rescata desde lo “animal” los aspectos humanos menos tenidos en cuenta, habitualmente negados. El planteo de esta situación implica el coraje de asomarse a un nudo que indaga e interroga la deriva por la que pueden transitar los sentimientos que, lejos de toda perversión, sostienen la narradora y Kaidú. Descubre aspectos insospechados de ella. Por otro lado, Kaidú y Juan se relacionan con un mundo no habitual, no es algo exótico sino el contacto con el mundo real. Kaidú le abre la puerta a ese mundo desde una relación emocional. Todo esto problematiza definiciones morales que no son conscientes, que no se adoptan sin cuestionamiento. Al estilo de Abbas Kiarostami, una situación existencial compleja y arraigada es cuestionada desde la mayor de las simplezas, como es la relación con un perro. Se trata de vivir en el mundo y no fuera de él, vivir fuera de él es la vida de la moral, del dogma, del presupuesto trascendente.

FOTO ALEJANDRA LOPEZ

OTRA HISTORIA DE AMOR

Existe una audacia de la vida que en la novela se hace presente desde los gestos más mínimos y que emparentan a los personajes entre sí. Kaidú decide por dónde andar, sale a dar paseos solo y vuelve cuando asume el tiempo de ser cuidado. A partir de esto Juan entiende la necesidad de salir con él sin la correa. Juan viaja con la ilusión de mantener la mirada vírgen y hace de la incertidumbre una forma de andar el camino. Y Aína gradualmente, se arroja a la decisión de vivir un tiempo a puro presente con Kaidú. Allí se cuenta una experiencia religiosa en cuanto al sentido etimológico de la palabra, un volver a ligarse, a unirse al mundo, a su inmanencia. Aína comienza cuestionando y percibiendo desde lo racional, se pregunta si lo que siente es amor, le escapa a los intentos de “proyecto” hasta que poco a poco se entrega a lo que es palpable frente a sus ojos y deja de tratar de entender lo que hay detrás del acontecimiento. Aína se abandona en ese goce y provoca en el lector el mismo sentimiento de placer del instante: “Kaidú es el que lleva la narración porque es el que marca esa mirada de extrañeza, el que marca las diferencias de esos planos. La relación con un perro, tan llena de lugares comunes, como el mejor amigo del hombre cuando la gente dice mi perrito o la mascota, yo odio la palabra mascota, es la cosificación total, el objeto que me acompaña. Es justamente alguien tan próximo el que te pone una bomba y todo estalla porque de pronto te preguntás ¿Qué pasa acá? Te cuestiona hasta lo más íntimo. No es que tiene que pasar algo extrañísimo, que viene del mundo de afuera y que de pronto eso mueve la narracion hacia otro lado, sino que en un espacio mínimo, de muy pocos elementos, que tanto puede ser revolucionado. Hay un verdadero acontecimiento. Y esto de que uno puede amar a un perro de una manera erótica o uno puede ser amado por un perro no desde el ser un compañero sino desde un lugar sensual, justamente es como exacerbar ese ir en contra de los estereotipos, no dejar las cosas fijas en un lugar, no dejarlas cristalizadas, permitir que las cosas adquieran vida, darles aire, espacio. Es como cuando uno escribe: tiene que abocarse a no llenar de texto todo el renglón, no explicar todo sino que ese aire permita que existan las otras dimensiones del texto.”

Este es un relato completamente realista pero que de alguna manera se burla de esa relación que se le asigna con la mímesis. Hay un espacio breve, concreto y cotidiano por donde pasa la historia, con la única salvedad de los viajes de Juan, y si embargo desde ahí armás una historia llena de asombro, disfrute y fuga.

-Claro, porque él viaja para encontrarse con el otro, el Otro en mayúsculas. Él la quiere guiar a ella hacia otros lugares sin ser alguien que se impone ni que fuerza ni que propone explícitamente. A ella la mirada de él también le resulta interesante. La provoca. Porque ella está bastante en la cajita, en esa jaulita de la neurosis del “yo soy así, no me hables de proyectos” “yo así me muevo bien”. Entonces Kaidú es como un sensei japonés que la induce a salir de la cajita y Juan también. Solo que ella se queda dentro de ese departamento, sin salir del umbral, y el mundo se le abre en mil partes. Juan desde sus viajes a Mongolia o siguiendo los songlines de los aborígenes en Australia y Kaidú desde Buenos Aires le muestran un camino: cómo salir de la cárcel que significa ser humano en la cultura occidental falologocentrista.

Cuando Paula Perez Alonso comenzó a escribir Kaidú, y hasta luego de haberlo terminado, el movimiento animalista y la lucha contra el especismo no había alcanzado el lugar en los medios, en las redes sociales -ni incluso cierto discurso en la agenda política- que tiene hoy en día, impulsado en parte por la evidencia que significa la pandemia en cuanto a la incapacidad humana para habitar el planeta sin destruirlo. En ese sentido, la novela está libre de toda intención de prédica al respecto, algo que puede suceder sin estar el autor consciente de cómo las ideas de un momento dado se filtran en su escritura. Kaidú tiene la frescura y el encanto del asombro, del descubrimiento casi infantil frente a un entendimiento inesperado de las cosas y sin embargo, su contexto de lectura hoy estará marcado por un tiempo completamente distinto al que recibió a La llamada de lo salvaje de Jack London, a Flush de Virginia Woolf, o el King de John Berger. 

Kaidú viene a decir: saquemos al ser humano como el animal central, acá el que manda, el que lleva los tiempos es Kaidú. Y uno los sigue. Lo que decía Nietzsche: Que los animales me guíen. Y es eso, es ponerse en un lugar de otra jerarquía, un paso más abajo y entender que no somos el centro del mundo. ¿Durante cuántos años lo creímos? creíamos que podíamos manejar las cosas a nuestro aire. La promesa de la modernidad, en la que el hombre con su racionalidad iba a generar un estado de progreso y evolución -porque evolución hay, lo que no hay es progreso- es un engaño. Luego, el movimiento posmodernista que relativiza todo también es totalizador y es al mismo tiempo totalitario. Hay ciertas cosas que pueden ser objetivas y que pueden tener una verdad. Entonces de pronto me encuentro escribiendo Kaidú, y van apareciendo cosas que estaban en mí, como lecturas de Nietzsche de años atrás o Spinoza, que lo comencé a leer hace poco. Y me doy cuenta cómo Nietzsche toma cosas de Spinoza, la idea de que Dios es la naturaleza y cómo toda la vida está basada en relaciones; el tema de lo que significan las manifestaciones de la vida biológica en sus diversas especies, donde no hay jerarquías. Spinoza viene a hacer pelota el mundo cartesiano, en contra de los dualismos, del mundo binario, en contra de las dicotomías que nos marcaron a fuego. A mí no me va a alcanzar la vida para sacar, para deconstruir esa matriz que todos tenemos encima. Platón era un genio como filósofo, pero en esa división del mundo de las ideas y el mundo de las imágenes, de los sentidos como dos categorías completamente distintas, esas divisiones nos hicieron y nos hacen un daño muy real.”

Kaidú llega también en un momento del mundo en el que estas divisiones tienen expresiones de total polaridad en cuanto a políticas de la diversidad.

-Exacto. Cuando hablo en contra del platonismo y las dicotomías y del mundo binario en el que estamos educados que restringe, encorseta, estructura, ordena, "civiliza" y tranquiliza, los dualismos alto/bajo naturaleza/vida, hombre/mujer, sexo/género lindo/feo... ¡Qué manera de reducir el mundo y la perspectiva; hay tanto más! en las fronteras es donde aparece el cruce de identidades, seres humanos, seres animales, ahí es donde se produce lo más interesante, en la mezcla, en lo heterogéneo. Lo homogéneo me aburre, incluso en el barrio que elijo para vivir, me gusta la mezcla. En la novela, Aína es la que está más formateada y llega a preguntarse: ¿Entonces soy infiel? Y él viene a enseñarle, viene a decirle: no, el mundo es mucho más generoso y amplio. Es con ellos. No es vos o yo. O Yo y él. Y en cuanto a lo diverso, me pasó algo maravilloso al encontrarme con Donna Haraway. Yo ya había escrito Kaidú cuando la empecé a leer y por eso puse un epígrafe con una cita de ella: “¿Por qué los límites de mi cuerpo deberían coincidir con los de mi piel?” es del libro Manifiesto de las especies compañeras. Sentí una enorme conexión. ¡Y cómo ablanda el tema de los feminismos desde lo queer, desde el no reducir sino todo lo contrario! Fue muy hermoso encontrarla. Ella tiene un libro dedicado a los perros que todavía no leí.

¿Cómo pensás que se inscribe Kaidú en la literatura sobre perros?

-Kaidú está emparentado con Mi perra Tulip, sin dudas porque no es el perro compañero de Jack London o Timbuctú de Paul Auster, o el doméstico como el Flush de Virginia y Leonard Woolf, se trata de alguien mucho más inquietante. Hay un libro de Ackerley sobre su hermana My sister and myself, buenísimo también, donde Queenie, su perra alsaciana es la protagonista central. Yo sentí que tenía otra cosa para contar, una experiencia única, más jugada que aquella, más extrema y disruptiva. Sin embargo, esta no es una historia que busca provocar, es más bien pudorosa, silenciosa, secreta. No busqué ni me propuse encontrar, me abandoné. En la intimidad del silencio que significa dar con el tono. Ahí me abandoné. Yo siento que hay algo que se queda conmigo a partir de Kaidú, hay algo de no buscar las cosas sino que las cosas vienen a uno y que de pronto suceden. Es como esto del grado cero de la escritura, y entonces se puede escribir desde ahí.

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POR SIEMPRE NÓMADES

Los espacios geográficos en la escritura de Paula Perez Alonso nunca se presentan con un afán descriptivo, no son escenario para hablar de otra cosa sino que intervienen a modo de personajes potenciando esa preciosa materialidad de lo real. En No sé si casarme o comprarme un perro, el paisaje del sur en el que se funde Oria al escapar de un amor oscuro le devuelve una fugacidad y la revelación de que la tristeza y la felicidad conviven en un un mismo espacio y tiempo; el campo correntino es el cuerpo agonizante al que Max regresa como adentrándose en una extensión de sí mismo para aferrarse a la vida al establecer una nueva forma de producción de la tierra. El desierto de Atacama al que llega la mujer de El gran plan en busca de un espacio abierto donde perderse, es la llanura que atraviesa la mendiga de El Vicecónsul, el lugar al que se llega es la posibilidad de fundición, de convertirse en polvo. En Kaidú, el desierto de Gobi donde habitan los pastores nómades, es la mirada de continuidad, sin centro ni periferia, que le devuelve Juan a Aína mientras un ser amado agoniza en una clínica de Buenos Aires: “El nomadismo crea un espacio abierto infinito que no busca comunicar nada, es innombrable, una forma creativa de escapar a los controles de un estado en esencia restrictivo. No hay límites ni fronteras. El pastor nómade es la estepa, y la estepa es él: no hay cartografía que lo ordene” anota Aína cuando lee un correo de Juan. “Las geografías nunca son fondos -comenta Perez Alonso- cuando entran en el texto, la imagen se articula en la palabra. Y las palabras son más certeras y al mismo tiempo las modulaciones juegan con la ambigüedad para mostrar más que las imágenes; dejan ver menos para permitir imaginar más. La palabra es la cosa más fabulosa.”

 

Si hay una imagen que contiene a Kaidú en toda su esencia es la misma que titula otra novela de Paula Perez Alonso, El agua en el agua: “Bataille decía que el animal está en el mundo como el agua en el agua; al hombre, sin embargo, le está vedada esa experiencia. Todo su ser no es sino esa crispada distancia de la que cuanto más se apropia, más lo extraña, ojo atento a ese mundo en el que está, pero sin ser, él mismo, mundo.”