Desde Managua 
Mire, la guerra es cosa de hombres. Las mujeres no aguantan las caminatas, son lloronas y también tienen problemas con…    con su período, eso pues, usted sabe, les baja la regla y esas cosas. Además, mis guardiafronteras tienen seis meses de no ver a una mujer y yo ya tengo suficientes problemas como para buscarme más.

–Pero comandante  –lo increpó la periodista argentina Gabriela Selser.

–Punto final –le dijo el comandante Manuel Salvatierra, de 27 años, que era la máxima autoridad del ejército en Las Segovias y que fue uno de los veinte comandantes del Frente Sandinista para la Liberación Nacional (FSLN) en la lucha contra el dictador Anastasio Somoza.

A fines de 1982, Gabriela Selser trabajaba en el periódico Barricada (el diario oficial del FSLN) y había cruzado la frontera con Honduras para contar los enfrentamientos de los “contras” (financiados por el gobierno republicano del Presidente norteamericano Ronald Reagan) para derribar la revolución nicaraguanse junto con otro periodista. El comandante Salvatierra los retó a los dos por cruzar la frontera. Y les prohibió volver a hacerlo. 

–Menos ella –recalcó y siguió con el sermón machista. 

La revolución sandinista sobrevivió a los contras pero se volvió su propia contra. El presidente Daniel Ortega asumió el poder en 1979. Perdió en las elecciones del 25 de febrero de 1990 con Violeta Chamorro. Y volvió al poder desde el 10 de enero del 2007 hasta la actualidad. Ahora, persigue al movimiento feminista que tiene, entre sus referentes, a ex dirigentes sandinistas y a jóvenes que buscan restaurar la posibilidad de abortar, denunciar abusos y estudiar o protestar contra una reforma previsional neoliberal. 

Selser nació en Argentina. Se exilió con su padre, Gregorio Selser (y autor del libro Sandino, General de hombres libres), su mamá y sus hermanas huyendo de la dictadura militar argentina en 1976 y se rebeló a Gregorio (que la quería cuidar de los peligros del fuego setentista) para viajar a Nicaragua como alfabetizadora popular. La mitad de la población no sabía leer ni escribir y ella se convirtió en hija de la revolución y en hija de una familia de campo, mientras lloraba porque extrañaba a su perro y le regalaron un chancho al que llamo revolución. Perdió novios por querer algo más que hablar de leninismo y amigas por creer que la lucha estaba antes que todo, tuvo una hija, escribió como periodista, compartió con Julio Cortazar campamentos a favor del sandinismo donde él le completaba frases de sus cuadernos de notas  y se trepó a camiones, helicópteros, caballos y mulas para enfrentar el peligro y contar la revolución que la llamaba tanto como a ella a la revolución. Hoy cuenta Managua así: –Es una ciudad sin centro ni forma, un país donde la ley sucumbe en manos de un poder arbitrario y muere poco a poco todos los días como los bosques y ríos. 

En Managua casi no hay librerías. Una papelera en un centro comercial –como una imitación en envase de cotillón de los shopping más elevados de Miami o la Latinoamérica for export– tiene unos pocos títulos, otra está cerrada un domingo (en un país en el que el aire también se cierra) y en el aeropuerto se consiguen unos pocos libros casi de souvenir de despedida. El país que inspiró tanto y a tantos a escribir está huérfano de letras. Y de gente. La rebelión, después de la represión a las manifestaciones, es quedarse puertas adentro. La sed de juntarse hace que las juntadas feministas se tengan que dar en flyers que no pueden compartirse en redes sociales, en lugares que sean amigables (y que no den información a las autoridades) y las palabras brotan como exilios de las propias rebeliones. El aeropuerto ofrece carteles con los hoteles mejor blindados de Centroamérica y a quienes osan con hacer turismo de surf o volcanes las preguntas se les multiplican en contactos para que no haya periodistas tramando multiplicar la multiplicación de palabras. 

–Así está mi país –dice una mujer que arriba desde El Salvador en una fila corta con preguntas largas y una computadora que exhibe el legajo de cada ciudadano/a  antes de entrar o salir. Pasar es poco. Es llegar y acorralarse de las palmeras o las calles de tierra y frutos a la vista para apenas ver la palabra sandinista como recuerdo de rebelión al imperialismo. Y adentrarse en un toque de queda sin campana y con ofertas de deliverys de Pizza Hut para no enfrentar la calle hasta que la luz permite susurrar críticas y hacer preguntas. 

–Fue la guerra y sin embargo era la vida. De su propio derrumbe los recuerdos emergen claros, cálidos, violentos. Siguen rondando como fantasmas, amantes febriles que se resisten a morir –escribe la argentina– nicaragüense Gabriela Selser en el libro Banderas y harapos. Relatos de la Revolución en Nicaragua, donde vive desde los 18 años y ahora es corresponsal de la Agencia Alemana de Prensa (DPA). 

–El gobierno de Daniel Ortega no es un gobierno de izquierda porque se ha alejado de esa línea. Una de las protestas (que reprimieron) era contra la reforma en seguridad social que aumenta los años de cotización para acceder a una pensión social. También prohíben las protestas de las mujeres, del 8 de marzo y del 25 de noviembre, que ya no se pueden hacer y que antes teníamos que estar rodeadas de anti motines para pedir justicia para las víctimas de violencia. Reprimen a las defensoras de los derechos de las mujeres y a cualquier líder social con cuestionamientos. Protestar se convirtió en un delito. A eso no se le puede llamar gobierno revolucionario -enmarca Wendy Flores, abogada y defensora de derechos humanos de 37 años, que tuvo que exiliarse en Costa Rica, cuando le sacaron la personería jurídica (el 12 de diciembre del 2018) al Centro Nicaraguense de Derechos Humanos (Cenidh). 

Las feministas tienen que esconderse. Son perseguidas por el gobierno y, también, por supuesto, subestimadas o ninguneadas por la oposición o resistencia. El machismo es un colador sin fisuras. Ellas traman, lanzan piedras y preguntan:

–¿Cómo hacen para salir a la calle?

La revolución feminista en Argentina es excéntrica en un país donde las puertas para adentro y el silencio en las carreteras es una forma de malestar en donde la estrategia es estar sin ser vista y verse sin ser detenidas. 

Las feministas están. Pero están escondidas. Y las riñas de gallo a la vista. 

Seis hombres se juntan a desayunar arroz con frijoles y la única mujer se queda de pie. Ellos discuten porque no mataron al gallo cubano en la pelea del sábado a la noche. Y proponen en el próximo encuentro disfrazar a un gallo y poner como meta sacarle el dinero para que se vea más vistosa la pelea. 

–Le agarré el culo y dije que era gordo. Perdió pero peleó bien y concho –se excita un visitante de Puerto Rico en Managua un país en donde es excéntrico hasta ser visitante.

Las peleas de gallos son una de las tradiciones que no eran tradicionales pero que ahora quiere ser reinstalada como tradición en un país en donde Daniel Ortega prohibió el acceso al aborto legal en todos los casos como solo pasa en El Salvador y los republicanos norteamericanos quieren que vuelva a pasar en Alabama.

Hace calor en Managua y las palabras se agrandan en un país chiquito (130,373.40 km²) y con seis millones (6.278.102) de habitantes: el 50,5 por ciento mujeres y el 40 por ciento menores de 18 años. No hace calor, hace un calorazo entre la tierra que desemboca en barrios con chapas y casas a la selva. La casa de la feminista histórica María Teresa Blandón Gadea da a un verde infinito que se pierde en desniveles y termina en vistas a un lago. Ella busco el silencio, pero ahora tiene una gallera (donde se hacen riñas de gallo) al lado y la música mal tildada de romántica da alaridos de nostalgia por el amor perdido. Ella lo define como música de cortapulsos (para cortarse las venas abiertas de América latina) y siempre cantadas en masculino para sufrir por las que malpagan. Teresa acaba de cumplir 58 años y tiene pescado y puré. Pero la conversación circula sin atajos en la ayuda a los presos y presas políticas y la preocupación por el destino de una muchacha desaparecida. Ella se define como una activista feminista apasionada. Es socióloga y tiene una maestría en género. Es la directora del Programa Feminista “La Corriente”. Su mayor maestra fue su mamá, María Josefa Gadea, que tuvo 10 hijxs y amaba la docencia, a pesar de los retos de su esposo, que la interrumpía cuando ella quería enseñar algo: “Yo te busqué para esposa, no para maestra”.

Teresa fue Secretaria Política del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) en Matagalpa y Jinotega. Ella mira de frente, sin parpadear, entre las flores fucsias y el aroma a plátanos: “Entre el machismo y la revolución sí había contradicción”. Dice y remarca que para el gobierno las feministas son enemigas. Y desmiente el argumento oficial que dice que las feministas son burguesas para buscar en la revolución un ancla de justificación: “Las burguesas no son feministas. No hay un feminismo de derecha. Los cuerpos más explotados, discriminados y ninguneados son los de las mujeres”, remarca. Está sentada en una hamaca y se tira para atrás para tomar impulso cuando explica la lucha por el derecho al aborto en el que Ortega hizo retroceder los derechos a antes de 1893 cuando se escribió el Código Penal y se contemplaba el aborto por causales. Pero en 2007 derogó el aborto terapéutico. Y en 2008 penalizó todas las formas de interrupción voluntaria del embarazo con condenas para las mujeres y los médicos que las realizan. “En dos años retrocedimos más de cien”, se lamenta. 

Un punto clave de inflexión entre el feminismo y Daniel Ortega fue la denuncia de Zoilamérica Narváez (ahora exiliada en Costa Rica) contra Ortega. Ella es la hija de Rosario Murillo, la actual vicepresidenta y esposa de Ortega. “En 1998, veinte años atrás, hablar de abuso sexual o de incesto, era posible pero no entendible. Estábamos hablando de algo que no se podía comprender. Cómo un padre agredía una niña y por qué una niña lo calla por tantos años. Yo creo que mi denuncia fue un test épico para la sociedad nicaraguense. La hice sola. Sin embargo, al momento de hablar, muchas mujeres que no me conocían no dudaron en decir que me creían”, le dijo Zoilamérica a la periodista de Infobae Sofía Benavides, el 16 de diciembre del 2018, después de la denuncia de Thelma Fardín en Nicaragua. Teresa es una de las que no dudaron. Y la apoyaron. “La acuerpamos la feminista”, recupera en esa palabra tan pujante, tan clara y tan potente como acuerpar como una forma de cuidado personal y político. 

Y lo personal y político no están aislados. Teresa denuncia: “Hay una nueva cruzada contra los derechos de las mujeres. Falta educación sexual. Desmontaron comisarías de las mujeres. Incitan a las víctimas a que perdonen a sus agresores y pregonan la unidad de la familia. Mientras que a las feministas nos llaman agentes de la CIA, burguesas, vendepatrias, raras y a favor de la muerte para no dejarnos marchar”. 

Las jóvenes también son protagonistas desde la agrupación “Enredadas” o “Las malcriadas” o sueltas como lanza piedras en las marchas estudiantiles (en donde también son discriminadas por mujeres, lesbianas o feministas) y en sus casas en donde el pañuelo verde (que sale como símbolo de la Campaña por el Aborto Legal, Seguro y Gratuito de Argentina) se convierte en un lazo continental. Desde el 18 de abril del 2018 que jóvenes y estudiantes encabezaron protestas. Las Malcriadas contabilizaron 98 mujeres heridas con secuelas permanentes, la desaparición y el arresto ilegal de 35 presas políticas y el asesinato de 21 mujeres dentro del conflicto, hasta el 9 de septiembre 2018.

Pero el feminismo existe y se muestra disidente: el 40 por ciento se identifica como bisexual o lesbiana. “Hay una generación de jóvenes que rompen con la norma heterosexual y reivindican su identidad”, destacan en la investigación “Mujeres jóvenes feministas ante la crisis en Nicaragua”, de EnRedadas, por el Arte y la Tecnología, con el apoyo del Fondo Centroamericano de Mujeres, a partir de 140 encuestas digitales a jóvenes nicaragüenses de entre 18 y 35 años, entre agosto y septiembre del 2018. El 70 por ciento de ellas no tiene salario fijo o acceso a seguro social y el 64 por ciento no cuenta con acceso al crédito. Pero las desigualdades económicas se suman a la represión. A partir del 18 de abril del año pasado el 59 por ciento de las feministas sufrió violencia psicológica; el 56 por ciento violencia digital; el 51 por ciento acoso callejero; el 28 por ciento amenazas de muerte; el 25 por ciento violencia física; el 11 por ciento acoso sexual, el 8 por ciento acoso laboral y el 4 por ciento torturas y malos tratos. Ante la pregunta: “¿Quiénes ejercen estas violencias posteriormente al estallido social? Ellas contestaron que en un 74 por ciento expresiones del partido de gobierno; 58 por ciento desconocidos; 57 por ciento integrantes de la fuerza pública; 20 por ciento conocidos; 13 por ciento familia; 7 por ciento vecinos y 6 por ciento parejas o ex parejas. 

Alex nació el 15 de abril del 2000 en Managua, Nicaragua, con el siglo XXI. Tiene 19 años y sufrió represión armada a partir del 18 de abril del 2018. Ella está en las trincheras de la lucha y sufre los embates del oficialismo y de la oposición por el machismo. Ella estuvo el 18 de abril del 2018 en unos plantones (que serían similares a los piquetes), en la Universidad Centroamericana-UCA y en Camino de Oriente. El objetivo era “mostrar el descontento de la población por la reforma del Instituto de Seguridad Social( INSS), días anteriores ya estábamos marchando por el incendio forestal en la Reserva Natural Indio Maíz, el segundo pulmón de Centroamérica ya que el gobierno no hacía nada para detener el fuego”. Sufrió también la represión a la marcha del 25 de noviembre del 2017 por parte de grupos antimotines.  “Por ser mujer y tener claro la autonomía corporal, por reclamar derechos el gobierno ya te ve como una amenaza latente. Las mujeres siempre hemos sido la resistencia más grande. En tranques, trincheras, marchas las mujeres siempre lideraban. Las feministas nunca han sido bien vistas por la población, siempre hemos sido vistas como las “locas”, “mal cogidas”, “feminazis” y eso también se ha hecho notar en esta rebelión. El gobierno prohibió las marchas y el pueblo se sentía acorralado, se sentía derrotado y aquí las feministas tomamos protagonismo y hemos hecho protestas exprés desafiando al desgobierno. El 8 de marzo un pequeño grupo de jóvenes feministas nos reunimos para protestar con tizas pusimos los nombres de asesinadas por el régimen en unas gradas de la universidad, con nuestros pañuelos morados y verdes. Pero días después comenzaron a ofendernos diciéndonos que estamos ensuciando la lucha, que la estamos desviando, que en “algún momento” vamos a tener nuestra oportunidad para protestar, pero cómo todas sabemos nunca es nuestro momento de protestar cuando nosotras hemos puesto en riesgo nuestra vida en trincheras”.