Aun después de muerto, aun después de haber exigido que no hubiera ninguna publicación póstuma, Michel Foucault sigue publicando. El mismo se había preocupado por el tema cuando señalaba que no había una teoría de la obra contra la cual se pudiera pensar estabilidades como las que buscan, por ejemplo, las Obras Completas. A medio siglo de semejante afirmación, sigue sin haberla. ¿Qué es texto? ¿qué es borrador? ¿qué es archivo? Son preguntas que no tienen respuesta muy definitiva y los investigadores avanzan sobre esos problemas tomando decisiones sobre cada objeto concreto. Y los problemas acerca de lo que podríamos nombrar una obra completa se han expandido con estos años; nadie los ha podido sofocar. Por otra parte, este tomo 4 de la Historia de la Sexualidad, se anuncia desde la primera biografía del autor, la de Didier Eribon, como una obra casi concluida al momento de la muerte del autor en 1984, con el mismo título con el que fue finalmente publicado, “Las confesiones de la carne”. 

Como sea, si algo no le falta a este final de los tomos sobre la Historia de la Sexualidad, de Foucault, es su sentido de la oportunidad. Si en los últimos años hemos visto proliferar los discursos sobre la sexualidad, sobre su potencial, su represión y su productividad, todavía no hay una sola palabra de los tres tomos anteriores que puede ser refutada o continuada. Completado ahora el proyecto que él había anunciado, y que había sido truncado por su muerte intempestiva, seguro que será la oportunidad para un balance sobre los efectos de la lectura. 

El Foucault que no escuchamos

En el primer tomo, Foucault se ocupó de destapar la “buena consciencia” que dictaminaba que había una “represión” de la sexualidad e hizo esta distinción: se ejerce represión sobre los cuerpos, pero no tanto sobre los discursos que no paran de hablar del tema y de filtrar “sexualidad” en todas las prácticas sociales. Ese punto muerto del victorianismo que hace proliferar los discursos, reprimir los placeres y condenar los desvíos, sigue incólume en la estructura de las instituciones como si nada hubiera sido dicho. Las instituciones usan la palabra “poder” como si nada se hubiera debatido sobre el tema, y se castiga a individuos como si no se supiera hasta qué punto es el mismo estado el que necesita, promueve y premia a los castigadores y vigilantes espontáneos, para confirmar su soberanía, su lugar de verdad y su “imparcialidad” para mirar cuerpos y actuar sobre ellos. 

Y aún los debates sobre los procesos de institucionalización de la sexualidad y su capacidad de producir “sujetos sexuales” (el homosexual, el matrimonio, el juvenilismo sexual), de los muy controversiales últimos dos tomos, todavía no fueron pensados en la práctica. Antes bien, allí donde se asomó la liberación con respecto a los años en los que Foucault escribió, fueron evaporados en una serie de debates que contienen la crítica en su obra. El matrimonio como núcleo de saber sobre los cuerpos y límite de la sexualidad, en éste, nuestro siglo XXI fue pensado como liberación y construcción de un tipo de sujeto (el ciudadano) cuyo proceso de formación tiene tantos problemas que pensarlo como aceptación es casi una trivialidad, por ejemplo. 

Y es que estamos tan acostumbrados a que la sexualidad sea siempre una especie de otredad que nos interpela, una exterioridad interiorizada, (la sexualidad fetichismo, la sexualidad mercancía, la sexualidad enfermedad, la perversión, la sexualidad medicalizada, la sexualidad decoración de interiores, la sexualidad moda, etcétera hasta el infinito) que casi se nos pasa por alto ese primer momento oscuro de la humanidad, quizás lleno de juicio y de evaluación en el que se desató aquel primer misterio y su consagración: la sexualidad y su lenguaje. Y ahora unidos, la acción y su práctica que la organiza, la teoría y práctica, entonces, pudimos pensar en orden, en órdenes, categorías, clasificaciones, saberes, lugares de desarrollo y, sobre todo, límites. 

El casado caza quiere

“Las confesiones de la carne”, este último tomo de la Historia de la Sexualidad se retrotrae hasta los orígenes del orden de la sexualidad anterior a la iglesia. Trabaja ese período en el que la Iglesia empieza a construirse. Parte de donde había quedado en los tomos 2 y 3 para ir un poco más allá. De aquel momento en el que la pregunta por la sexualidad era una negociación entre el yo y el afuera, ahora el problema es la institucionalización prescriptiva de la verdad sexual. Los padres de la iglesia, ese grupo de filósofos a caballo entre el paganismo y la conversión católica, los que formaron las doctrinas que, en el siglo II, formarían la institución “iglesia” es el objeto, pero, sobre todo, esa mezcla de institución, organización y libidinización de los vínculos que se llamó, a partir de la prescriptiva, el matrimonio. A Foucault le interesa observar cómo se formó esa forma de la convivencia humana que ha tenido tantas formas, pero que llamamos insistentemente matrimonio; cómo ese vínculo de amabilidad y simpatía entre los contrayentes del vínculo que al mismo tiempo se constituye como único lugar legítimo para la procreación y descalifica el placer como parte de sus rasgos fundamentales. El matrimonio y sus leyes, dice Foucault tiene un ámbito privilegiado de la sanción: la confesión que es el lugar primero, por más vagas que hayan sido sus normas, donde éstas se ponen a prueba. Si bien el instituto de la confesión fue reglamentado y reforzado en el Concilio de Trento la idea existe en el origen mismo de la iglesia y del matrimonio. Es el instrumento perfecto para permitir la falta, generar la culpa, provocar el desdoblamiento del yo (obrar mal, decir bien). 

Pero también, y mucho más importante, la confesión trama en la historia el primer lugar donde el sujeto se desdobla en una figura jamás antes vista: la del que puede desobedecer la ley (es decir quebrantar la promesa, romper el vínculo con la sociedad) pero de inmediatamente, y acaso por lo mismo, confesar el error, someterse a su propio examen, confrontarse con ese otro yo que es el que obedece, y sostiene el lazo social. Es decir, el matrimonio y sus leyes crean a ese monstruo bifronte (que somos todos) y que no engaña ni se engaña en el momento de la confesión, pero sabe hacer trampa en el momento del acto. Esa duplicidad que construye la identidad en el mismo momento en el que la fractura, es el dominio de la sexualidad. 

Además de los lazos que se rompen en el matrimonio, el libro explora los que se fortalecen. Sobre todo, y, antes que nada, el de la virginidad. Para pensar la virginidad, como problema de la higiene, de la parentalidad, es decir de la economía y de la formación espiritual, Foucault se preocupa en el modo en el que esa promesa se volvió por empezar una parte del respeto por la naturaleza (y no su contrario) y por otra un valor positivo, no meramente restrictivo. La virginidad es el trabajo necesario para que el sujeto “haga” algo, no para que deje de hacerlo. De modo que se convirtió en un proceso de subjetivación durante el cual el sujeto está en estado constante de autoexamen y por lo tanto en una técnica, en un arte de vivir. Por eso la virginidad, tal como se plantea alrededor de la bibliografía que la regula, en el proceso de construcción de la iglesia, como forma de la disciplina, es también un hecho admirable, deseable, constructivo. 

Ese arte, que es una técnica de sí y que sin dudas va a devenir, con el tiempo en un arte de vivir en el matrimonio, para Foucault es un ordenamiento de los límites. Recordemos que hacia el final de su vida Foucault se había acercado a las enseñanzas de ciertas religiones orientales, como el budismo y sus formas para pensar la serenidad y la observación de sí. Por eso el matrimonio es una institución para personas serias, pero que al mismo tiempo ha creado la seriedad sexual y ha establecido los lugares en donde se habla de ella. Nada más ajeno a este tiempo en el que no existe la posibilidad de pensar un espacio donde la sexualidad no sea tema de conversación, de examinación, de debate. Este libro el de un filósofo que apoya el índice exactamente en el lugar del mapa donde el debate enloquecido del que no podemos cesar de hablar comenzó.