Cuando Cecilia llegó al bar, la presentación ya había terminado. La tardanza, sin embargo, no le impediría disfrutar de la velada posterior. Era uno de esos bares culturales, muy de moda, en los que se realizaban eventos de todo tipo: muestras, instalaciones, exposiciones y, como aquella noche, presentaciones literarias. Luego de la parte formal, el lugar se convertía en un pub convencional con música y tragos; lo usual.

El sitio le resultaba muy agradable. Varias mesas rodeaban una barra central. Las luces, estratégicamente ubicadas, formaban una penumbra provocadora. Había estado allí varias veces y se sentía cómoda.

Conocía al escritor indirectamente, a través del comentario de sus amigos; ellos la habían invitado. Le habían recomendado con insistencia varios de sus libros, así que la presentación le parecía una buena oportunidad para adquirir un ejemplar e iniciarse en esas lecturas. Además, como profesora de letras, a Cecilia le convenía estar actualizada.

En una mesa alejada estaba el grupo, todos habían sido puntuales. Se reunían un par de veces al mes y habían sabido aprovechar la ocasión como una excusa perfecta para el encuentro.

Se acercó, saludó y le sirvieron al instante un vaso de cerveza helada que agradeció. El verano no aflojaba aun de noche.

La charla se hizo fluida, como siempre, a pesar de la música alta y las voces; el bar estaba repleto de gente.

Al cabo de una hora y de muchos temas de conversación con sus amigos, sentados a la mesa en un vaivén de botellas y chopps, le pareció ver a Diego, apoyado sobre la barra, hablando con alguien. Primero dudó de la poca nitidez que la miopía le imprimía a su visión; luego dudó de la sobriedad de sus percepciones, el cuerpo ya había recibido la influencia de varios vasos de cerveza.

Aplazó momentáneamente la posibilidad de despejar la incógnita, no quería perderse la intimidad amistosa, pero le pareció que él también la había visto y de cuando en cuando la miraba.

En efecto, Diego también sospechaba de la vista panorámica que le ofrecía la barra. Si esa mujer en aquella mesa era Cecilia, estaba muy cambiada; si no, se le parecía mucho. De todas formas, él no haría nada para corroborarlo. Demasiado tiempo había pasado ya, demasiado mal habían terminado, demasiada culpa había sentido al dar término a esa relación: una decisión unilateral. No era ese el momento de reflotar nada. Si era Cecilia, lo mejor era no darse por enterado, entre tanta gente trataría de pasar desapercibido. Sin embargo ¿era?

--Voy a comprar un libro, ya vuelvo -avisó a los amigos en la mesa, mientras se levantaba llevándose consigo el bolso.

Sin darse cuenta, inevitablemente se dirigió hacia el punto en el que el supuesto Diego estaba casi escondido, como parapetado, conversando con otra persona. Pero ya no podía regresar, quedaría en evidencia; era mejor la dignidad de una fingida entereza a la huida de un recuerdo. A medida que avanzaba iba confirmando que, en efecto, ese hombre sospechado era él.

Siete años sin verlo. Cecilia sabía que eso que estaba pasando, en algún momento ocurriría. Conocían a mucha gente en común, frecuentaban casi el mismo entorno; aún con siete años de distancia en tiempo y en espacio, compartían similares vocaciones, pasatiempos, preferencias. Él, como arquitecto, estaba muy conectado al mundo del arte; ella, en particular, al de la literatura. Lo extraño era que en ese lapso no se hubieran cruzado ya. La tregua fortuita había terminado.

Ahí estaba Diego, viendo cómo se acercaba Cecilia. Ignorarla sería quedar en evidencia, era mejor enfrentar con caballerosidad el encuentro a escapar, otra vez, de lo inevitable.

A medida que se aproximaba, ella recordaba el orden de la historia: el día en que lo vio por primera vez en la puerta del estudio de arquitectura, los escasos encuentros, los lugares, los olores: un catálogo completo de sensaciones que su memoria había archivado hacía mucho tiempo y que ahora se desplegaba a cada paso. Habían estado juntos unos meses, no se acordaba si siete u ocho. Ella había sido la artífice, él nunca había querido entregarse por completo; era un ser complejo, retorcido, que disfrutaba y defendía esa cualidad, a expensas de lo que fuera. Cecilia no había sido la excepción en su vida y la historia con ella no era diferente de todas las anteriores.

"Ojalá ella te alcance", fue lo último que le respondió cuando él le confesó por qué había dejado de responder a sus mensajes y sus llamados. El "ojalá" de Cecilia había funcionado como una profecía: Diego, después de siete años, seguía casado.

El contacto visual y el reconocimiento ya habían ocurrido. Ella se acercaba y a él no le quedaba más opción que sostenerle la mirada hasta que se desencadenara el saludo de rigor. Mientras Cecilia avanzaba, Diego recordó algunas escenas de la compleja relación que habían tenido. Pocas, la mayoría de las imágenes habían quedado olvidadas tras la llegada de su mujer, el quiebre en su vida, el fogonazo, la excepción; todo lo anterior, apenas ensayos. Ahora, mientras lo proyectaba en perspectiva, Diego se daba cuenta de que, en aquel momento, temió que Cecilia se pusiera pesada y no aceptara el corte. No quería volver a pasar otra vez por esa situación tantas veces repetida en su vida de conquistador. Fue un prejuicio, la subestimó: no hubo resistencia ni queja, ella no insistió y no supieron más uno del otro. Sólo quedó aquella amiga de ambos que tuvo a bien ser discreta. El nombre de Cecilia y lo poco que ella había significado, había pasado a la historia, hasta ahora.

El saludo fue neutro, como un trámite, una formalidad entre dos personas educadas. Diego se excusó con quien había estado conversando y dedicó su tiempo y su mirada a Cecilia. Ella le contó que estaba allí por invitación de sus amigos y que, sorpresivamente, lo había reconocido en el camino. Él justificó su presencia en el bar con razones similares y destacó también el asombro ante su aparición.

Él la notó cambiada, como si la mujer que tenía enfrente fuera aquella que en el pasado asomaba, prometía y ahora aparecía contundente, definitiva: la mejor faceta, la que antes apenas se intuía: a Cecilia el tiempo le había servido.

Ella, en cambio, añoró el aspecto de hombre suficiente, seguro y se encontró con un nuevo rasgo en él, algo que no podía identificar, que le daba un aire de desamparo y provocaba cierta ternura.

Se hicieron las preguntas rutinarias de cortesía: que la familia, que los trabajos, que la vida en general, sin profundizar mucho. Se contaron sus cosas sin mostrar grietas ni imperfecciones. Pero los minutos pasaban y los vasos de cerveza iban acompañando el ritmo del tiempo y de la charla. Cecilia y Diego se fueron aflojando y, sin entrar en intimidades, se involucraron en un diálogo más relajado. Se permitieron carcajadas y chistes.

La música, las palabras, la cerveza, el verano y el murmullo del bar los envolvieron y fue difícil resistirse; la atracción no acepta calendarios y es fácilmente renovable.

Realista y conocedora de la naturaleza masculina, Cecilia tomó la iniciativa y la mano de Diego.

--Vení -le susurró al oído. Él, obediente y sin inocencia, la siguió.

Ella abrió la puerta del baño dejando paso a una mujer que salía, que los miró asombrada primero, risueña después. Con un gesto lo invitó a entrar. Un solo gabinete serviría para resguardar la intimidad. Dejó el bolso en el piso, trabó la puerta y, apoyando la espalda de Diego en la madera, lo besó. Ella a él, porque Diego se dejaba hacer, abrumado por la determinación de Cecilia, que siguió haciendo, libre y desinhibida.

Con movimientos exactos, le bajó el cierre y deslizó hacia abajo pantalón y calzoncillo. Diego, con los ojos cerrados, era objeto de una sucesión de maniobras que Cecilia fue desplegando con precisión: ella sentándolo sobre la tapa del inodoro, subiéndose la pollera, tomando su verga irrebatible que respondía a la excitación que todo aquello le provocaba, por inesperado, por nuevo. Cecilia, ya sin ropa interior, con los muslos abiertos sobre él, aprisionándolo, sin filtros, sin tapujos. Cecilia, acomodándose y él penetrándola, sin alternativa, obedeciendo a la decisión de la mujer que ahora se movía, mecánica, jadeándole en el oído.

Diego, con la voluntad anulada.

Cecilia frenética, violenta, ciega. Cecilia obscena, como si fuera otra. Otra.

Él abrió los ojos, con la necesidad de que la realidad le devolviera una respuesta, que le diera el coraje para avanzar con alguna intención, para no quedar como un muñeco que se entrega, pero ella continuaba arrasándolo, violando cualquier iniciativa y quitándole el derecho de sentirse dueño de nada, ni siquiera de sí mismo. Cecilia decidía todo: el lugar, la forma, la intensidad, el ritmo, el tiempo.

El baño, el calor, el olor compartido del alcohol, la excitación del sexo, nada le permitía a Diego comprender si era él quien no estaba allí o era Cecilia la que estaba sola, en otro lugar de la realidad, inaccesible.

Tras varios minutos, ella le agarró con fuerza los cabellos y tiró, mientras sofocaba un grito contra la piel de su cuello. Luego, se quedó quieta.

Cecilia se levantó despacio, se acomodó la bombacha, la pollera y la remera. En silencio, buscó su neceser del que sacó un peine. Luego de dejar su cabello en condiciones, retocó el maquillaje. Se colgó el bolso al hombro, dio una última mirada al espejo, confirmando su aspecto irreprochable y, sin darse vuelta ni decir una sola palabra, destrabó la puerta y salió del baño.

Diego, con los ojos cerrados, escuchaba los sonidos que ella hacía y adivinaba cada movimiento: el conocido ritual femenino de la compostura. Algo le impedía abrir los ojos, quizás no fuera tanto enfrentarse con la visión de Cecilia en su último despliegue de superioridad y orgullo, como la de sí mismo: con las piernas abiertas, sentado en la tapa del inodoro de un baño de mujeres, los pantalones y calzoncillos al final de sus piernas, amarrando los pies. La muestra final de una derrota tardía.

Ella salió del tocador sin necesidad de disimular, quedaban pocas personas en el bar. La mesa de sus amigos estaba vacía. Cruzó el salón, el semblante como el orgulloso mascarón de la proa de un barco. En la calle apuró el paso, habían anunciado tormentas para la madrugada.

Una vez que escuchó el portazo, él abrió los ojos, se incorporó y terminó de vestirse, evitando el espejo. Espió hacia fuera por la rendija de la puerta y salió del baño, cerciorándose de que ningún conocido lo viera. Atravesó la puerta de salida del bar y alcanzó la calle.

Había empezado a llover.

Dobló la esquina, temblando.