Pasé las fiestas de fin de año en Argentina. En una reunión familiar, Beni y Mai, de siete y nueve años respectivamente, me invitaron a jugar a la pelota –actividad informal, según el escritor Juan Sasturain, centrada en la posesión y el dominio de la pelota que eventualmente se convierte en fútbol–. Acepté gustoso. Peloteamos un buen rato con variadas formas de tiros al arco, metegol entra y pateo-mareo. En un momento de la apacible tarde veraniega, Beni y Mai propusieron que les enseñara a cabecear –es decir, a golpear deliberadamente y con firmeza la pelota con la cabeza–.  A pesar de su entusiasmo, vacilé.

Mi vacilación se basó en la creciente evidencia científica que alerta sobre los riesgos asociados con el cabecear y en una serie de decisiones implementadas al respecto en el fútbol infantil por la U.S. Soccer, la federación de fútbol de Estados Unidos. El año pasado, The New York Times y la National Public Radio de aquel país, entre otros medios de comunicación, informaron sobre investigaciones recientes que señalan que los cabezazos frecuentes ocasionarían síntomas de conmoción cerebral, así como trastornos de algunas funciones cognitivas. Además, podrían estar relacionados con enfermedades neurodegenerativas y daño cerebral a largo plazo, sobre todo cuando la acción se repite cientos o miles de veces en partidos y entrenamientos a lo largo de los años, especialmente los del periodo formativo.

Por todo ello, en 2015, la U.S. Soccer prohibió que los/as niños/as menores de 10 años cabeceen en partidos y que se les enseñe a hacerlo. En cambio, permite su enseñanza a los/as niños/as de 11 y 12 años, aunque sólo 30 minutos por semana, y que cabeceen en partidos. Algunos/as profesionales de la salud proponen una posición aún más restrictiva. Bennet Omalu, el primer médico que documentó el vínculo entre el deporte conocido como futbol americano, los golpes en la cabeza y la encefalopatía traumática crónica —una forma neurodegenerativa de demencia—, sostiene que como los/as niños/as carecen de la “aptitud cerebral” de los/as adultos/as, el cabecear debería estar proscripto hasta los 18 años.

Quienes se oponen a este tipo de restricciones argumentan que las mismas son prematuras porque las investigaciones son inconclusas. Empero, la existencia de creciente evidencia científica que alerta sobre los riegos asociados con el cabecear parecería ser lo suficientemente sólida para restringir su práctica en el fútbol infantil. Tratándose de niños/as, la sospecha fundada de daño potencial constituye un criterio razonable. Lo injustificable es aceptar una práctica potencialmente perjudicial hasta que se determine concluyentemente que no lo es. La carga de la prueba recae en quienes sostienen que el cabecear es seguro.

Otro argumento de quienes se oponen a las restricciones de cabecear en la niñez es que los/as niños/as no adquirirían plenamente una habilidad futbolística primordial. En primer lugar, esta afirmación debería ser confirmada por investigaciones en aprendizaje y control motor. Aún más importante es preguntarse si el desarrollo de una habilidad, por más primordial que sea al fútbol, exime a los/as que dirigen ese deporte de la responsabilidad de proteger la salud de los/as jóvenes futbolistas. Por otro lado, quizá sea posible concebir estrategias para enseñar a cabecear sin exponer a los/as niños/as a riesgos innecesarios, por ejemplo utilizando pelotas livianas de material blando. Para determinarlo, es también necesaria mayor investigación al respecto.

Finalmente, quienes se oponen a las restricciones de cabecear en la niñez argumentan que el fútbol es un deporte riesgoso en el que se producen varios tipos de lesiones y que el daño potencial del cabecear se encuadra dentro de las características de este deporte. Es cierto que jugar al fútbol presenta riesgos. Sin embargo, hay una diferencia entre las típicas lesiones futbolísticas, que mayormente afectan al sistema osteomuscular, y las que afectan al sistema nervioso. Utilizando la terminología de la filósofa estadounidense Martha Nussbaum, éstas pueden acarrear pérdida de o perjuicios permanentes a la capacidad humana fundamental de formarse una concepción del bien e implicarse en reflexiones críticas acerca de la planificación de la propia vida. Proteger esta capacidad en la niñez es esencial para promover lo que los/as filósofos/as denominan el derecho de los/as niños/as a un futuro abierto. Este derecho requiere mantener abiertas tantas opciones como sea posible para que en su adultez, los/as niños/as de hoy sean capaces de elegir autónomamente cómo vivir sus vidas.  En este sentido, restringir el cabecear en la niñez resguarda este derecho, que incluye una posible futura decisión autónoma a jugar al fútbol y cabecear.

Mi vacilación ante la propuesta de Beni y Mai para que les enseñara a cabecear duró poco. No importa tanto lo que hice, sino lo que debería haber hecho a la luz de lo que se sabe sobre el tema: explicarles los riesgos del cabecear, su extemporaneidad en la niñez y que, de todo ir bien, en el futuro podrán elegir si cabecear o no. De uno u otro modo, el atardecer nos encontró en intensos partidos dos contra uno con la pelota al pie, a puro pase. Tal vez sea provechoso que la comunidad futbolística también vacile sobre el carácter y la conveniencia de cabecear en la niñez. Dicha vacilación puede conducir a un fútbol infantil y una niñez más saludables.

* Doctor en filosofía e historia del deporte. Docente en la Universidad del Estado de Nueva York (Brockport).