Remando suave, palito, palito, venía… Traía despacio en su alma inmensa de pez la gran felicidad de haberse deslizado raudamente por los brazos abiertos de ese Paraná generoso y fluvial que sabía recibirlo con los gigantescos abrazos de una pasión sin límites…

Amaba el río. Lo amaba más que a nada en este mundo. Amaba la soledad de los anocheceres volviendo; remando así, así, como estaba ahora, acariciando el agua con el remo como si toda esa agua le fuera suya y le perteneciera, más allá de lo que cualquier demente o delirante dijera.

Amaba las playas desiertas de las islas entreveradas en el delta, haciéndole pito catalán a las playas atestadas de rosarinos que hacían turismo, amaba deslizarse y nadar, hacerse un fueguito con un pez que recién acababa de pescar, tomar unos mates en la pava negra, negra, de tanto hollín del humo que se juntaba y se juntaba y él no lo limpiaba nunca. "Trae mala suerte", pensó, mientras remaba despacio, despacio, avisorando ya las lejanas luces brillantes de la gran ciudad que lo esperaba, allá a lo lejos, plagada de civilización y barbarie, tan sólo de esa barbarie que la misma civilización engendra, el salvaje urbano, que no es cualquier salvaje, no señor, es un salvaje que a pesar de todo permanece (o al menos eso aparenta) mucho más que civilizado. Eso sí, hasta que se demuestra todo lo contrario y, como dice algún  juez penal, "se le salta la cadena".

Amaba evadirse. Lo amaba más que a nada. Hacia la selva tumultuosa de seres verdes y amables que lo sabían recibir en todo momento, hacia esos seres sin voz que crecían sin límites hacia todos los espacios de las islas. Hacia esos seres que no juzgaban ni calumniaban a nadie sino que tan sólo sabían dar sombra y frescor, paz en el centro del mediodía hirviente de los días de enero, bendiciones de amor en el centro de la vida misma, fábricas de oxígeno a mansalva, fábricas eternas de un aire mejor.

Él buscaba eso: un aire mejor. En donde los humanos molestaban menos o casi no existían o en donde los humanos que había tenían tanta simbiosis con la naturaleza misma (plantas y animales) que sabían utilizarla sin dañarla.

Eso era lo que más odiaba de la "civilización". Que no sabían respetar nada. Ni la vida de los animales ni tampoco la de las plantas. Mucho menos la de las personas. Odiaba el ruido de la ciudad. El aire contaminado. Plagado de gases tóxicos y hollín y humo. Amaba el aire del río, de la isla desierta en el centro de su centro mismo. Amaba la yarará que salía al mediodía a ver qué encontraba. A la yarará traicionera que pasaba desapercibida entre las matas de yuyos enrevesados. A la yarará que mordía y no perdonaba. Al carpincho que disfrutaba de la costa y la playa como nadie. Aunque casi ya no había porque sabían cruzarse muchos a cazarlos, por su cuero y por su carne, a pesar de la veda, a pesar de la prohibición, a pesar de todo. Así es la civilización: hacen las reglas para no cumplirlas.

Amaba las boas que pululaban por ahí, los castores y la multitud inmensa de pájaros de colores que anidaban en los árboles inmensos y altos, que sabían volar entre rama y rama iluminando de diversidad de tonos el verde oscuro del monte, cantando los sonidos de la vida misma entre cada árbol y el aire, entre cada hoja y el aire, entre cada liana o cada helecho y el aire mismo, haciéndolo brillar hasta el éxtasis y haciéndolo sentir vivo.

Él era así. Amaba el aire libre. La falta de horarios, la falta de cemento y de asfalto asfixiante en el centro del ruido mismo. Necesitaba la civilización porque vivía de aquel lado. Tenía su familia de aquel lado, nunca de éste. Pero se escapaba continuamente a disfrutar del aire libre y la selva apenas podía. Sabía organizarse los horarios para ir a nadar al río todos los días, como si fuera un pez que por determinadas cuestiones en determinados horarios tenía que vivir fuera de su agua.

Había nacido en Paraná. Ya desde niño el río siempre fue su patria. Se había criado en las aguas marrones del río marrón y sabía bendecirlo desde el fondo de su alma. Era lo que más amaba. La vida junto a los pescadores y los peces, las nutrias y las víboras, los teros y los caranchos y toda la fauna y la flora que amaba más, los surubíes inmensos que a veces pescaba, que algunas veces sentía deslizarse mientras iba nadando, las rayas que habitaban el fondo del barro pegajoso y fulero, los yacarés que sabían tomar sol a cualquier hora, en cualquier costa, como si fueran estatuas de sal o dioses antiguos, así, así, como todos los saurios, con esa elegancia sin límites que tan sólo ellos tenían, como si fueran los dioses del río mismo, así, como piedras vetustas tomando sol en el centro del cénit sin dar ningún signo de vida. Así hasta que en algún momento veían pasar algo interesante para manducar y zácate, les salía una agilidad sin límites para atrapar a la presa, sea en el aire o en el agua y ahí te dabas cuenta  de que ésos que parecían piedras estaban mucho más que vivos, revivos. Igual era para los lagartos y las iguanas, de menores dimensiones pero que sabían hacer lo mismo. Tomaban sol  hasta el cansancio, les  faltaban  las bikinis  de colores, pero por el resto, todo igual…

Su mujer había aprendido a convivir con él después de casada, como se estilaba por aquellas épocas. Sabía que le gustaba mucho el río, había ido con él, de este lado, algunas veces. Pero jamás pensó que le gustara tanto. Y le gustaba irse solo. A nadar. A pescar. Iba todos los días. La mayoría de las veces cruzaba nadando. Iba todos los días a la isla. Enfrente. Del lado de su Entre Ríos natal, nunca del lado de Rosario. Jamás le gustó mucho de este lado, demasiada ciudad, demasiada civilización había por acá. Ella se quedaba con los chicos, de este lado. A veces, algunos domingos o feriados iban todos juntos a la playa, del lado rosarino. Pero nunca en las escapadas diarias que se hacía en la semana.

Trabajaba por su cuenta. Eso se lo permitía. Trabajaba corrido para ir y volver cuando quisiese al río, casi siempre al cerrar la fábrica. Hacía muebles. Se fue fundiendo con una de las tantas crisis, cuando abrieron la importación, con la producción en serie importada, no con la nacional y artesanal que era más cara y menos moderna. En fin, en este país una crisis sucedía a la otra y bueno, siempre fue así. Tuvo un tiempo de esplendor en la fábrica pero que no duró mucho. Después las ventas fueron bajando, ya no se encargaba por cantidad, tuvo que despedir empleados, los de más confianza los dejó para el final. Al final terminó cerrando la fábrica y se dedicó a restaurar muebles, comprar y vender, que era una forma de subsistir en la caótica existencia de los emprendimientos comerciales individuales. Nunca quiso socios. Para él y la familia, con lo que ganaba alcanzaba. A veces más, la mayoría menos, pero para lo básico alcanzaba. 

Ella le tuvo una paciencia enorme. Toda la vida. No era una vida fácil la vida al lado de él. Él era un ser libre, libre, seguía siendo libre a pesar de todo.

Necesitaba la libertad. La libertad de nadar entre medio de los remansos, en el centro del río mismo, la libertad de salir y quedarse si quería, de volver cuando quería, de encontrarse allí, en el centro de la isla, en donde pocas personas había y en donde abundaban los animales y los pájaros, los reptiles y las plantas. Hubiera querido nacer lagarto o yacaré. Hubiera sido mejor para su piel, harta de tanta peca infame.

Era amigo de unos cuantos pescadores. Amaba ir al Charigüé y quedarse allí, solo, con la gente de allí, a la que consideraba "su" gente, no a los de este lado del río. Era un tipo más bien sociable, a pesar de todo. Loco siempre fue, sino medio, medio del todo. Era muy amigo del pintor Raúl Domínguez. Miles de veces pasaban las tardes juntos hablando de la vida, de ellos mismos, del río. Se encontraban allí. Entre las plantas, las riberas y las culebras atolondradas. "Ese loco pinta horrible", decía. "Pero es muy buen tipo", decía también.

Había salvado mucha gente de morir ahogada, tanto de este lado del río como del otro lado de la isla. En esa época no había bañeros. Tampoco ni tanta playa ni tantos tipos por el río. "El río es el río", decía, "yo le tengo mis respetos  al río". "Siempre hay algún boludo que cruza remando sin saber nadar", decía, "hay que conocer bien antes de tirarse, sino mejor no meterse". "Por más que  nadés  bien, el río te lleva;  siempre te lleva, hay que conocer la correntada, saber cómo pasar los remansos; incluso remando, no es tan fácil, todos creen que saben y no saben nada, así se ahogan después".

Entre los pescadores casi todos lo conocían, tanto de este lado como del otro. Los isleños también. Era difícil que pasara desapercibido. Nadaba como un pez, por todas partes y era velocísimo. Aparte la mayoría de las veces iba nadando, cruzaba nadando y andaba nadando siempre.

El rojo de su pelo lo delataba. Muy pocos sabían que se llamaba Aldo. Todos, pero todos, lo conocían por "El Colorado".

marianamiranda66@gmail.com