”Pienso, luego existo… Renatus Cartesius”

El Zoilo era hijo de una compañera de ruta de Casilda, una de las tías del Zurdo, que ejercía la prostitución en un rancho del bajo Ayolas. Cómo la madre lo abandonó, Casilda lo adoptó, como había hecho con el Zurdo y después de unos años,  se fueron a vivir al campo, en las inmediaciones de Arminda. El Zurdo y Zoilo se sintieron hermanos; habían comprobado que la sangre siempre es roja y no tiene que ver con lo fraterno, salvo en la elucubración horizontal de haber compartido una misma bolsa, lo que no era el caso. El pueblo, aunque precario, distaba mucho de ofrecer las vicisitudes de un barrio pobre de la ciudad y tomaron la costumbre de corretear detrás de las torcacitas o tenderse a las orillas del arroyo La Orqueta, contemplando la bruma que ascendía de las aguas. Eran días felices, que despedían la niñez adversa, signada por la letra de la desventura que borraban con travesuras un tanto irresponsables. Una de esas travesuras, (habían robado unos frutos de un quinta cercana), colmó la contemplación de Casilda que se esforzaba por vivir dignamente y que debió responder al reclamo del propietario. Casilda era severa, y al excederse en el castigo, impulsó un deseo de venganza en los dos, que decidieron volver a entrar en la quinta y repetir la hazaña. Dos o tres noches después, esperaron que Casilda se durmiese y recorrieron, oscuros bajo la noche sin luna, el largo sendero que los llevaba hasta la quinta. No contaron con que el dueño, un gringo receloso, había adquirido dos perros poderosos que con sus ladridos amenazadores, alertaron de la intrusión reiterada. El dueño disparo varias veces al aire y les soltó los perros. Zoilo y el Zurdo corrieron desaforadamente hasta guarecerse en el pajonal. Como oyeron al gringo ordenar a los perros que los rastrearan, decidieron separarse. Instintivamente el Zurdo se dirigió hacia la casa. Zoilo se perdió entre los matorrales y finalmente se guareció en el monte. Respiraba fatigosamente y sentía un leve ardor en los brazos y las piernas, productos de las leves laceraciones en la maleza. Al saberse solo, conoció lo que era la aprehensión… El Zurdo aguardó por un rato en la galería de la casa; la ansiedad lo devoraba, enseguida  comprendió que Zoilo no llegaría. Sigilosamente entró y tomó el cuchillo de carnear los animales y se decidió a buscar a su amigo. Los prodigios de la noche en el campo se tornan temerosos en el monte: el chirriar de una lechuza y el canto del Crespín, el susurro del viento entre los árboles, hacen a la noche más profunda y tenebrosa. Para colmo, una densa neblina borraba el límite de los elementos, pero Zoilo, como el Zurdo, poseía el coraje que tienen los que han vivido al desamparo. El Zurdo silbó sostenidamente y Zoilo emergió de la tiniebla, como si volviera de la muerte. Olía a pastizal, a hojarasca, a tierra húmeda. Se abrazaron y se dieron a recorrer el sendero de regreso, cuando uno de los perros irrumpió del vertiginoso pajonal. El Zurdo descubrió que era hábil para el cuchillo y lo mató de una puñalada. Sosegados, lo escondieron en unos matorrales y pensando en las graves consecuencias, se dirigieron a la casa. Unos vecinos, agolpados en la puerta, promovieron un unánime temor. La vida que no había sido generosa, le deparó una muerte soñada a Casilda, pues murió durante el sueño de esa noche. Nadie sabe que soñó, ni hubo quien se encargara de averiguar las causas. Predestinados al sufrimiento y a la desidia de sus congéneres, Zoilo zafó de la ira del gringo porque fue a parar a un orfanato. El Zurdo, que era dos años mayor, se coló del tren que lo devolvió a Rosario, al barrio de su origen donde encontró refugio en el club de fútbol, donde había jugado. Innecesario comentar como prosiguió su vida, baste mencionar que terminó el bachillerato y siguió o trató de seguir una carrera. No volvió a ver a Zoilo hasta una tumultuosa noche de Julio del 76. El destino es sumamente caprichoso e indiferente a los deseos humanos; Zoilo encabezó un grupo de tareas que debían detener a un subversivo en el barrio La Tablada. La noche era infinitamente fría y la profundizaba la ausencia de la Luna. El tenue farol de la calle rasgaba levemente la densidad de la tiniebla, que parecía cubrir la pobreza de siempre. Apenas detuvieron el carro de asalto en la esquina de Grandoli y Ayolas, Zoilo sintió que lo envolvía un ardid del tiempo y una redundancia del pasado que le deparaba imágenes fugaces. Sin saber por qué sintió temor, no por la tarea que debía cumplir, era el temor a algo indefinible que pulsaba insurgente dentro de él mismo. La voz del cabo Fernández, sigilosa como los múltiples pasos de los borceguíes, le desdobló el presente. “Es uno solo, mi sargento, pero nos vio, así que tratará de escapar por la barranca”. “Vamos a rodearlo”, dijo Zoilo. “Ustedes esperen aquí, nosotros iremos por atrás.” Una sombra, ayudada por la neblina intermitente, trataba de escabullirse por los meandros de la barranca. Zoilo ordenó apostarse en las entradas de las bifurcaciones. Cuando la sombra cautelosa se insinuó, un soldado gritó. El zurdo comprendió que lo habían cercado. Por un instante Zoilo quedó paralizado. El zurdo lo miró con los ojos desmesurados por el asombro y después sonrió, como si nada pasara y sacó de la cintura un viejo cuchillo. Se lo arrojó a los pies y se dio a correr escabulléndose por la barranca. Zoilo ordenó a sus hombres que no dispararan. “No se mata a balazos a un hombre que sólo tiene un cuchillo…”, dijo. Lo demás fue confuso; los soldados vacilantes, obedecieron, después  cuchichearon entre ellos… Unos meses más tarde, Zoilo fue licenciado; ante las amenazas solapadas de esos días, trató de desaparecer, de perderse en una errancia dispersiva, pero pensando en el Zurdo se dio a la tarea diligente de buscarlo, volviendo a sentirse uno en dos y dos en uno. En un momento de su ardua búsqueda; alguien le preguntó cómo se llamaba: Zurdo, dijo absurdamente, percatándose que cerraba su búsqueda, acudiendo a la identidad desigual que se devana subrepticia, en la reiterada conjura de lo real. Apesadumbrado por esta torpeza, se arriesgó a obtener información de uno de sus antiguos subordinados. El Zurdo había caído en un enfrentamiento en un barrio del Oeste y lo habían arrojado juntos a sus aláteres a una fosa anónima. Después de múltiples búsquedas y fatigas hasta allí llegó, pero debió esperar un tiempo prolongado para inhumar los restos. Sólo que… no había restos… en todos esos años de perversión, ignorancia e indiferencia, Zoilo pensó por primera vez en una muerte anónima y por primera vez pudo pensar en quién era…

 

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