Debía haber sido la gran fiesta de conclusión del Festival Barenboim. Se esperaba un evento popular, que ofrecía un gran director al frente de una gran orquesta para interpretar dos obras impactantes por envergadura y peso histórico: Iberia, de Claude Debussy, y La consagración de la primavera, de Igor Stravisnky. Sin embargo, el concierto que ayer ofreció Daniel Barenboim al frente la Staatskapelle de Berlín en Plaza Vaticano –sobre el lado norte del Teatro Colón–, se redujo a una breve selección de momentos sinfónicos. 

Cinco minutos después de las 14, fue el mismo Barenboim el que anunció los cambios de último momento en el programa (prácticamente el mismo que el viernes ofreció en el CCK). “Muchos de nuestros músicos están resfriados y también los instrumentos están resfriados”, dijo el director antes de explicar que en realidad la baja temperatura, y en particular el viento, no permitían acomodar a la orquesta completa en un escenario insuficiente ante estas adversidades climáticas. “De todas maneras aquí estamos para tocar para ustedes”, agregó antes de comenzar con lo único del programa original que había quedo en pie: la obertura de El barbero de Sevilla, de Gioachino Rossini. 

La amplificación del sonido no rendía justicia al color instrumental, el balance entre las secciones y la amplitud dinámica, entre otros atributos que distinguen a esta gran orquesta. Pero fue un detalle menor, ante la desilusión de muchos por no poder escuchar cómo se sobrepondría al murmullo de la ciudad moderna el rugido arcaico de La Consagración; o de experimentar de qué manera la gracia festiva de Iberia, se articularía con el malhumor de la urbe también ayer inquieta por cortes y protestas. Y el reclamo de los periodistas de Télam, que llegaron hasta Plaza Vaticano no para cubrir el evento, como correspondería a la agencia nacional de noticias, sino para manifestar contra su grosero desguace. 

El tercer movimiento de la Tercera Sinfonía de Brahms y el final de la Cuarta, además del reclamado bis con la polonesa de la ópera Eugene Onegin, de Tachaikovsky, resultaron intrascendentes en contraste con las expectativas. Tras varios días de frío y lluvia, el sol radiante del sábado ventoso no alcanzó a entibiar el aire de la ciudad. Y los apenas cuarenta minutos de música ofrecidos no alcanzaron para modificar sustancialmente su rutina sonora. Una lástima.

Barenboim es uno de los grandes artistas de este tiempo. Es una figura pública, cuyo éxito lo convierte en popular. Tal vez por eso no puede escapar a las discusiones que habitualmente se producen en torno a los notables. Su figura de músico y de intelectual, de personalidad gravitante incluso más allá de los ámbitos de lo que se llama “cultura”, no se privó  de abordar numerosos temas en cada entrevista. Como si no bastase con que sea un gran músico, se le pedía la dimensión de oráculo. Y desde ahí era interpretado.  Entonces podía señalar defectos de las orquestas estables argentinas, o de los argentinos; dar lecciones de buenos modales, como cuando retó al público porque aplaudía entre los movimientos de una sinfonía; y también interrumpir una ejecución ante la molestia de un flash, como hizo en el CCK. 

En este sentido, más allá del malogrado concierto al aire libre, su paso por Buenos Aires dejó algo más que música excelente y fue utilizado para remover temas pendientes. Tras el entusiasmo de las primeras actuaciones de la Staatskapelle de Berlín en el Centro Cultural Kirchner, se habló de una presunta “refundación” de la sala sinfónica. Se llegó a escribir que “finalmente” se está a la altura de las grandes ciudades. Curioso descubrimiento, a más de tres años de la inauguración de esta sala, que desde entonces propuso una intensa actividad casi ininterrumpida, variedad de artistas, muchos de ellos también de excelencia, con una importante presencia de público y, es preciso recordarlo, se consolidó “finalmente” como sede para la Orquesta Sinfónica Nacional. 

La presencia de Barenboim trajo aparejada otra novedad: por primera vez se cobró entrada para un concierto ofrecido en el Centro Cultural Kirchner. La idea de “refundación” deja así dando vueltas una pregunta acerca del futuro de la sala. ¿Seguirá siendo de acceso gratuito, o será otro lugar al que acceden los que pueden pagar?