Blanca Luz Brum no era sobrina del presidente uruguayo Baltasar Brum. No provenía de una familia de estirpe. No fue una gran escritora o periodista ni su literatura fue olvidada injustamente. No fue feminista ni pionera de los derechos de las mujeres. No tenía 16 años cuando el poeta peruano Parra del Riego la raptó del convento donde vivía en Montevideo. No hubo rapto: el poeta la pasó a buscar con una moto y se casaron en el registro civil cuando ella tenía 19 años. Se quedó viuda al poco tiempo. Y ahí sí, con un bebé de pocos días, empezó una vida tan intensa, dislocada e inverosímil que todo lo que se haya escrito, investigado y filmado parece insuficiente y a su vez excesivo. Dos biografías (una escrita por su nieta); un ensayo novelado (Falsas memorias, de Hugo Achugar); cientos de artículos y un reciente documental a estrenarse en septiembre en Argentina, No viajaré escondida, reactivan el interés por esta mujer que perdió a tres de sus cuatro hijos y murió en un aislamiento literal en 1985, en Chile, convertida en una fanática de Pinochet.

Sus pasiones –primero comunista, después peronista, después fascista– despiertan curiosidad histórica. Su libertad y capacidad de acción fascinan. Su magnetismo erótico y dependencia de los hombres generan morbo. Sin embargo su figura y su autoleyenda provocaron repulsión. Mientras a Juana de Ibarbourou –su coetánea– la celebraban como “Juana de América”, Blanca Luz, que tenía varios libros publicados y era una agitadora cultural con revistas propias, era llamada “el colchón de América” por la multiplicidad de amantes (de este lado del río, Natalio Botana, Juan Domingo Perón y otros más) y maridos (el muralista mexicano David Siqueiros, el más famoso). Se las ingenió para estar en todos lados y participar del revulsivo siglo XX latinoamericano desde las aristas más disímiles. Una nota al pie cautivante y extraña de la historia política y cultural de la región. La uruguaya más roja, más mexicana, más sandinista, más peronista, más espía de la CIA, más burguesa. Cultora del catolicismo místico-nudista en su última época de la isla chilena Robinson Crusoe, donde murió a los 80 años. La más viajera. La menos uruguaya. “Uruguay, lugar donde nacen poetas y jugadores de fútbol”, dice en su quinto libro Blanca luz contra la corriente, publicado en Chile en 1935. Allí ya emprendería ese mirar hacia atrás de sus memorias nunca conclusas, mezclando recuerdos de infancia y reflexiones testimoniales en una prosa más ingeniosa que poética. A pesar de la edición de ocho libros y cientos de escritos en revistas, su vida no fue la literatura sino que la escritura era algo que la acompañó mientras vivía. “Blanca Luz debería haber muerto joven”, dijo su amiga Silvia Maneiro en una entrevista con la historiadora uruguaya Graciela Sapriza. Pero ¿en qué momento habría que cortar su existencia para una biografía potable?  

De su infancia huérfana y campestre de Pan de Azúcar (departamento de Maldonado) pasó al convento, del convento a Parra del Riego y los poetas de Montevideo y de allí, casi sin escalas, al círculo íntimo del intelectual José Carlos Mariátegui, fundador del partido comunista peruano. 

Con Siqueiros y su hijo Eduardo.

Todo pintado de rojo

Llegó a Lima con 21 años, viuda y con un hijito, Eduardo, que dejaba al cuidado de su familia política, perteneciente a la alta burguesía. Una noche la invitaron a recitar y triunfó: todos querían saber quién era esa morocha hermosa y joven de acento rioplatense. A los pocos meses ya publicaba sus poesías en la revista de Mariátegui Amauta y era la más apasionada comunista y afro-indigenista. Incluso llegó a publicar su propia revista: Guerrilla y el libro Levante: poesía y combate. También se casó en secreto con César Miró, heredero díscolo del diario El Comercio y, cuando el gobierno peruano empezó su cacería de comunistas –Mariátegui fue encarcelado en un hospital– ella fue forzada, en 1928, a volver a Montevideo, lugar que despreciaba. 

“Pobre mundo el día que se desplomen sobre él las nalgas de Luisa Luisi. (...) Pero qué imbéciles son en el Uruguay. ¡Qué pesados! los poetas son unos muñecones reyenos (sic) de piedras, melenudos, serios, espantosos, las poetisas, gordas, invertidas y sucias. (...) Mira esa Juana, a mí no me pasa, es muy criolla y repugna a mi olfato de mujer flaca y revolucionaria, es muy adulona, muy dulzona, llena de cositas redondas”, le dice en una de las cientos de cartas a su amigo y confidente Luis Eduardo Pombo, crítico de arte y pareja del pintor Guillermo Laborde.

Blanca Luz llegó a Montevideo encendida por el ideario revolucionario y quiso poner en práctica todas sus enseñanzas mientras le iba a contando a Mariátegui sus avances. Consiguió la sección literaria del diario comunista Justicia y allí fue publicando a sus camaradas poetas. Se cumplían cinco años de la URSS y hubo celebraciones por todo el mundo. En 1929 fue el Congreso de Sindicalistas y a la capital uruguaya llegó invitado el muralista mexicano David Siqueiros. El pintor era una fuerza de la naturaleza, un exponente feroz del arte revolucionario junto a Diego Rivera y José Orozco. E hizo temblar la ciudad. Cuentan que fue un cimbronazo. Que cuando coincidieron él le dijo “te vienes conmigo” sin haber hablado prácticamente y ella se dejó, otra vez, raptar. Aunque, esta vez tampoco, fue raptada. Abandonó todo y se fue con él junto a su hijo para el norte. Primero a Nueva York y luego a México. Dicen que se enteró en el barco que Siqueiros tenía una esposa. “Mi mujercita chula, chulita a quien hice sufrir tanto por quererla tanto. Pero qué maravillosa la pasión bárbara que a veces me sale quemado de adentro del cuerpo y del pensamiento”, le escribe en una de las tantas cartas.

Fue una relación atormentada y violenta. Se celaban y juraban amor eterno. Él dejó a su mujer y se casaron en México. Al parecer Frida Kahlo la detestó. A pedido de Siqueiros, la fotógrafa italiana Tina Modotti la inmortalizó en un retrato. El perfil de Blanca Luz en un juego de claroscuros. Su pelo trenzado de peinado típico, un collar de cuentas negras, el ceño fruncido. La foto se transformó en ícono de su etapa mexicana y fue vendida por Siqueiros a un coleccionista de arte estadounidense como parte de su obra: necesitaban el dinero. Los primeros tiempos en México estuvieron marcados por la cárcel: primero Blanca Luz junto a su hijito por comunista, luego Siqueiros, por haber participado en una manifestación el 1 de mayo de 1930. La relación creció y sufrió por carta. El resultado de ese intercambio es Penitenciería-Niño Perdido, un libro que reúne la correspondencia, celebrado en su momento por los poetas Jules Supervielle y Alejo Carpentier. Después de seis meses, el gobierno liberó a Siqueiros con la condición de que se exiliara en el pueblo de Taxco y allí vivieron unos años, se hicieron amigos del cineasta Sergei Eisenstein y recibían visitas de artistas hasta que la realidad se hizo insoportable: no tenían un peso, se llevaban a las patadas y todo se tensó con el partido comunista. A Blanca Luz la acusaron de coquetear demasiado con el sandinismo y Siqueiros fue expulsado de la sede local, como forma de encubrir su paso al espionaje soviético.

Después de instalarse brevemente en Los Ángeles, donde el pintor realizó tres murales, volvieron al Río de la Plata en 1933 con muchas expectativas pero todo se precipitó al desastre: al menos para el pintor. En Montevideo el Partido Comunista no hizo un recibimiento oficial a la pareja de artistas y ni siquiera el diario Justicia registró la visita de Siqueiros. “He nacido en esta ciudad sudamericana. He salido a cantar por todas las calles del universo. He llorado a gritos, he amado a gritos. He peleado y he regresado otra vez a esta ciudad sudamericana, y todo sigue igual: sin perturbarse el cielo ni las caras, los mismos rostros sin emoción, los mismos hombres en las calles centrales, los mismos vendedores en los Bazares. Solo yo traía la piel curtida en otros vientos, millones de heridas, la sangra enriquecida. Mi hijo grande de la mano y nuevos amores”, dice en Blanca Luz contra la corriente. 

Con este panorama, el muralista viajó a Buenos Aires donde fue recibido por Victoria Ocampo y Oliverio Girondo, pero el entusiasmo por el arte revolucionario duró poco y tuvo que aparecer el magnate de los medios uruguayo Natalioo Botana, fundador del diario Crítica, para bancarle la parada. Le pidió al pintor que decorara su casa de campo y ese encargo se transformó en la primera experiencia muralista del Río de la Plata. Siqueiros contactó a pintores como Berni, Spilimbergo y Castagnino para completar el equipo que pintó la bodega de la mansión de Don Torcuato. En medio de la pintura y ocupándolo todo: el cuerpo desnudo de Blanca Luz. Fue la sentencia: Botana se enamoró de esa mujer –que pronto se instalaría en Buenos Aires– y Siqueiros fue expulsado por el gobierno argentino luego de haber participado de manifestaciones populares. El mexicano se fue a Estados Unidos con la esperanza de que Blanca Luz lo siguiera pero eso nunca sucedió. “Ahí se armó el desastre, porque Blanca Luz tenía una vida muy libre pero una vida limpia; en cambio con Botana ya fue porque tenía plata. Ella cambió de vida, empezó a gastar y a vestirse con lujo”, dice su amiga Silvia Maneiro. La poeta se fue alejando del comunismo, Siqueiros nunca más volvió a nombrarla. 

con 19 años, en Pan de Azúcar

La monja negra del peronismo 

La relación con Botana duró muy poco y Blanca Luz se instaló en Chile, donde se casó con Jorge Beeche, un empresario chileno, diputado del Frente Popular. Con él tuvo en 1938 a su hija María Eugenia –su única descendencia viva– y al poco tiempo las abandonó. Blanca Luz volvió a Argentina y tuvo su segunda fascinación militante: se encontró con Juan Domingo Perón. “He ahí un hombre nuevo, esto es lo que yo quiero”, escribió. En el peronismo encontró una conjunción de valores que sintetizaban sus creencias: la preocupación por los desposeídos y la fe cristiana, algo que el comunismo –del cual estaba desencantada por Stalin– no le permitía. Blanca Luz, que le había hecho la campaña al presidente Juan Antonio Ríos del Partido Radical chileno, se había transformado en un cuadro político y Perón mostró interés: la convirtió en su secretaria de prensa “y algo más”, de acuerdo a algunos historiadores. Según lo que ella escribe, fue el cerebro detrás del 17 de octubre de 1945, jefa de campaña de la presidencia del coronel y autora de la frase “Braden o Perón”. Más allá de testimonios de época y alguna foto que la ubican junto a Perón, en los archivos no figura ningún documento que pruebe ese vínculo: es como si su huella hubiera sido borrada expresamente de la historia del peronismo. Nunca se encontraron las supuestas cartas entre la poeta y el coronel. Después de la asunción de Perón a la presidencia, cuentan que Eva Duarte le dio 48 horas para abandonar la Argentina. Se oxigenó el pelo (viviría como rubia la segunda mitad de su existencia) y volvió a Chile para casarse con el empresario Carlos Brunson por “la necesidad permanente de criar a mis hijos”, según diría en sus memorias. Con él tuvo a su hijo Niels que, al igual que su primogénito, murió en accidente de auto dos décadas después. A pesar de su vida aburguesada y su pena por la pérdida de Eduardo siguió con su impulso militante y –aparentemente a pedido de Perón– colaboró en la fuga de Guillermo Patricio Kelly, de la Alianza Libertadora Nacionalista, a quien disfrazó de mujer para sacarlo de la cárcel de la Penitenciaría de Santiago antes de que lo extraditaran y encarcelaran en Argentina. La policía la detuvo a los pocos días. Su actividad política deterioró el matrimonio con Brunson y en 1964 se divorció y publicó otro libro de testimonios: Mientras un mundo muere.

La última Robinson

Cada vez más anticomunista y católica, vio en el triunfo de Allende una amenaza para Chile y terminó pidiendo asilo en Uruguay al presidente Pacheco Areco, del derechista partido colorado. No obtuvo respuesta, pero el golpe de estado de Pinochet la tranquilizó: abrazó la causa pinochetista y decidió quedarse en el país, donde recibió una condecoración de la mano del propio dictador. Al tiempo se exilió (o la exiliaron) en el archipiélago Juan Fernández, sobre la que escribiría la novela El último Robinson y que luego, gracias a sus gestiones, fue nombrada Isla de Robinson Crusoe, por ser ese el lugar de inspiración para la novela de Daniel Defoe. Allí construyó con sus propias manos una serie de cabañas y pasó sus últimos años junto a su hija María Eugenia, pintando y recibiendo a curiosos. Fueron años de reescribir su historia en clave de fábula, de armar unas memorias que nunca editó, y recorrer desnuda una naturaleza que la reenviaba a su infancia de campo. Allí se enteró de la muerte de Siqueiros y de muchos de sus ex amigos. Allí, también, quedaban las pocas pertenencias que podían reconstruir un poco su historia pero eso también desapareció: el tsunami de 2010 arrasó con la isla. De toda una vida política, amorosa y vanguardista, solo quedó una valija arruinada y un par de fotos mojadas. El resto se lo llevó el mar, como si obedeciera al pedido profético que le haría a su amigo Pombo en una de sus cartas: “Dejame desconocida, pero bastante odiada, y envidiada”.

Algunas de sus publicaciones: la revista de su época con Mariátegui en Lima, el libro Cantos de la América del Sur publicado en Chile en 1939, su testimonio sobre el 17 de octubre y la novela que escribió en la Isla de Robinson Crusoe.