En los últimos días, se ha instalado en la agenda pública la discusión en torno a uno de los tantos aportes económicos que realiza el Estado a la Iglesia católica. Puntualmente, el de las asignaciones que reciben los arzobispos y obispos. Esa erogación responde al Decreto-Ley Nº 21.950, sancionada en 1979, que prescribe el otorgamiento de una asignación mensual a los arzobispos y obispos con jurisdicción sobre arquidiócesis, diócesis, prelaturas, eparquías y exarcados del Culto Católico Apostólico Romano. Se ha argumentado que esa normativa, junto con otras que contemplan contribuciones con fondos públicos a la formación del clero y a curas párrocos o vicarios ecónomos de parroquias situadas en zonas de frontera, “interpretan” el espíritu del artículo segundo de la Constitución Nacional, que hace referencia al sostenimiento del culto católico por parte del gobierno federal.

La controversia no es nueva. Dos décadas atrás, al interior de la propia Conferencia Episcopal Argentina, el entonces arzobispo de Resistencia, Carmelo Giaquinta impulsó un proyecto –el Plan Compartir–, orientado a generar una mayor concientización de la feligresía católica en el sostenimiento de su culto en paralelo a la renuncia de los aportes económicos estatales. Más allá de las loables intenciones, la iniciativa no llegó lejos.

Es pertinente aclarar que los 130 millones de pesos que actualmente el gobierno dice entregar a la Iglesia católica en concepto de asignaciones para su jerarquía es apenas una pequeña porción, si los comparamos con los subsidios recibidos por sus establecimientos educativos, sus organizaciones caritativas y productivas. O incluso, si los cotejamos con los ingresos propios de la institución católica. Focalizar el debate en el “salario” de los obispos puede resultar mediáticamente fructífero en términos de audiencias, pero desde el punto de vista analítico, es a todas luces superficial e insuficiente.

En ese sentido, debemos advertir que no sólo cuestiones monetarias marcan una situación jurídica privilegiada de la Iglesia católica. Elementos simbólicos que se enmarcan en un trato preferencial por parte del Estado también refuerzan ese estado de situación. La institución católica detenta una personería jurídica de carácter público, al igual que el Estado Nacional, las Provincias y los Municipios. Las iconografías católicas que decoran organismos oficiales y la convocatoria para la realización del Tedeum no están prescriptas en la legislación, pero su permanencia y continuidad denota con claridad el indiscutido y naturalizado papel protagónico que detenta la Iglesia católica en el escenario público argentino.

Ahora bien, salvo algunas excepciones, las propuestas “igualitarias” que emanan de referentes religiosos de otros cultos apuntan a obtener las mismas prerrogativas del catolicismo, proyectando un formato estatal de carácter pluri-confesional. En otras palabras, la “equidad” religiosa no vendría de la mano de un Estado más autónomo, garante de la libertad de conciencia que supone también el derecho a sustentar una convicción de indiferencia hacia lo religioso; sino de un poder civil ya no entrelazado con una sino con varias religiones en simultáneo.

En las antípodas, debemos situar a modelos como el italiano o el alemán, en el que cada ciudadano/a indica si desea destinar parte de sus contribuciones a algún culto en particular o a ninguno. No son las estructuras institucionalizadas de los poderes religiosos las que definen los aportes estatales, sino la ciudadanía es quien ejerce el derecho a decidir la direccionalidad de una parte de sus impuestos.

Sin duda, otro paradigma imbuido del reconocimiento de derechos ciudadanos. Como podrá advertirse, la discusión de fondo entonces no se centra en qué recibe un obispo del Estado, sino en el tipo de vínculo que se establece entre el Estado, las instituciones religiosas y la sociedad. No pareciera ser éste el eje subyacente al debate instalado en nuestro país. Ni por quienes pretenden dirigir la agenda pública, ni por quienes buscan la equidad de cultos “colonizando” al Estado.

De todos modos, independientemente de las motivaciones de aquellos que han colocado el financiamiento estatal del culto en la mesa de discusión, vale la pena no dejar pasar la oportunidad para impulsar transformaciones que armonicen la legislación respectiva con los principios de la libertad de conciencia y el respecto por la diversidad, normas fundamentales para una convivencia democrática.

Q Investigador del Conicet. Profesor de la Facultad de Ciencias Sociales/UBA.