Qué gusto. El amor terminará por matarlo, decía mamá. Algo de razón tenía, ella, siempre tan atenta a mis desdichas y desenlaces. Cada vez que me abandonaban, ellas, alguna parte del cuerpo se me estropeaba. La vista, el hombro, la columna, los dedos, la cabeza, el corazón. Y no es que tenía problemas cardíacos, pero desde siempre que sufro, solo, de un mal de amor que late en pena, ahí, justo, cuando el trabajo del pueblo impone su silencio, de siesta o de noche, y le pasa la posta, y entonces late, late con disritmia, late con taquicardia, late nola late nola, late enfermando mis nervios que ya no pueden pensar más que en ese látigo, en ese lascivo, en ese latido quise decir.

 

Yo me azoté con la evidencia cuando perdí a Helena, y empecé a llorar cada momento donde sonaba Ojos Color Sol. Y Helena no era una melodía, era Helena, y no sé porqué fue Ojos Color Sol a partir de su abandono. Ya no estaba, más, conmigo, estaba, en su lugar, ineludible, Ojos Color Sol. Era un repertorio a mi pesar, un látigo al cual me debía, al que debía oír. La escuchaba. Y ay, no, otra vez. Me entristecía, 2‑3‑4 lágrimas irreprimibles, huía caminando rápido en dirección contraria a ese sonido. Me reinstalaba pensando en comidas, una napolitana, un wok de vegetales, un pastel de papas, una calabaza rellena. Y ay, no, otra vez, reaparecía donde menos la esperaba, ¡¿en un calabaza rellena?! Era tan bella esa calabaza, tenía tanta dedicación puesta encima, tres fotos en Instagran de esa calabaza, no era sólo sabrosa, era linda, fotogénica, la olía de sólo verla. La recordaba, me entristecía, 2‑3‑4 lágrimas irreprimibles, huía caminando rápido en dirección contraria a ese aroma. Me reinstalaba jugando a algo, al poker on line, al Mario Bros del family, al Angry Bears, al Pictionary. Y ay, otra vez, cuántas ventanas para una sola puerta, y otra vez, qué placer verla dibujar en el Pictionary, un árbol de naranjas, una oficina, un colectivo de línea, veloz, expresiva, simple, artista espontánea, incluso a su pesar, porque rechazaba con rubor las adulaciones ¡Y pum! La miraba, me entristecía, 2‑3‑4 lágrimas irreprimibles, huía caminando rápido en dirección contraria a ese juego. Siempre azotándome con la evidencia de que, por más que tratare de huir, mi destino estaba en recordar a esa mujer sin olvido metastasiada por todas las esquinas de mi ciudad ensoñada. Qué gusto.

 

Esas son las malas que apedrean mi silencio, mi sueño, no me dejan dormir, empiezan a trabajarme en el horario de descanso, si tan sólo me dejaren pensar otra cosa, o seguir respirando, u olvidar apenas relativamente, pero no, no me lo merezco, maldito hijo de puta, ojalá te mueras del corazón, de ese que me rompiste. Así son algunas últimas palabras, más cerca de un testamento que de un testimonio. Son umbrías, se pesan por kilogramos, se financian en pedazos de carne, y ya no se irán de ahí sin un perdón, sin un resarcimiento, o peor, sin una ristra de recuerdos involuntarios a pesar mío, de mí y de mí mismo. ¿Qué quiere conmigo un pasado? Lo escribo y tengo soplidos cardíacos, ¿quiere mi circulación, quiere mis coágulos? Qué gusto. El amor va a terminar por matarme.

 

Entonces la oigo llorar, está cerca. Dejo de hacer lo que estoy haciendo para ganar un silencio nítido, un silencio que me permita oírla. Pero parece tarde, ya casi no se oye, apenas un eco. Contengo la respiración, refreno los órganos, me sumerjo en la ausencia del todo, y ya no queda nada, no está, no sigue estando, se fue. Cuándo. Cómo. Por qué. Otra vez. Sus visitas son así, cuando no se imponen metódicamente, cuentan con mi sordera, quieren mi muerte.

 

Y mi oído no se muere, se hace el sordo. Sí, te haces el sordo, me increpó mi amiga. No podría desmentirla. Es tan difícil distinguir si me hago o si lo soy, que prefiero alegar idiotez. No me hago el sordo, sólo soy medio idiota, oigo la mitad de las cosas, las otras no puedo siquiera representarme qué son porque prefiero no saber nada de ellas. Te hacés el sordo, definitivamente. No, de verdad, soy medio idiota. ¿Qué pasaba? Pasaba que ahí donde ella decía promesa, yo oía maldición. Esa era la sordera, o la idiotez, todavía no estaba dirimido. Hasta que una vez me lo hizo entender por las malas, "es lo mismo, idiota". Y escuché medio mal, para no perder la costumbre, escuché: "no es lo mismo, ignora". "Idiota, i‑dio‑ta", dije, "es lo mismo, idiota", así dije. Y recién ahí medio escuché lo que dijo. No sólo era amor el que había perdido, más bien estaba perdido de amor. "Son tan hijos de puta los tipos, deberían ser lesbianas", añadió. "Creo que con un oído que pueda desengañarse a la segunda o tercera vez que se lo dicen, no sería necesario el cambio de género", alegué. Se rió, aún no se porqué, nunca quise reírme, ni hacerla reír con esto. "Es que, como dijo Stendhal, todo hombre que no se ríe de una buena ridiculez, la comparte", sentenció para seguir riéndose.

 

Cuando se terminó la conversación ya me sentía bien, hablar con ella me curaba. La llamaba para eso, de hecho. Pero duró apenas media hora la tregua abdominal, dorsal, pectoral. Volvería, con 30 minutos de envión, quizás el último sacudón a mi vanidosa omnipotencia. Me empezó a arder mucho acá, alrededor del pecho, una acidez fuerte, ¡eso! Y se me iba a los hombros, a los brazos, al cuello. Empecé a marearme, ansioso, respiré entrecortado. No, nunca había tenido un dolor tan fuerte. Me recosté del miedo, o del látigo cardíaco. Eran así, cada uno de eso silencios de siesta o de noche, eran así, en la inminencia de su llegada, yo ya sabía, sería mi última vez, mi último día. Qué gusto. Era la hora del deceso de amor, hora sin tiempo y cuarto sepulcro.

 

No sé si había algo más difícil que entrar en su cuarto. La gruta de Son Doòng era un huequito en proporción con su hondonada. Una cadena inmanejable de recuerdos y miserias se precipitaban en su acceso, impidiéndomelo. Mi abuela decía que, a mi papá, el amor terminaría por matarlo. Mi papá decía que, a él, el amor terminaría matándolo. Yo, sólo olía.

 

Y en la cercanía de la puerta ese olfato aceleraba los recuerdos, que se sucedían a la velocidad de la taquicardia y que intensificaban los olores hasta tapar mis fosas nasales. Esa mezcla de latidos y olores provocaba en mí arcadas. En el albor de su cuarto, una vez llegado al marco de la puerta, ya me resultaba imposible avanzar. Absorto, nauseabundo y medio mareado, me volvía hacia el baño sosteniéndome de las paredes hasta llegar al inodoro, donde escupía el reflujo o, para mi desasosiego, vomitaba. Telarañas, cientos de cajas selladas con misterios de años y años de desidia, una cama roída, sin sábanas ni cubrecamas, con una almohada que acumulaba una comuna bacterial dable de generar una angina al mero contacto. Los muebles forrados de una laminilla de mugre. Pares cambiados de medias y ropa interior en un rincón, toallas y toallones en otro rincón, y todo lo que usaba a diario en bolsos de consorcio en un tercer rincón. Tenía las cosas en penitencia, pensaba, haciendo un sobreesfuerzo por hacer reír lo inmundo. Perfumes sin usar, aun en su cajita, arriba de la mesa de luz, una virgencita de San Nicolás y un San Cayetano, ambos revestido de tierra, al lado de un velador roto con una lámpara quemada. Y lo más repugnante, en el extremo superior derecho del techo, un nido de miles y miles de cucarachas, miles y miles, incontables, e imperceptibles, porque de sólo verlas, todos los diques anímicos se veían derruidos. Qué gusto. Tantas veces había salido de ahí con retortijones, neuralgias, presiones en el pecho, mareos, reflujos y vómitos, que ya se aproximaban al número de insectos concubinos. Y todo esto, tan pronto a un sarcófago, ¿era la última pincelada del amor? ¿Su estertor postrero? En ese cuarto de mi padre aún se vanagloriaba el amor imperdible, cuarto fantasma, maldición sorda.

 

¿Cuándo es que algo empieza andar mal? ¡¿Todo pero todo mal?! Nunca obtuve una respuesta. Mi abuela profetizaba que, a mi papá, el amor terminaría por matarlo. Mi papá atestiguó que el amor terminó matándolo. Qué gusto. ¿Esto ya lo dije? Y yo, que conmigo nos refugiábamos en mí, medio ciego, guardo de esa pena, una pesadilla, casi una pintura brutalista, porque ese mal era a prueba de sueños. Todo todo todo empezaba en una gota de sangre. Me brotaba una gotita desde el ombligo, subía por el abdomen, el pecho, la garganta, la pera, la boca (cerrada), la nariz, hasta llegar a mis ojos, donde acampaba, y desde donde todo, ahora, se agrandaba mirando a su través. Ya no había perspectivas, sólo texturas de berenjenal. Ya no era yo, ni ningún yo, caldo de puchero, gulliver. Veía y me veía en zoom, en un superzoom, en un hiperecontrasuperzoom donde yo, que miraba así, me sentía, ahora, una célula de la piel. Ahí arrancaba el dolor, inmenso, abismal, perdido en medio de los átomos de mi cuerpo, un yo minúsculo dentro de mí mismo, tan adentro que quedaba afuera, ya no se oían siquiera los gritos, tan pequeños como quien habla, y ya no había salida de ahí (un ahí tan cerca de un allá, de un acullá, un ahí desde donde todo lo simple de la vida perdía su contorno familiar). Entonces, todo todo todo empezaba a estar mal. Ahí lo sabía. Ya no había distancia de rescate, pura carne en pena. Ni odio, apenas moléculas de indiferencia. Ya nada nada nada era lo que había sido ni lo que sería. Ya no había tiempo. Ni siquiera cuerpos. Es que cuando el amor perdía sus límites, también lo familiar dejaba de sobrevivir. Última elegía de generación. Qué risa.